Romanamente
Si alguna vez pongo los pies en Roma y no relincho de gusto, hagan el favor de felicitar a mis embalsamadores por la buena labor realizada, ya que habrán logrado convencer a mis deudos, y a mí misma, de que continúo viva. Los muertos funcionales o vivos virtuales, en efecto, no pasan por la prueba de Roma sin retratarse. Esta ciudad, de magistral orquestación del caos y excelente tempo para la adaptación, posee la cualidad de presentar no pocos desafíos desde el principio de tu estancia hasta el día final.Calculen esto. Después de escribir por primera vez este artículo (que ahora reemprendo de oído, muy diferente), en un cyber café controlado por un senegalés y un coreano encantadores, pero de métodos dudosos, me fui tranquilamente a tomar un café a un bar cercano. No las tenía yo todas conmigo, a pesar de haber copiado el artículo en mi lapicito exterior; entre otras cosas porque, al no funcionarle la impresora a la extraña pareja, me había quedado sin la imprescindible copia en papel.
Reflexionaba yo, café en mano, acerca de las numerosas aventuras que me habían ocurrido desde que llegué a Fiumicino, hace cuatro días: como en cuatro siglos. Diligentemente las había reseñado en mi laudatorio artículo, romanamente feliz con el trasiego. De cómo no me entregaron mi maleta, puesto que de las quince cintas transportadoras sólo funcionaban dos, y no me pregunten por qué, en una jornada donde se acumulaban los vuelos extranjeros repletos de turistas, ante un largo puente. De cómo una sola empleada atendía, entre una media docena de taquillas de servicio al pasajero, a los cientos de seres desvalidos que clamaban por sus bagajes. Y de cómo, romanamente, orgullosamente, decidí pasar de maleta, pasar de perdida, pasar de denuncia, y lanzarme a las calles de Roma a disfrutar de un otoño dorado y rojo como hay pocos.
Por lo demás, poco después conocí a Fabio. Fabio forma parte de la gente que tienes que conocer en Roma, pues puede resolver todos los asuntos que se te acumulen. El típico Ci Penso Io, los dioses les bendigan, raza de gran clase. Chófer y emprendedor magistral, Fabio me convenció de dos cosas: una, de que debía graduarme la vista inmediatamente, para que me hicieran unas gafas, ya que las otras las tenía en la maleta que no pretendía recuperar, tan harta estaba. Y dos, de que veinticuatro horas más tarde, una vez me hubiera calmado y después de hacer adquisiciones de ropa para la supervivencia en La Rinascente con mis nuevas gafas en la punta de la nariz (entrañable amistad entablada con el oculista y su señora, admiradores de Barcelona), nos personáramos ambos en Fiumicino, ahora por la puerta de atrás y, romanamente, viéramos cómo podíamos recuperar la maleta cuya denuncia por extravío nunca puse. Lo conseguimos. Era como si el escenario de pesadilla del día anterior se hubiera borrado mágicamente. Fiumicino funcionaba con ritmo óptimo.
Salí con la maleta y vi que había perdido al chofer, pero Fabio sólo había desaparecido para ejecutar no sé qué trampa con el parquímetro.
De todo esto, y de lo bella que está Roma, iba mi Perdonen cuando me llamaron del periódico para explicarme que habían recibido un mensaje muy raro de mi parte, en un idioma exótico, posiblemente asiático, y qué íbamos a hacer. Yo, pelos de punta y café en mano, prometí volver a escribirlo desde un ordenador más seguro. Pensando en ello estaba cuando escuché un alarido.
Era la señora de la limpieza del bar, que se había quedado encerrada en el lavabo e intentaba, por un ventanuco que da a la plaza del Teatro della Opera, llamar la atención de los transeúntes.
-Siempre igual, siempre igual -bufó la propietaria, en la caja-, en este café cuando no pasa una cosa, es otra. Maldita sea, nunca me dejan tranquila.
Media hora después, todos habíamos opinado sobre lo que debíamos hacer con la señora, que continuaba aullando desde su mazmorra. Sugerí que le pasaran un diario y un coñac y me largué, contenta de haber conseguido algo más para mi segunda versión del artículo.
Y romanamente feliz, por cierto.
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