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La 'madrasa' de Cenicienta

Vicente Molina Foix

Contado por los hermanos Grimm, Cenicienta es un cuento cruel, menos infantil y hogareño de lo que ellos mismos pretendían al titular así, Cuentos de la infancia y el hogar, su famosa recopilación aparecida por vez primera en 1812. La comparación con el precedente clásico más conocido, las Historias del tiempo pasado, de Charles Perrault, es reveladora. El desprecio de la madrastra resentida; las cenizas y el polvo que afean a la gentil muchacha, huérfana de madre y convertida en criada de la casa; los celos y la perfidia de las dos hermanastras; el príncipe prendado de la hermosa desconocida aparecida por sorpresa en el baile de gala; el escape precipitado antes de medianoche para no romper la promesa mágica; la zapatilla perdida en la huida; la inútil prueba del calzado a princesas, duquesas y mujeres de la corte, incluidas las hermanastras; el pie de Cenicienta entrando suavemente en la pantufla; el reconocimiento y la boda regia. Todas esas figuras y episodios se encuentran en Perrault, en el Pentamerón y en las numerosas variantes populares del relato, pero los hermanos Grimm añaden unos rasgos truculentos y hasta perversos. En su Cenicienta, las hermanastras, aconsejadas por su propia madre, no dudan en cortarse una el dedo gordo y otra un trozo de talón para que el pie les entre en el escarpín de oro, y sólo cuando el príncipe, advertido por las palomas aliadas de Cenicienta, ve cómo sangran las dos hermanas, manchando de rojo los zapatos y las medias blancas, decide proseguir su busca hasta encontrar a la tiznada pero hermosa poseedora del pie justo.

Aun en el párrafo final, que describe la comitiva nupcial de la pareja feliz camino de la iglesia, los dos cuentistas alemanes introducen un nuevo elemento terriblemente gore: las palomas, menos clementes que Cenicienta, clavan sus picos en los ojos de las hermanastras, quienes, para congraciarse y aspirar al reparto de las riquezas, habían falsamente manifestado su alegría ante el desenlace. A la ida pierde cada una un ojo de ese modo, y el otro al regreso del casamiento, con lo que, terminan los Grimm, "para el resto de sus vidas quedaron ciegas y muy bien castigadas por su traición y su maldad".

La malevolencia y el resentimiento forman también parte, junto a motivos de estrategia política y marginación social, del terrorismo religioso. La victoria final de la guerra santa, según la predican los clérigos más fanáticos del wahabismo islámico, pasa por la mutilación y el ajusticiamiento no sólo de los fieles que eluden los preceptos sagrados del Corán, sino también de nosotros, es decir, de aquellos infieles (cristianos practicantes o ateos) que pretenden comportarse en tierra musulmana de acuerdo a sus propios e inocuos hábitos cotidianos. Recuérdense los casos aún recientes en un país como Marruecos, que afortunadamente no se significa por su extremismo: la extranjera herida de muerte en el cámping de Agadir por un iluminado que quería castigar la supuesta conducta licenciosa de la mujer, o las dos hermanas adolescentes detenidas en Casablanca cuando iban a inmolarse haciendo explotar un supermercado que expendía bebidas alcohólicas, un producto que no pocos habitantes nativos consumen más o menos veladamente y cuya venta está extendida en las grandes ciudades y tolerada en las pequeñas, siendo además Marruecos, Túnez y Argelia, entre otros, países productores de vinos y aguardientes.

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Es lógico, por tanto, que, en el debate sobre las respuestas y medidas idóneas para defenderse de ese dogmático espíritu vindicativo que está detrás de los atentados criminales de Nueva York, Madrid o Londres, se hable (si uno no es Aznar, claro, que sólo cree en la eliminación física del enemigo a manos del Séptimo de Caballería) de la necesidad de atajar el mal en la educación. Dentro de esta ardua y necesaria tarea, se han tomado unas primeras y controvertidas iniciativas en Pakistán, donde el Gobierno del general Musharraf trata de imponer un nuevo modelo de enseñanza en las escuelas coránicas o madrasas. En un país donde aún hoy los aspirantes a una plaza de profesor de educación física han de recitar ciertos versículos del Corán como parte de las pruebas de acceso, el Gobierno se enfrenta a la poderosa ITDM o Frente Unido de Instituciones Religiosas, que reagrupa a las distintas federaciones de escuelas coránicas, en su voluntad de que, sin variar los fundamentos de la educación religiosa, la ITDM se comprometa a "no enseñar el odio" a sus alumnos. En Pakistán, este alumnado de las madrasas procede de las clases más desfavorecidas, mientras que la élite de los militares, los funcionarios y los oligarcas envía a sus hijos a escuelas privadas donde el idioma predominante es el inglés. En la mayoría de las madrasas se utilizan libros de texto importados de Arabia Saudí e inspirados por el wahabismo radical, de modo que, según las palabras del escritor pakistaní Khadim Hussain, "en los métodos pedagógicos de las madrasas, el pensamiento crítico, el análisis y las facultades creativas quedan suprimidas en favor de un criterio unidimensional impuesto a los estudiantes" (Le Monde, 10-9-2005).

Esa misma inspección de la pedagogía religiosa se quiere instaurar en el Reino Unido, y tendrá también que organizarla muy en serio el resto de países europeos con gran presencia de ciudadanos musulmanes (entre los que ya está, claro, España). Ahora bien, ¿es sólo en las madrasas donde se enseña a los niños a odiar al otro? Creo que no sería ocioso, sin salir del territorio de nuestro Estado, examinar escrupulosamente los libros de texto y los programas educativos vigentes tanto en la escuela pública de ciertas comunidades autónomas como en algunos centros privados. Hace no mucho tiempo, por ejemplo, salió a la luz, y yo mismo escribí algo en este periódico (con réplica y contrarréplica posteriores), el caso de un espacio infantil ofrecido por el primer canal de la televisión pública vasca, Euskal Telebista; se trataba de un concurso de rap para escolares en el que una de las canciones presentadas llevaba como estribillo: "¡Cóctel molotov, cóctel molotov!", mientras que otra expresaba la incomodidad de tener que vivir entre españoles. ¿Qué rostro dan en las ikastolas, al margen de la natural enseñanza del euskera, del conciudadano distinto en apellido, sangre, lengua, ideología? ¿Siguen algunas inculcando que todo español esconde en su alma un españolista desaprensivo e imperial?

Otro miedo no muy distinto es el que a mí me producen las madrasas católicas concertadas y muy bien sostenidas económicamente por municipios y gobiernos regionales regidos por el PP. Leo en el número del 3 de octubre de la revista Tiempo un documentado dossier sobre la trastienda de esa, ahora lo acabamos de descubrir, adalid progresista que es Esperanza Aguirre. Entre otras graves irregularidades sospechadas, se insiste en dicho reportaje en la prioridad que Aguirre se ha marcado para desarrollar el negocio de los centros privados concertados "con la estrategia de ceder suelo público a empresas privadas". La presidenta de la Comunidad de Madrid responde a tales denuncias de IU y la UGT diciendo que su Gobierno apuesta por "políticas liberadoras". El mismo día leo otra noticia: la Consejería de Educación del Gobierno de Aguirre financia organizaciones dedicadas, dicen ellas, a la defensa de la vida y la defensa de las madres y que en sus páginas web proclaman cosas tan liberadoras para la mujer como que "la anticoncepción es contraria a la ley natural" y el aborto es "un asesinato", llegando a sostener que ni siquiera en caso de peligro de muerte de la madre es legítimo abortar.

¿Qué se dice en los colegios y los centros universitarios católicos de los pecadores y los infieles? ¿Se enseña el respeto a gays y lesbianas, a las mujeres que toman la decisión de abortar, a los divorciados y los ateos, o sólo, según doctrina de la santa madre iglesia, es posible esperar la compasión? Tanto pavor como la prédica de los imanes más exaltados nos ha de dar el imaginar que, en esas aulas, los niños y los jóvenes estudiantes puedan recibir machaconamente el mismo mensaje de los voceros a sueldo de la Conferencia Episcopal que en sus programas de radio y columnas periodísticas mutilan a diario, sangrantemente, la verdad para que les entre en la estrecha horma de su resentimiento.

Vicente Molina Foix es escritor.

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