Los profetas de la pandemia
En su libro Civilización y enfermedad, el gran historiador de la medicina Henry E. Sigerist pronosticaba en 1943 la desaparición de múltiples infecciones y afirmaba: "Ya le hemos perdido el miedo a la tuberculosis, enfermedad que desaparecerá en un futuro no lejano, por lo menos en los países económicamente adelantados. Las enfermedades venéreas tienden también a desaparecer porque conocemos su etiología y patogénesis y hemos ideado tratamientos efectivos". Sigerist demostró así que un buen historiador no debería convertirse en un mal profeta. A pesar de su pronóstico, en las últimas décadas del siglo XX la incidencia de la tuberculosis aumentó en los países desarrollados y las enfermedades venéreas fueron reforzadas por el sida.
La historia de la medicina enseña que nunca se ha predicho una nueva enfermedad
En 1972, el Premio Nobel de Medicina Sir Macfarlane Burnet y el catedrático de Microbiología David O. White publicaron la cuarta edición de su Historia natural de la enfermedad infecciosa. En las primeras líneas se decía: "En el tercio final del siglo XX, a los habitantes del próspero mundo occidental no nos van a faltar problemas de índole social, política y de medio ambiente, y sin embargo, uno de los peligros inmemoriales para la existencia humana se ha desvanecido. Los jóvenes de hoy casi no han tenido ninguna experiencia con las enfermedades infecciosas graves". El deslumbramiento producido por los sucesivos hallazgos de las sulfamidas y los antibióticos seguía causando, aún en la década de 1970, efectos embriagadores.
En 2005 las autoridades sanitarias internacionales, pese a ser conscientes de los riesgos de las noticias alarmantes, advierten de que el estallido de una pandemia humana de gripe aviar (de consecuencias potencialmente desastrosas) es sólo cuestión de tiempo.
La historia natural y social de las enfermedades es hoy uno de los capítulos más fascinantes de la historia de la medicina. Se ocupa de analizar la forma en que, a lo largo de los siglos, las enfermedades aparecen, cambian y desaparecen. Ha demostrado que hay una gran cantidad de factores que influyen en esos cambios. Entre esos factores los hay biológicos (mutaciones de gérmenes), ecológicos (competencia entre especies animales transmisoras), climáticos, geográficos, militares, comerciales, arquitectónicos, industriales, alimentarios, higiénicos, culturales, económicos, sociales... Pero los historiadores han encontrado una gran dificultad para concretar cuáles de esos factores provocan la aparición, la modificación y la (eventual) desaparición de cada enfermedad individual.
A mediados del siglo XIV la peste negra arrasó Europa. Se sabe que llegó de Extremo Oriente: la ruta de la seda y la ruta de las especias, abiertas para proporcionar a los europeos exóticas riquezas, trajeron también la muerte. La peste dejó de recorrer Europa tras la epidemia de Marsella de 1720 (aunque prosiguió en zonas de Asia, África y América). El germen causal no se descubrió hasta 1894 y los tratamientos médicos efectivos son del siglo XX. La cuestión es: ¿por qué desapareció la peste de Europa en el siglo XVIII? Hay varias respuestas, ninguna de ellas definitiva pero todas significativas de la complejidad del fenómeno. Se ha hablado de un desplazamiento ecológico de la rata negra (el reservorio de la enfermedad) por la rata gris; del efecto de una ola de frío dañina para la pulga que transmite la enfermedad desde las ratas a los humanos; de una posible mutación en la Yersinia pestis o de su postergación por otras yersinias; del cambio en los materiales de construcción urbanos (de la madera y la paja al ladrillo y la piedra) que dificultaría la vida de la ratas; de la mejoría de los hábitos higiénicos, e incluso de los cambios textiles de la ropa interior que podrían haber resultado nocivos para las pulgas. No se ha descartado la eficacia de las barreras sanitarias (incluidas las militares) y de las drásticas medidas de cuarentena, tan negativas para la economía, para el comercio y para las libertades civiles.
Está claro que un complejo entramado de diversos factores determina la aparición, los cambios y el final de las epidemias. Es muy difícil llegar a saber a posteriori cuáles fueron exactamente los factores que determinaron cada uno de esos cambios concretos. ¿Es posible predecir una futura epidemia?
Desde que aparecieron los primeros casos de sida hasta que se identificó el virus causal pasaron un par de años: un tiempo históricamente ínfimo. Las pruebas diagnósticas se desarrollaron en un plazo igualmente corto: otro triunfo de la ciencia médica. Pero, en más de 20 años dedicados desde entonces a una masiva investigación, no se han logrado aclarar por completo las vías y mecanismos por los que el sida pasó de los simios a los humanos. Tampoco se ha logrado elaborar una vacuna o un tratamiento definitivamente curativo. ¿Alguien hubiera podido predecir la pandemia de sida en la década de 1970? ¿Se han evaluado los efectos de las alarmas que causaron las anunciadas epidemias de la enfermedad de las vacas locas, el virus del ébola o los tumores cerebrales de los usuarios de teléfonos móviles? Quienes tienen buena memoria histórica quizá recuerden las voces aterradas que, ante la noticia de los primeros ferrocarriles, advertían sobre los daños que produciría someter el cuerpo humano a velocidades superiores a los 50 kilómetros por hora.
Se están oyendo voces muy solventes (junto con el coro habitual de pescadores en río revuelto) que hablan con rigor científico del riesgo al que nos enfrentamos. Su discurso es inquietante y ha provocado ya efectos indeseados: desde la acumulación privada de fármacos antivirales o la demanda de vacunas antigripales (de dudosa utilidad frente a la hipotética pandemia) hasta la angustia de ese niño de cinco años que no podía dormir aterrado por la idea de que la leve fiebre que padecía "podría ser la del pollo". Se ha hablado menos de los sustanciosos beneficios que se obtienen de las alarmas de este tipo: mejoras en los hábitos dietéticos (mayor consumo de pescados, frutas y verduras para compensar la supresión de los huevos colesterólicos y del grasiento pato confitado), incremento del comercio (venta por Internet de mascarillas protectoras y otros productos), subidas de la Bolsa, noticias espectaculares para nutrir el interés por los medios de comunicación, aumento de la investigación sobre enfermedades víricas, incrementos de plantilla y de presupuesto para investigar las enfermedades infecciosas (las que hace 50 años se suponían en vías de extinción)... Nunca conviene olvidar a los beneficiarios de los grandes desastres.
Los datos que se conocen aconsejan un seguimiento atento de la evolución de la epidemia aviar, un estricto control de los primeros casos humanos y un riguroso cumplimiento de las medidas preventivas de higiene pública que los científicos y las instituciones sanitarias internacionales más solventes aconsejen. La historia de las epidemias demuestra que la (generalmente insospechada) aparición de algunas de ellas puede provocar un desastre de dimensiones incalculables. La historia de la ciencia médica enseña que nunca se ha logrado predecir la aparición de una nueva enfermedad (aunque, una vez que ha aparecido, hay más posibilidades de prever sucesivos brotes). La prudencia y la sensatez de las autoridades políticas deberían colaborar al máximo con la ciencia médica para evitar, si es posible, que asistamos al acontecimiento histórico de la primera crónica de una nueva pandemia anunciada.
José Lázaro es profesor de Historia y Teoría de la Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid.
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