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Columna
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Veredicto o vaticinio

Javier Marías

Entre las numerosas peticiones que a cualquier escritor abiertamente aficionado al fútbol le van llegando en estas vísperas del próximo Mundial de 2006, he recibido una del país anfitrión, Alemania, que me ha llevado a hacer memoria y a darme cuenta con estupor de que habrán transcurrido veinticuatro años desde que se celebró el de 1982 en España. Para los que vamos teniendo cierta edad (y no quiero ni pensar en lo que sucederá a los más jóvenes), creo que es un fenómeno nuevo asistir a la insensata rapidez con que nuestros presentes se van convirtiendo en historia. Y si digo nuevo es porque nunca antes el pasado se había considerado como tal tan velozmente, ni el tiempo "viejo" nada más sucederse.

En 1982 había ganado por primera vez las elecciones el PSOE de Felipe González, y tan sólo un año antes habíamos padecido la grotesca pero aterradora tentativa de golpe de Estado del 23-F, de modo que en bastantes sentidos, sólo siete años después de la muerte de Franco y con el país sujeto a grandes cambios, se vivía una época de incertidumbres que sin embargo yo no recuerdo así exactamente. En todo caso, y aunque las hubiera, no eran desde luego lo predominante. De lo que no me cabe duda es de que España era entonces un país mucho más alegre que ahora, más optimista e ilusionante. Y si bien el fútbol es algo menor en el conjunto de la vida de una nación, una de las pruebas de esa voluntad de alegría fue que, pese al ridículo papel de la selección que dirigía el tristón Santamaría, y a su pronta eliminación del Campeonato, el apasionamiento y la exultación de la gente no menguaron. En verdad era como si los ciudadanos desearan estar contentos y no estuvieran dispuestos a que nada ni nadie los apesadumbrara. A nivel personal, recuerdo, el inicio del Mundial me pilló triste, de hecho, por haber sido dejado, hacía poco, por una novia americana notablemente alocada (había sido trapecista del famoso Circo Ringling, entre otras excentricidades); pero lo terminé bien contento, al cabo de tan sólo unas semanas, por haber sido tomado por otra novia en el entretanto, asimismo americana y mucho más loca. Hasta cierto punto era como si el ambiente -el de Madrid, al menos- lo empujara a uno al tono festivo y le dificultara las penas íntimas. No pertenecían a aquel tiempo.

La eliminación de España, como he dicho, se tomó con ligereza, y todos pasamos a tener otro favorito inmediatamente. Así como en 2006 iré con Trinidad-Tobago, por su vecindad geográfica con el Reino de Redonda que se halla bajo mi protección, entonces fui con la Italia de Paolo Rossi, Antognoni y Tardelli, que venció a Brasil contra pronóstico, 3-2, en uno de los partidos más memorables de la historia, y se plantó en la Final contra Alemania. Este último equipo -lamento decirlo- se había convertido en el villano del torneo, no sólo por su juego tosco y persistente, sino por la injusticia con que había llegado hasta el partido definitivo: en su semifinal contra Francia, que en cambio había desplegado un magnífico e imaginativo juego, el portero alemán, Schumacher, dio un tremendo puñetazo en su área al francés Battiston, mandándolo al hospital y cometiendo un claro penalty que ni le costó la expulsión ni siquiera fue señalado. El día de la Final me reuní para verla por televisión, con varios amigos y amigas, en casa de Antonio Gasset, a quien mucho frecuentaba. Y la euforia por la victoria de Italia, 3-1, con el encantador Pertini en el palco, fue tal que todos salimos a recorrer la Castellana en coche, dando vivas y bocinazos, me temo. Ya no recuerdo por qué, pero algún otro país (Túnez o Marruecos o Argelia) también se había sentido damnificado por Alemania, de modo que nos encontramos con las calles llenas de italianos, franceses, españoles y norteafricanos, cantando todos un triunfo que, sensu stricto, pertenecía sólo a los primeros. No me lo acabo de creer, pero me veo, de pie en un coche descapotado, con una pegatina de la bandera italiana en la frente. Única vez en mi vida que he salido a la calle con bandera alguna, aunque aquélla fuera minúscula.

Aquella España no existe, o sólo de manera latente. Nunca se analizará suficientemente lo sombrío y ceñudo que volvió a ser este país durante los ocho años de Aznar el Desabrido. Y, como su estela sigue presente en la vida pública y política, aún no hemos logrado zafarnos de su tétrico manto de tiniebla. Los últimos años del Gobierno de González fueron también malhadados, y sin duda sirvieron de culpable abono para lo que vino luego. En 1982, sin embargo, casi todo estaba aún por estrenar, por verse, y no hacía tanto que nos habían quitado de encima la lápida del franquismo. El fútbol es cosa menor, a buen seguro, pero los responsables de los diferentes países harían bien en prestarle más atención, para saber del ánimo, el contento o el pesimismo del país que cada cual conduce, o que aspira a conducir en el futuro. No dispondrán de mejor veredicto, o es vaticinio.

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