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Reportaje:Cuando la vida depende de un arancel | OMC: ECHAR LAS PUERTAS ABAJO

Arroz: una libertad de comercio letal

Fernando Gualdoni

En Uagadugú no hay forma de encontrar arroz local. En la mayoría de las tiendas de la capital se pueden ver apiladas bolsas de 5, 10 y hasta 50 kilogramos de arroz de Tailandia, de Vietnam, de Pakistán y de EE UU. Del país norteamericano incluso se pueden encontrar bolsas con granos cosechados en California en 1995. Es el más barato, desde luego. A la mayoría de los habitantes de Burkina Faso, sin embargo, les sorprende menos que se les pregunte por qué el aeropuerto está en el mismo centro de la ciudad que el que se cuestione la falta de arroz local en las tiendas.

Si no hay es por una razón bien sencilla: el arroz importado es más barato y su volumen aumenta más al cocinarlo, por lo que con menos cantidad comen más personas y todas quedan satisfechas. Detrás de esta lógica aplastante se esconde una cuestión clave para la seguridad alimenticia de Burkina Faso: su incapacidad para combinar políticas para que sobreviva la producción local con la necesidad de importar el arroz que falta para dar de comer a todos.

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"No nos merecemos esto. Perdemos si intentamos competir en el exterior con nuestro algodón y también perdemos si queremos construir una industria arrocera en condiciones", dice Jacob Uedraogo, gobernador de la provincia de Bulgu, la zona en la que más arroz se produce (15% del total nacional) y en la que 1.700 familias viven de ese cultivo. "Nosotros siempre hemos tenido que mendigar para satisfacer nuestras necesidades. Créditos del FMI o el Banco Mundial, donaciones y ayudas de otros países y de organizaciones internacionales... Es hora de empezar a vivir de nuestros propios medios, y lucharemos en todos los frentes para conseguirlo".

Lo que quieren los arroceros es que su Gobierno les ayude y que tome medidas que los protejan de la competencia exterior. La petición va en contra de los principios de la Organización Mundial de Comercio (OMC) y es opuesta a lo que defienden los algodoneros de Burkina Faso, que buscan en la cumbre de Hong Kong que los países ricos eliminen esas políticas de ayuda y protección desleal. Los arroceros esgrimen varias razones para sostener su petición: Burkina Faso es uno de los 30 países más pobres del planeta, y cualquier medida de protección les ayudaría a ser menos dependientes del suministro exterior de alimentos y menos vulnerables a los vaivenes de los precios.

Estrechar la brecha

Esas medidas apenas les moverían un pelo a los exportadores de Tailandia o Vietnam, que colocarían su producto en otra parte. Además, sostienen que ellos nunca pudieron proteger ninguna de sus industrias como lo han hecho los países adelantados, y que, si no lo hacen así, jamás lograrán estrechar un poco la brecha entre ellos y los países en vías de desarrollo y los ricos. En otras palabras, los arroceros piden que se les exima del proceso de liberalización del comercio mundial.

Issaka Uedraogo y Bikienga Bukari son técnicos de la Asociación de Productores de Arroz de la zona del Bagué, en la provincia del Bulgu. "El arroz importado es más barato y llena más, no podemos culpar a la población por comprarlo. Todos somos pobres. El kilo de arroz importado cuesta 250 francos africanos (38 céntimos de euro), mientras que el que producimos aquí cuesta de 100 a 150 francos más. Es cierto, además, que el grano de fuera se expande más con la cocción y más personas comen de un puñado similar. Sin embargo, el grano local es más nutritivo, y créame que, con la dieta que tiene la gente de aquí, esta diferencia no es baladí", cuenta Bukari. "Lo que pretendemos", apostilla Uedraogo, "es que el Gobierno tome medidas para defender la producción de nuestro arroz y asegurar a la población que al menos parte del que consuma sea local".

Burkina Faso produce anualmente cerca de la mitad de las 200.000 toneladas de arroz que necesita para alimentar a su población. Junto al sorgo, el mijo y el maíz, compone el cuarteto de cultivos sobre el que se asienta la dieta. Todas las tierras del Bagué, al sur del país y en la margen este del río Volta Blanco, están destinadas al cultivo de arroz. Bukari y Uedraogo cuentan que en la zona, durante los ochenta, se construyeron canales para asegurar el riego de las tierras. Fueron financiados con créditos en una época en que los asesores de los organismos multilaterales de crédito aconsejaban fomentar políticas de autoabastecimiento.

Las cosas han cambiado, no obstante, y aquella tendencia ha quedado desfasada en un mundo que, desde la creación de la OMC en 1995, se decanta por el libre comercio y el desmantelamiento de las barreras de todo tipo, arancelarias y no. La economista Coné Asset, asesora de varias organizaciones sociales de Burkina Faso, no discute que las tendencias cambien e incluso que lo que se lleve ahora sea que cada uno haga lo que mejor sabe hacer y al precio más bajo, para competir. Pero lo que no le parece lógico es pedir a África que sea capaz de adaptarse a los cambios de un decenio para otro, porque para ello se necesitan fondos, formación y herramientas que no tiene.

"La impresión generalizada de la población es que nos engañan, que los países ricos o en vías de desarrollo nos venden los productos que ellos no quieren", dice Asset. "Es terriblemente frustrante. Aunque los países desarrollados reconocen que la globalización y la libertad de comercio han provocado desequilibrios, en vez de intentar corregirlos, hacen todo para agudizarlos. Muchos políticos del Norte deberían pasar un tiempo aquí, labrar la tierra y comer arroz tailandés. Tal vez así conozcan la empatía", reflexiona.

El Gobierno sostiene que el principal problema del arroz local está en el sistema de distribución, que está mal organizado y en pocas manos, lo que al fin y al cabo termina por encarecer el producto. Dicen que aunque quisieran subir los aranceles para frenar la entrada del arroz importado, los acuerdos comerciales del país con sus socios del resto de África se lo impiden. El director de Comercio de Burkina Faso, Sériba Uattara, explica que aún se está estudiando cómo eliminar el cuello de botella que encarece el arroz local y, al mismo tiempo, cómo aplicar medidas de protección que no perjudiquen las relaciones comerciales del país.

Respaldo popular

Desde la ONG Oxfam sostienen que el Gobierno ha comenzado a prestar mucha atención a los productores de arroz, casi tanto como a los de algodón, después de darse cuenta de que ambos colectivos tienen un gran respaldo popular.

En una plantación arrocera del Bagué, Lamussa Daboné y Appolinaire Sorghu agradecen la preocupación de todos por su situación. Ambos, con la ayuda de sus respectivas esposas e hijos pequeños, están separando el grano de arroz de la planta a golpes contra un oxidado barril de metal y luego metiéndolo en bolsas para transportarlo al comprador. ¿Quién es el comprador? El mismo al que deben las semillas, los fertilizantes y las herramientas que han podido comprar. Le llevan todo el arroz que han producido y éste se queda con todo el necesario hasta cubrir la deuda. El sobrante se lo quedan Daboné y Sorghu; una parte la consumirán, y otra, si queda algo, intentarán trocarla por otros alimentos, tal vez hasta por un trozo de carne.

La zona donde viven Daboné y Sorghu es más pobre, si cabe, dentro de la pobreza general de Burkina. Están a unos 300 kilómetros de la capital y todo lo que hay entre ellos y Uagadugú es hambre y malaria. Lo único que es diferente a lo largo de esa carretera, cuya parte asfaltada tiene peaje, es la aldea de Beguedo, en la que en muchas casas las paredes son de ladrillo y el techo de uralita, lo que rompe con el paisaje de hogares de barro y graneros de paja. Y por si fuera poco, tienen electricidad. La explicación es simple: la mayoría de los jóvenes de la aldea han emigrado en masa a Italia y allí trabajan en las plantaciones de tomates. La Western Union abrió inmediatamente su única oficina en kilómetros a la redonda para recibir el dinero que cada mes, puntualmente, llega del sur italiano.

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Sobre la firma

Fernando Gualdoni
Redactor jefe de Suplementos Especiales, ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS como redactor de Economía, jefe de sección de Internacional y redactor jefe de Negocios. Es abogado por la Universidad de Buenos Aires, analista de Inteligencia por la UC3M/URJ y cursó el Máster de EL PAÍS y el programa de desarrollo directivo de IESE.

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