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Columna
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Herencias

Josep Ramoneda

¿Qué queda del franquismo entre nosotros? Esta pregunta que intenta proyectar el 30º aniversario de la muerte del dictador hacia el futuro se repite estos días. El día 20 vimos que todavía quedan algunos miles de nostálgicos que se reúnen en los escenarios emblemáticos del franquismo. Pero esto es irrelevante porque está en vías de extinción. Jorge Semprún me decía una vez que "el único rescoldo que queda hoy del franquismo en España es lo aparentemente más opuesto y más contrario: el comportamiento de ETA y de su entorno. La imposición por las pistolas, la negación del diálogo, la exigencia de sumisión y pasividad absolutas". Efectivamente, esto era el franquismo. Y por estos procedimientos consiguió un consenso que le permitió durar 36 años. No es extraño que algunas de estas actitudes de sumisión, respeto excesivo a la autoridad e indiferencia sigan incrustadas en algunos sectores de la población. Por eso, tengo la impresión de que una herencia indirecta del franquismo es cierta falta de calidad de la democracia española, donde la discrepancia se convierte muy fácilmente en bronca y los conflictos en enfrentamientos tribales, con escaso espacio para el debate entre personas de espíritu libre.

Se habla mucho del franquismo sociológico para referirse a la base social sobre la que se asentó el régimen. Creo que habría que distinguir entre el franquismo sociológico activo y el pasivo. El activo, obviamente, lo constituían los ganadores de la Guerra Civil, los que optaron por el bando de Franco. Lo que queda de este grupo está en su mayor parte integrado políticamente en el sistema por el PP. El pasivo era un amplio sector de ciudadanos que sin entusiasmo ideológico alguno optaron por la indiferencia, por sobrevivir, por adaptarse a la situación e ir ganando espacios en la vida cotidiana aplicando el principio de no meterse en política porque sólo podía traer problemas. Estos hábitos de sumisión al poder, de miedo a hablar y de desconfianza en la política, cuando se instalan en la gente, no son fáciles de erradicar. Lo cierto es que a la muerte de Franco en este país casi nadie tenía experiencia de la democracia. Tampoco la oposición clandestina, porque no es lo mismo la resistencia que la política democrática. Sin duda, el PSOE, que en 1982 llegó al poder con una cantidad de votos y una autoridad moral sin precedentes, tuvo la gran oportunidad de dotar a este país de verdadera calidad democrática. No lo hizo. Se puede pensar que la novedad de gobernar les desbordó por su total falta de experiencia. Y se puede pensar también que, como todo gobernante, prefirieron la comodidad de una población dispuesta a la servidumbre a una ciudadanía demasiado movilizada. En cualquier caso, la democracia española ha dado, en un primer tiempo, liderazgos fuertes y difíciles de desalojar, como los de Felipe González y José María Aznar (o Jordi Pujol en Cataluña), como si la ciudadanía estuviera todavía en los hábitos del caudillaje y de un temor excesivo al poder. Ha sido necesario que pasaran un par de generaciones para que fuera posible un liderazgo sin rasgos fuertes como el de Rodríguez Zapatero.

El desencuentro de la derecha con la ciudadanía a partir de la guerra de Irak ha hecho que este 30º aniversario coincida con un resurgimiento de temas y actitudes que formaban parte del acervo del franquismo: la alianza en la calle de la derecha y la Conferencia Episcopal, y un discurso sobre la unidad de España basado en la demonización de los nacionalismos periféricos como motores de una conspiración contra la patria. ¿Cómo hay que entenderlo? ¿Cómo dos temas recurrentes de la derecha de toda la vida que vienen de antes del franquismo y que éste lo único que hizo fue conjugarlos a su peculiar modo? Es posible. Y desde luego, resulta chocante, en una sociedad tan secularizada como la española, que la derecha vuelva al pasado, a antes de la separación entre política y religión. Pero si abrimos el plano, nos llegan los acentos del discurso pararreligioso de la revolución conservadora americana. O sea que quizá lo que ha ocurrido es que la ofensiva de Bush a favor de la contaminación religiosa de lo político ha encontrado eco en una derecha heredera del nacionalcatolicismo. La doctrina del nosotros y los otros -que toma los nacionalismos periféricos como alteridades conspirativas- está en la tradición de todos los nacionalismos -también de los periféricos-; por tanto, no tiene que sorprendernos, aunque es cierto que era tema favorito del franquismo.

Sin embargo, estos días, en la propia Cataluña estoy oyendo repetir determinados razonamientos que tienen que ver, si no con la herencia del franquismo, sí con la baja calidad de la democracia. Estoy harto de oír a gente que dice que el Estatut que aprobó el Parlament es muy malo pero que no piensa decirlo en público. Algunos de ellos incluso han llegado a firmar algún documento en favor del Estatut. Y estoy harto también del viejo argumento: "Este Estatut es una mierda, pero es el nuestro". Argumento que en boca de nacionalistas puede entenderse, porque la pertenencia, la tribu, la pulsión de lo mío, la patria, es para ellos lo más importante. Pero chirría en manos de espíritus supuestamente ilustrados. Me parece que la grandeza de un país está en la calidad de lo que hace. Lo grave no es que haya tabúes, sino que la gente tenga miedo a desafiarlos. El Estatut está en el Parlamento español. Y es deseable que en su trámite ocurran dos cosas: que se llegue a un acuerdo aceptable que lo haga posible y que se mejore sustancialmente. Pero esta segunda parte no interesa a nadie. Sería un ejemplo de autoexigencia que el debate sobre la mejora del Estatut empezara aquí en Cataluña. Algunos se preguntan dónde están los intelectuales españoles que dejan sólo a Zapatero en la defensa del Estatut. Quizá si en Cataluña se oyeran voces críticas sobre las partes más infumables del Estatuto (por ejemplo, la enorme morralla comunitarista que lleva dentro), sería más fácil arrancar la complicidad de los intelectuales españoles. Si el debate se plantea como un conflicto entre tribus, no les podemos pedir a los demás que hagan lo que no hacemos nosotros: romper filas. Moraleja: treinta años después, la calidad de la democracia, preñada de retórica nacionalista, sigue siendo limitada. Y a estas alturas ya no es culpa de Franco.

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