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COLUMNISTAS
Columna
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Estado episcopal

Mantengo últimamente vibrantes debates acerca de la Iglesia con mis amigos italianos o residentes en Italia. Ellos sostienen que el vaticanismo que invade las almas cándidas se ha centuplicado desde la representación de la Agonía y el Éxtasis en la plaza de San Pedro, ustedes ya saben. Yo defiendo la tesis de que cualquier Estado Pontificio, por carca que sea, paréceme más llevadero que la Conferencia Episcopal, esa nación espiritual integrista sin Estado.

Es cierto que la mayoría de los taxistas romanos con quienes entré en trance de sortear el tráfico durante mi más reciente viaje, tíos como catedrales, se santiguaban devotamente al circular ante un templo o basílica; lo cual, como en Roma hay tanta hermosura de pía piedra, al principio me asustó, pues creí que se trataba de un virus o epidemia onda mal de San Vito.

Ahora bien, no es menos cierto que, habiendo decidido la arriba firmante visitar unas cuantas iglesias en la mañana de una festividad señalada, ningún taxista, por mucho que se persignara, supo llevarme ni a San Pietro in Vincoli ni a San Francesco a Ripa: al menos, no sin su madre. Sí, porque al final terminaron, todos, consultando a la mamma, ese gran pilar que sostiene no sólo al Vaticano, sino también la boyante producción de tomates del país. Gracias a la leve religiosidad italiana me enteré de que ese día casi todos iban a comer macarrones, y nos equivocamos de iglesia muchas veces, dejamos de ver unas cuantas e incluso llegamos a una cuyo contorno había sido convertido en terraza de restaurante por los dueños del establecimiento de enfrente, mucho más concurrido que el templo. "Cómo se nota que de estas cosas no se entera Benedicto. Él no lo consentiría", comentó el de turno, mientras aparcaba su taxi como quien dice encima de la beata Ludovica en éxtasis según Bernini. "Deje, deje, bastante tiene el hombre con cuidar de que Adán y Dios sigan en la bóveda tocándose el dedito".

Es verdad que las moradas del Señor y del Arte se encuentran repletas, o al menos bastante visitadas. Pero no lo es menos que son más los turistas cultos que los amantes del culto. Y eso tiene mérito, considerando que, a la hora de los oficios, la parroquia suele soltar a un sacristán o lego arrecogido que expulsa a los impíos: otro aliciente para acudir a las iglesias cuando empieza la misa de doce, el de burlar a los lacayos, que muestran una curiosa animadversión hacia quienes prefieren el Moisés en mármol de Miguel Ángel a la plática del oficiante.

Sin el Vaticano, hay que reconocerlo, no existirían esas sensacionales muestras de talento que alegran o conmueven nuestras vidas. Los Papas en general siempre tuvieron un gran sentido del espectáculo: supieron crear la escenografía impresionante, luego vino la coreografía y, cuando se cansaron de montar las Cruzadas, se dedicaron a reponer la Misma Obra constantemente. Que ésa sí tiene público, y lo comprendo. No hay nada como ver llegar, desarrollarse, crecer y morir a un personaje ilustre, sin que deje de ostentar sus poderes. Aquí eso sólo nos pasó con Franco, el del aniversario.

Mas en las iglesias, cuatro gatos, ya digo. Y sin embargo, qué distinto es el Vaticano, hijos míos, de la Conferencia Episcopal. Esa dureza de La Nuestra se debe a que los de aquí carecen no ya de Estado, sino de reino terrenal. Imaginen lo feliz que serían monseñor Rouco y sus adláteres si se les dijera, a ver, me hagan un statutis, os lo doy a cambio del Concordato, y vamos a aprobarlo en el Parlamento, siempre que no resulte anticonstitucional. Siempre que respete la voluntad de los no creyentes, y mucho ojo con la financiación. No se iban a poner poco contentos. Podríamos darles el Valle de los Caídos y territorio adjunto, que ya lo administran, para que se entretengan.

Lo raro de este Papa es que esté contra el aborto, porque no le gustan los niños. Sé por cuatro fontanas que cuando le acercan a un infante, Su Santidad se estremece y retrocede; el niño aúlla. Igual que aquella escena entre E. T. y Drew Barrymore.

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