El desatino
Hace poco se cumplieron cien años del nacimiento de José Antonio Primo de Rivera. Afortunadamente pasó desapercibido. Él fue quien afirmó aquello de que España era una "unidad de destino en lo universal", alarde verbal vacío pero muy propio del estilo nacionalista. Educado en la resaca de los agravios militares tras el ridículo papelón que se hizo en el 98, vio a su padre dar un golpe de Estado alegando que España estaba amenazada con un fin "trágico y deshonroso". El año que viene se conmemorará el centenario de la primera aparición en la escena política del Partido Nacionalista Vasco, en cuyo manifiesto se suponía que la nación vasca estaba también amenazada por peligros sin cuento: la desaparición de la raza, la lengua y la tradición. Y tampoco faltará quien se acuerde dentro de poco de los correspondientes cien años de la publicación del libro de Prat de la Riva La nacionalitat catalana, que reivindica con fervor para Cataluña una personalidad política perdida y la recuperación del "sentimiento jurídico original". ¡Vaya un siglo que nos han dado entre todos!
Por supuesto, el más largo y el de peor calaña ha sido el nacionalismo español. Logra encaramarse violentamente al poder en una guerra civil muy cruenta e impone a todos los demás su ideario nacional excluyente con la bendición de una iglesia que se llama católica (es decir, universal) pero no duda en comportarse bélicamente como "nacional" (es decir, localista). Fue entonces cuando tomó cuerpo la primera formulación del desatino: la fabulación de una entidad moral colectiva de origen histórico que se presenta como la clave de nuestra identidad como personas y como titular de un derecho natural a la soberanía política. Eso es el nacionalismo, todo nacionalismo, sin excepción. Esa entidad era una idea de España confeccionada con retales de la historia, manipulaciones de la religión y adoctrinamiento social. Una invención, sí, pero una invención que obró durante décadas como principio de organización política y seña de identidad ciudadana. Quienes no se plegaban a ella no eran españoles, y si no eran españoles carecían de valor como personas. Podían ser ignorados y, en su caso, sacrificados en el altar de la gran entelequia nacional. Ya se sabe, la superioridad moral de la nación como entidad colectiva vacía de contenido nuestra peripecia moral individual y tiende a ignorar nuestros derechos. Se puede matar y se debe morir por ella. Por eso el nacionalismo suele ir acompañado de violencia y no es raro que acabe en una gran carnicería. Todo por la patria.
Haciendo un uso militar de esas convicciones, el régimen del general Franco aplastó toda diversidad cultural y violentó derechos individuales. Y sucedió lo previsible. Perseguida la lengua vernácula y estigmatizadas las provincias vascas, las antiguas jeremiadas de don Sabino Arana sobre la desaparición de su patria cobraron verosimilitud. Todo nacionalismo en estado de latencia fermenta cuando percibe una amenaza, real o supuesta. Con su tosca obcecación, el franquismo operó de condición suficiente para que se reactivaran emocionalmente los resortes del nacionalismo vasco. A finales de la dictadura, el sentimiento nacional contrario a España estaba en el País Vasco más extendido de lo que nunca lo había estado. Y a su lado surgió, naturalmente, la violencia, que ahora, además, podía presentarse con la aureola de movimiento de resistencia o liberación nacional. Es así como Franco mismo se erige estúpidamente en factor de revitalización del nacionalismo vasco y en fundador honorario de la organización terrorista ETA. La paranoia del separatismo acaba siempre por ser el gran factor separador.
En este enrarecido caldo de cultivo la Constitución española fue vista en Euskadi con desconfianza, como una forastera más. El oxígeno que la dictadura proporcionó a la vieja versión vasca del nacionalismo logró que la devolución constitucional de las libertades individuales y el Estado de Derecho fuera menospreciada con el argumento peregrino de que los derechos de su nación eran "anteriores" a la Constitución. En virtud de un ejercicio de prestidigitación política y jurídica, se aceptó el Estatuto de Guernica, no porque derivara de ella, sino porque era un paso más hacia el reconocimiento pleno de aquellos antiguos derechos. Incluso en un contexto de libertades y derechos, podemos sin embargo reconocer de nuevo todos los ingredientes del desatino: entidad moral histórica, identidad personal mediada por la nación, violencia, euskaldunización y derecho natural a gobernarse. Ante la estupefacción de muchos, el País Vasco se transformó así en una anomalía dentro de una politeya democrática muy abierta y profundamente orientada a la devolución de competencias y el reconocimiento de la pluralidad cultural e histórica. La anomalía provenía, naturalmente, del delirio nacionalista.
Y por si ello fuera poco hemos tenido que pasar una breve temporada con el Partido Popular en mayoría absoluta. En pocos años ha logrado lo que parecía imposible: encontrar en los entresijos de la Constitución los rasgos españolistas y dogmáticos que, esgrimidos con exageración y agresividad, han acabado por hacerla odiosa para muchos. Para lo que aquí interesa, el artículo 2 (nación, unidad, patria...) ha sido inflado hasta la hipertrofia. Y menos mal que no han ganado las elecciones, porque no hay que excluir que hubieran acabado por liarse a mandobles con el artículo 155 (cumplimiento autonómico forzoso de obligaciones constitucionales, ¡qué disparate!) . El aznarismo puede así ser descrito, por lo que a esto respecta, como la versión constitucional del desatino franquista. Los viejos efluvios de aquella Alianza Popular que mantuvo las esencias en la transición han acabado por predominar en el discurso público del partido de Aznar. Volvía el españolismo, la bandera más grande, el manoseo político de la religión y el cerrojazo autonómico. Y con ello, naturalmente, los demás actores de la trama nacionalista volvían a percibir la latente amenaza.
Quizás también por eso, y tras una larga trayectoria de tolerancia, cultura y libertad en Cataluña, aparece inopinadamente el proyecto de Estatut. Lo digo con dolor y cansancio: es la versión catalana del mismo desatino. De nuevo nos sale al paso un ser colectivo de origen histórico con un derecho natural a la soberanía. Una entidad tan sustancial y viviente como para poder predicar de ella acciones humanas: 'afirma' cosas, 'considera' situaciones, 'expresa su voluntad de ser' y 'convive fraternalmente' con otros. Es de nuevo un ente nacional que puede saltar sobre el ordenamiento jurídico vigente para ir a buscar en los llamados derechos históricos su derecho na-tural a gobernarse. Otra vez la sustanciación de lo colectivo, otra vez los manejos de la historia, otra vez la imposición de la lengua. Y por lo que a su elaboración respecta, una redacción normativa prolija, con humos de documento constitucional, a veces disparatada, con esa minuciosidad obsesiva de quien siente una amenaza incierta y quiere asegurarlo todo, pensada más para decir a los demás lo que no pueden hacer que para decirse a sí misma lo que pretende, imposible muchas veces de aplicar por su detallismo, llena de redundancias, y tantas otras cosas. Lo de menos es que choque literalmente con algunos preceptos constitucionales. Eso se puede arreglar. Lo más preocupante es que violenta la lógica interna de la Constitución y segrega jugo identitario por todos sus poros. Si llega a estar en vigor algún día hará sufrir a muchos, catalanes y no catalanes. De momento ha provocado ya el toque de rebato del aznarismo, la apelación a las vísceras de la españolidad y la indecencia moral en los medios de comunicación del Episcopado.
El día mismo del desastre del 98 estaba don Miguel de Unamuno medio aislado en una dehesa del campo charro. Sorprendido porque los campesinos "trillaban en paz su centeno, ignorantes de cuanto a la guerra se refiere", escribía a Ganivet: "Estoy seguro de que eran en toda España muchísimos más los que trabajaban en silencio, preocupados tan sólo con el pan de cada día, que los inquietos por los públicos sucesos". Me parece que ahora pasa igual. Somos muchos más los que trabajamos cotidianamente sin la mente obsesionada por ninguna bandera, ningún estatuto ni ningún ente histórico de razón, sin intención de castellanizar, euskaldunizar o catalanizar a nadie, sin untar la política de religión ni la religión de política, respetando tranquilamente las costumbres, la cultura y las lenguas de los demás, relacionándonos con ellos con fluidez en la amistad, la familia, la ciencia, la fiesta y la actividad económica, reconociéndonos en nuestros derechos y reconociendo los suyos. Sin discriminar ni ser discriminados. Muchos más. Y, sin embargo, aquí estamos hoy entrampados entre un partido españolista, montaraz y beato, y la última edición del desatino. ¿Sería mucho pedir a todos esos monomaníacos de las patrias que nos dejaran trillar en paz?
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.
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