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España tripartita

Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona

¡Curioso país éste, el de los españoles, en incansable y recurrente indagación de su identidad! ¿Quiénes somos? ¿Cuáles son nuestras señas y distintivos? Después de cada crisis colectiva reaparecen estos interrogantes. Tras un cambio dinástico, un enfrentamiento civil, un desastre colonial, un relevo generacional, se da el eterno retorno de esas preguntas adolescentes.

Hoy renace la angustia identitaria. Vuelven a resonar los ecos del grito famoso de Ortega y Gasset en 1914 "¡Dios mío! ¿Qué es España?". ¿Somos una nación? ¿Sólo un Estado? ¿Una nación de naciones? Tras el último cuarto de siglo de relativo sosiego, sólo sobresaltado por ETA, nos asaltan las seculares pesadillas. Una vez más escudriñamos "eso que llamamos España", la España "inteligible", la España como problema o sin problema, la recuperación de la memoria histórica o de nuestros olvidos.

La identidad colectiva española estuvo referida durante siglos a la creencia religiosa. Siete siglos de lucha contra el islam en la Península troquelaron al cristianismo como referente identitario fuerte. Luego la unión de los reinos con los Reyes Católicos y la política del emperador Carlos en Alemania hicieron el resto con todo lo demás, incluido Trento. Así la Monarquía hispana fue la Monarquía católica por antonomasia.

Ocurre sin embargo que desde principios del XIX, como paradójico efecto de la lucha contra la invasión napoleónica, la diosa nación comenzó a sentar sus reales entre los españoles. El proceso cuenta en su haber (o en su debe) nada menos que dos o tres guerras civiles, denominadas carlistas, y dos repúblicas fallidas, la última coronada por todo lo alto con el más cruel y sanguinario desencuentro: el enfrentamiento civil entre las dos Españas, edición 1936-39.

Hoy volvemos a sumirnos en el marasmo. Ya no es cuestión de las dos Españas. Ahora ya son tres. O más. A mi memoria viene el comienzo del comentario a la guerra de las Galias de Julio César. Lo aprendíamos de colegiales antaño, cuando se daba mucho latín y -¡tiempos aquéllos!- ni siquiera había informe PISA como aguafiestas: "Galia est omnis divisa in partes tres". Hoy habría que decir: "Hispania est omnis divisa in partes tres". Sí, dividida en tres y, no por gala. En tal sentido podríamos hablar hoy de una "España Tripartita". Me explico.

A la altura de 2005 podemos diferenciar tres urdimbres identitarias distintas que compiten a cara de perro:

1) La más tradicional, que aflora de las capas sedimentarias más antiguas de nuestra historia, con referente destacado en el catolicismo. Cabría denominarla -con todas las reservas, pues el nombre no es lo más importante- identidad española cristiano/conservadora. En la actualidad parece que ha dejado en el guardarropa su modelo más tradicionalista y autoritario. Pero no es seguro. Ya se verá.

2) Sobre ella, en zonas menos antiguas pero muy potentes, sustentada en la Ilustración, en la Revolución Francesa, en el culto a la Razón y en el Progreso -con mayúsculas- estaría la identidad secular/progresista. Convertida al mercado, dejó en el baúl el ropaje marxista (no todos) y muestra inclinaciones posmodernas.

3) A estas dos viejas conocidas, integrantes de las dos Españas, se ha venido a sumar la rica imaginería de los nacionalismos particularistas, con su decidida pretensión de crear, no uno sino varios sujetos colectivos nuevos.

La primera identidad tuvo una formulación paradigmática en el consabido texto de Menéndez y Pelayo: "España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra".

La segunda, vinculada al proceso de implantación del régimen liberal en el XIX, se manifiesta en política con la oposición entre progresistas y moderados, con los partidarios de Don Baldomero Espartero, duque de la Victoria sobre el carlismo, príncipe de Vergara, con abrazo incluido de efímera reconciliación o con Don Juan Prim, víctima de nuestra secular y recurrente afición al magnicidio, y por supuesto con la revolución setembrina, la "España sin Rey" o la I República. Encuentra alimento intelectual en los krausistas, en los "reformadores de la España contemporánea", en la Institución Libre de Enseñanza y en buena parte de los republicanos de 1931, uno de cuyos representantes más ilustres Don Manuel Azaña pudo expresar de forma lapidaria aquello de que "España ha dejado de ser católica".

La tercera tiene como singularidad la de no ser una sino varias. No ser "de España", sino "de otra nación". No sabemos cuántas hay o habrá. Tres o acaso más, se ha dicho hace poco enraizadas en el romanticismo decimonónico, apoyadas en el uso de una lengua propia distinta del castellano, difunden narraciones varias en pugna con las más castizas, como la venida a Compostela del apóstol Santiago, patrón de la nación española, y matamoros sobre caballo blanco en la alta ocasión de Clavijo. Sus relatos dejan de lado los arquetipos recibidos, desde Indíbil y Mandonio a Guzmán el Bueno; desde Viriato, pastor lusitano (nada hay perfecto) al Campeador, el gran Cid castellano, paladín de la España cristiana, aunque alguna vez sirviese a los musulmanes de Zaragoza. La imaginación particularista pone en pie anhelos, deudas y derechos "históricos", siempre infalibles, anteriores y superiores a cualquier Constitución. Se apoyan en renovadas tradiciones, como la del linaje de Aitor o la del árbol de Guernica, por no hablar de la que arranca del Velloso, que tanta cola ha exhibido en estos días.

Tenemos así una España que se antoja más enigmática que nunca. Ya no es el fruto precoz y admirable de la convivencia entre las tres religiones, "judíos, moros y cristianos", como quería Don Américo. Más bien será la incierta resultante de esas identidades antedichas, que funcionan al mismo tiempo como cosmovisiones, ideologías y confesiones.

Como cosmovisiones, es decir, como una manera de ver el mundo, contienen un repertorio de respuestas prêt-à-porter, un precocinado de valores, significaciones y normas consumibles tras un minuto del microondas. Pero a su vez cobijan "ideologías" políticas concretas que aspiran a lograr la persuasión democrática del electorado. No hace falta gran esfuerzo para asignarles a cada una el nombre exacto de los partidos políticos que las defienden.

Con todo lo más fascinante es que esas identidades actúan también con frecuencia como "confesiones". Pues no sólo hay confesionalidad religiosa, sino también secular. Surgen así un buen número de dogmas, no discutibles, a los que las personas se adhieren por confianza, es decir por fe, y como muestra de pertenencia. Proposiciones como "la guerra de Irak estuvo respaldada desde el principio por la ONU y ha llevado mayor libertad a los iraquíes", o "la unión afectiva per

-manente de dos hombres o dos mujeres entre sí ha de ser matrimonio y no otra cosa", o "Cataluña es una nación", o "sólo los vascos podemos decidir nuestro futuro", no contienen juicios de hecho sino que funcionan como verdades de fe y signo de adscripción.

Cabría pensar que este pluralismo es la sal de la democracia. Acaso lo sea. Pero también es opinión médica autorizada que el exceso de sal produce hipertensión con riesgo de accidentes vasculares y de hemorragias. Y en esto estamos hoy.

El mejor pluralismo no es el de los bloques monolíticos incomunicados, que se dan la espalda y se instalan en el ping-pong de los "trágala". Al menos ésta es la opinión de un centrista recalcitrante como el que suscribe.

En España, quizá por nuestra tradición de confesionalidad, la incomunicación llega a singulares extremos. Hoy observamos la oposición sin fisuras entre la plaza de San Pedro y la de Chueca; entre el viejo Ripalda o la espantable formación del espíritu nacional y la promisoria educación para la ciudadanía; mucho doctrinarismo y fervorín, poca ejemplaridad. En las tertulias y discusiones públicas los intervinientes se quitan la palabra, gritan, no se escuchan y con un poco de mala suerte se insultan entre sí o a los demás. Hoy cada identidad se organiza en círculos muy cerrados; tiene sus propias huestes o mesnadas muy compactas, en cuerdas de parroquianos adictos inasequibles a los hechos; en cofradías de fieles muy convencidos, con sus específicos medios de comunicación, periódicos, canales de televisión o cadenas de radio, que sirven de campana de resonancia y de corroboración constante de la verdadera fe, que es la de cada uno; con sus intelectuales, orgánicos o inorgánicos; con su "santoral" propio y sus necrológicas laudatorias o reticentes; sus excomuniones y sus entredichos; sus amplificadores, sus sordinas o sus silencios. En las manifestaciones de unos y otros no sólo es imposible saber qué se discute sino algo en apariencia tan simple como el número real de manifestantes.

Menos mal que ahora estamos promoviendo la alianza de civilizaciones y, ya puestos, a alguien se le puede ocurrir empezar por las de casa y abordar las islámicas un cuarto de hora después.

Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona es ex ministro de Educación con los Gobiernos de UCD.

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