Los estudios de Modesto
Modesto piensa en su vida. Él no es un intelectual, no fue a la universidad, y si se sacó el graduado fue sólo por Manolita, la profesora de una escuela nocturna para adultos que funcionaba en unos locales del sindicato oficial, controlado de arriba abajo, en toda su verticalidad, por los militantes de un sindicato comunista. Ella sabía que Modesto pensaba mucho, y muy bien, porque la vida le había obligado a pensar, a fabricarse su propia versión del mundo para sobrevivir en una realidad hostil, sucesiva y simultáneamente sangrienta, asfixiante, polvorienta, áspera y miserable. Manolita le animó a sacarse un título que no necesitaba, y él lo hizo más por ella que por él. En aquella época, y hace casi cuarenta años, Modesto tenía treinta, estaba casado con su mujer y enamorado de su maestra; sabía que ella, casada con su marido, le correspondía, y que nunca, jamás, habría nada entre ellos. No lo hubo. Ahora, por lo que se oye, por lo que se lee, por lo que se escucha, se diría que la España de Franco era un país transitable, grisáceo y poco atractivo como una mala estampa costumbrista, sí, pero también vivible, casi amable, digno de comprensión y hasta conmovedor en su pobreza. En un país así, Modesto se habría declarado a Manolita; pero él nunca vivió en aquel país, sino en otro muy distinto, donde la vida era dura, muy dura, tan dura que no admitía ni siquiera un mínimo margen de complicación.
"Nadie parece recordar ya que en una guerra luchan dos bandos y no uno solo"
Entonces, y antes, y después, Modesto pensaba en su vida. Él creía que llegaría un momento en el que no sentiría más el mordisco de esa necesidad; un momento en el que todo encajaría en un paisaje llano, apacible, fecundado por la violencia de un siglo entero de convulsiones. Se equivocaba, ahora lo sabe, se equivocaba, y no le duele su propia equivocación, sino la ceguera compacta y complaciente de los demás, los que deberían pensar tanto y tan bien como él, y no lo hacen. Eso es lo peor, se dice hoy, como ayer, como mañana, con el periódico entre las manos: que sean tan rematadamente tontos.
Vamos a ver, y ya, jubilado, ocioso, sólo puede hablar consigo mismo, vamos a ver El estatuto catalán, claro, lo de siempre, como siempre, y la derecha ladrando, lo de siempre, como siempre, y el fantasma de la Guerra Civil, lo de siempre, como siempre, pero no. Pero no, piensa Modesto, porque aquí nadie sabe sumar dos y dos. Porque aquí nadie tiene coraje para decir la verdad, pero la ley de la gravedad no afecta igual a todos los silencios. La derecha ladra, grita, se desgañita, hace caer sobre las espaldas de un Gobierno moderado una responsabilidad histórica que les corresponde única y exclusivamente a ellos. Pero nadie se lo dice. Y no sólo eso. Nadie parece recordar en este mezquino país de amnésicos que en una guerra luchan dos bandos y no uno solo. Nadie se atreve a decirle al señor Rajoy que su insistencia en resucitar el Frente Popular conlleva la contrapartida inevitable de declararse a favor de quienes traicionaron al país que habían jurado defender, y se sublevaron contra una legalidad constitucional amparada por la voluntad mayoritaria de los ciudadanos, para desatar una guerra catastrófica que les permitió construir, sobre una inmensa montaña de cadáveres, un Estado ilegal, perpetuado durante treinta y siete años en su ilegalidad gracias a la práctica sistemática de una política de terror brutal e indiscriminada. Nadie se atreve a decirle al señor Rajoy que si no está dispuesto a avalar aquel golpe de Estado con todas sus consecuencias debe abstenerse de evocar los perfiles de sus víctimas o resignarse a pasar a la historia como un sinvergüenza. Porque la Guerra Civil la empezó Franco y sólo Franco, y, para dejarlo bien claro, el régimen que este país padeció gracias a su caudillaje celebró, hasta en su último verano, la fecha del 18 de julio de 1936. Francisco Franco sabía muy bien cuándo empezó la Guerra Civil, entre otras cosas porque estaba muy orgulloso de haberla empezado él. Ni Companys, ni los mineros de Asturias, ni su amiguete Pepe Sanjurjo, que, por cierto, fue el primero que conculcó la legalidad constitucional republicana, en 1932.
Los dirigentes del Partido Popular deberían hacer honor a su formación, piensa Modesto; demostrar que ellos sí estudiaron, en la universidad y en colegios de pago. Y si no, alguien debería obligarles a hacerlo. Entonces cierra el periódico y, como todos los días, se arrepiente un instante, pero sólo un instante, del principal acto de cobardía de su vida: no haberse atrevido a declarar su amor a Manolita.
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