Las tiranías pequeñas
Tengo que hacerle un reproche a este periódico, y es el de su frecuente pusilanimidad ante las quejas y protestas airadas, cuando son sólo histéricas, desproporcionadas, meramente represivas e irracionales. Y quien dice este periódico dice también algún otro, y varias televisiones, y numerosos organismos oficiales y departamentos gubernamentales, y, en cuatro palabras, casi nuestra sociedad entera.
Veamos un par de ejemplos recientes, pero que son el enésimo y el eñésimo, por lo menos. Hará un mes o dos, el llamado Defensor del Lector se ocupó, muy seriamente, de las críticas sufridas por El País por haber insertado en sus páginas el anuncio de un festival de cine en el que, para ilustrar que el lector iba a conocer todos los entresijos, y lo que queda oculto a las miradas comunes, se recurría a una foto en la que un actor y una actriz (creo) posaban juntos ante una batería de cámaras. Lo que la imagen revelaba -tomada desde detrás de ellos- era que el actor le estaba tocando levemente el culo a la actriz (ambos vestidos). Podía haber ocurrido a la inversa, esto es, que hubiera sido ella la que le tocara a él el culo, y posiblemente nada habría pasado. Pues bien, la consabida pandilla de paranoides (incluida una alta carga de la administración) envió cartas furibundas, acusó a este diario de machista, de sexista, de vejatorio, de atentatorio, de maltratatorio, de sobaculos, de convertir a la mujer en objeto y demás tópicos ya gastados. Lo sorprendente para mí no es la escandalera, pues de mentes enfermizas ha estado siempre lleno el mundo, empezando por las de los sacerdotes célibes, sino el achantamiento de El País, que nunca falla. El Defensor, tras realizar pesquisas entre los responsables del anuncio, jefes de sección y linotipistas (o como se llamen ahora), acababa por pedir disculpas, azotarse con unas ramas, prometer que no se repetiría y jurar que ni él ni sus compañeros habían querido ofender a nadie. Y que, ya que lo habían hecho, el insalubre e inmoral anuncio no vería más la luz. Por estas.
No, no es la primera vez que observo esta reacción pusilánime ante quienes están aquejados de una susceptibilidad anómala, o poseen alma de párroco (aunque se disfracen con argumentos "dignos"), o tienen ojos perturbados, o una tendencia a prohibir sin más. Ante quienes no llevan razón, en suma. Y así se cede terreno ante ellos, se les permite imponer su pequeño terror moralizante y retrógrado, y el mundo se hace cada vez más imbécil. ¿Por qué este periódico, que en otros asuntos se muestra firme, no es capaz de parar los pies a los desmedidos, ni de defender a los lectores a quienes no nos molesta una foto como la comentada, ni aquel inocente anuncio en el que una mujer le ataba los cordones de los zapatos a un hombre (como tampoco nos molestaría uno en el que un arrodillado caballero calzase a una dama), y que también, como tantos otros, fue retirado? ¿Por qué El País traga con las desmesuras de sus lectores más policiales y, dicho sea de paso, con más tiempo que perder en ridiculeces?
Veamos el otro ejemplo: en una de sus columnas, Eduardo Mendoza, hombre pacífico y tolerante hasta el punto de parecer indiferente a veces, se atrevió a opinar de pasada que lo de dar un cachete a un niño (ojo, ni siquiera dijo torta ni bofetada) tampoco era cosa tan grave, de tarde en tarde. Una vez más llovieron las cartas furiosas y arrebatadas, sin que tampoco se ahorrase la suya otra alta carga. Mendoza quedó como "apologista del maltrato infantil", suma de crueldades y mezcla de Harry el Sucio y el ya decrépito Coco. Hace unos días me confesaba que en un periódico barcelonés proponían amedrentar a los críos díscolos amenazándolos con "llamar a Mendoza" (puede que fuera una broma suya, pero puede que no, y eso es lo grave). A raíz de esto El País publicó un montón de reportajes y artículos que, lejos de equilibrar la balanza, la hundieron por el otro lado.
Gente susceptible, remilgada, maniática, permanentemente en guardia y dispuesta a saltar por lo más nimio, gente histérica y exagerada ha habido siempre; pero hasta hace unos años no se hacía caso a estas personas, se las tenía por cuanto acabo de enumerar y no se les permitía dictar las costumbres, menos aún las leyes, ni obligar a los demás a plegarse a sus paranoias ni a regirse según ellas. Hoy basta que tres de estos individuos -a menudo compinchados- se rasguen las vestiduras y enciendan la tea de sus puritanismos (en perpetua expansión, ya innumerables), para que los diarios, las televisiones, los anunciantes y los gobernantes normales se echen a temblar y les obedezcan, sin oponer argumentos ni resistencia. Todo esto puede parecer cosa menor y sin importancia, pero cuando se aceptan las pequeñas tiranías, las cotidianas, las insignificantes, a nadie ha de caberle duda de que se están dando los primeros pasos para acatar una grande.
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