Una nueva versión imperialista
Para desmitificar el tópico de la globalización, nada mejor que parafrasear el título de una comedia española: ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? Pues bien, de igual modo, ¿por qué llamar globalización a una de las más antiguas formas de dominación, como es el imperialismo que hoy ejerce a escala planetaria Estados Unidos? Y el juego de palabras viene a cuento porque, en efecto, como los machistas que hablan de amor en busca de sexo, también los estadounidenses enmascaran su avidez imperial bajo la coartada de la globalización, lo que les permite exportar por todo el planeta su modelo liberal de democracia de mercado. He aquí dos libros claramente antitéticos que, cada uno a su manera, coinciden ambos en intentar demostrarlo.
Coloso. Auge y decadencia del imperio americano.
Niall Ferguson.
Traducción de Magdalena Chocano Mena.
Debate. Barcelona, 2005.
503 páginas. 24 euros.
Tres olas de globalización. Historia de una conciencia global.
Robbie Robertson.
Traducción de Pablo Sánchez León.
Alianza Editorial. Madrid, 2005.
390 páginas. 25 euros.
Niall Ferguson es un historia
dor británico cuya capacidad de síntesis le ha permitido convertirse en una celebridad. Entre nosotros Taurus ya tradujo su Dinero y poder en el mundo moderno (2001). Pero cuando sólo dos años después, en coincidencia con la invasión angloamericana de Irak, patrocinada por el presidente norteamericano George W. Bush, apareció su libro dedicado al imperialismo victoriano (Empire: the rise and demise of the british world order, 2003), inmediatamente se planteó el paralelo con su directo descendiente actual, que es el imperialismo de los neocons estadounidenses. De ahí que se le encargase a Ferguson este reportaje donde pretende demostrar la virtual continuidad entre ambos imperialismos anglosajones, el victoriano del XIX y el estadounidense actual. Es verdad que se trata de un imperialismo inconfesable por vergonzante, dado el puritanismo de sus beatos promotores. Pero no por eso deja de ser menos imperial, en el sentido de pretender imponer por la fuerza de las armas unas instituciones presuntamente beneficiosas para dominados y dominadores. Es la célebre misión civilizatoria a la que se refirió Kipling bautizándola como la carga del hombre blanco, para justificar el victoriano mesianismo imperial.
Pues bien, ese mesianismo es el que anima a Washington cuando pretende imponer manu militari a los nuevos bárbaros (salvajes de Afganistán o Irak) las instituciones más favorables a Occidente: no el imperio de la ley (¡ojalá!) sino la libertad de mercado y la seudodemocracia electoral. Pero tan civilizatoria misión es aplaudida por Ferguson, quien lo único que reprocha a los estadounidenses es la tibia dedicación de su efímero imperialismo de usar y tirar, que les lleva a desertar de su compromiso imperial a las primeras de cambio.
Muy distinto es en cambio el
libro del australiano Robertson, un competente y riguroso historiador del desarrollo. Apelando a la sociobiología y a la geografía política, y bajo la inspiración de autores como Jared Diamond, Robert Wright y Brian Griffith, Robertson propone sustituir el clásico esquema evolutivo de las revoluciones tecnológicas, que supuestamente predestinaron a los europeos para salvar a la humanidad, por otro modelo muy distinto, que elevaría a la interrelación humana (interdependencia e interacción geográfica entre europeos y no europeos) al papel del sujeto protagonista de la historia. De ahí que (tras la primitiva globalización de grado cero debida a las migraciones, el comercio y las conquistas desde la hominización hasta 1500) proponga un esquema basado en tres olas de globalización efectiva: la colonial de mercantilismo monopolista (1500-1800), la industrial de imperialismo monopolista (entre 1800 y 1945) y la actual globalización monopolizada por los estadounidenses. Estas globalizaciones surgieron de la interacción asimétrica entre dominados coloniales y dominadores imperiales. Y todas fracasaron porque los excluyentes dominadores pretendieron monopolizar su poder negándose a redistribuirlo hacia los dominados. La moraleja es obvia: también la tercera globalización estadounidense fracasará, bloqueada por su imperialismo excluyente a menos que aprenda a incluir a los dominados internos (los inmigrantes) y externos (el Sur empobrecido), permitiendo que adquieran plenos poderes.
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