Sobre los gafes y la mala suerte
Una de las supersticiones más extendidas en nuestro país, aunque poca gente hable de ello de manera abierta, es la creencia en los gafes, es decir, en aquellos individuos que, supuestamente, funcionan a modo de pararrayos negativo, atrayendo todo tipo de desgracias sobre las personas que les rodean, sin que ellos sufran por lo general el menor daño. Los gafes muy notorios, en fin, pueden dañar incluso en la distancia, con la mera pronunciación de su nombre o la visión de una foto suya. El miedo al gafe suele abundar en los medios artísticos, en el teatro, el cine; en las actividades en las que uno arriesga mucho en un breve instante, como en el mundo taurino o el deportivo, y yo diría que, en general, se da más en Andalucía que en el Norte de España. Pero hay crédulos en casi todas partes.
"Hijos como somos del azar, no podemos controlar "
Asombra comprobar cuánta gente culta, inteligente, preparada y eminentemente racional cede a la tentación del miedo al gafe. Cuando surge la conversación (y surge poco, tal vez por vergüenza al propio desatino y seguramente por precaución, porque mencionar al gafe atrae maleficios), todos suelen disculparse: "No, yo no es que crea, pero es que Fulanito de Tal es tremendo, no sabes las cosas que pasan en cuanto que aparece Y, por si acaso ". Recuerdo que, en mi juventud, había un productor de cine, un hombre encantador, al que todo el mundo huía con ahínco. Le llamaban el Innombrable y en el mundillo artístico se le tenía verdadero terror. Yo le conocí porque compró, junto con otra empresa, los derechos de mi primera novela para hacer una película. Película que nunca se hizo porque poco antes de comenzar el rodaje pasó, ya no recuerdo bien, no se qué catástrofe financiera: la quiebra de la productora o algo así. Suena ominoso, pero creo que en realidad fue una buena cosa para mí que no se hiciera el film: mi primera novela era bastante mala.
Es muy fácil arrojarle a alguien encima el estigma de gafe. Basta con resaltar unas cuantas coincidencias personales con la mala suerte y echar la bola a rodar. Zapatero, ya se sabe, ha sido dictaminado como gran gafe por parte de la oposición, porque apoyó a Kerry y éste perdió frente Bush, a Schröder y el alemán cayó en picado electoralmente, a Chirac cuando el catastrófico referéndum francés, a la fallida candidatura de Madrid 2012 y no sé cuántas otras calamidades más que le van añadiendo. Siendo presidente del Gobierno como es, Zapatero tiene espaldas suficientes para soportar el sambenito (son como tentempiés, estos políticos), pero lo cierto es que el tachar a alguien de gafe puede ser un acto de una crueldad social indescriptible. Sin comerlo y sin beberlo, sin tener ni idea de porqué, sin poder hacer nada para cambiar su sino incluso si llega a saber lo que le pasa, una persona puede ser demonizada y marginada. Puede convertirse en un apestado y vivir preso dentro de una campana de rechazo y silencio. En tiempos más irracionales aún que los actuales, y en pueblos pequeños, hubo algún supuesto gafe que se acabó suicidando.
Yo, ya digo, no creo en los gafes, de la misma manera en que no creo en la buena suerte. Pienso que vamos construyendo nuestros destinos día a día, con mil pequeñas decisiones. Hijos como somos del azar, no podemos controlar lo que nos sucede en la existencia, pero sí podemos escoger la manera en que respondemos a lo que nos sucede. A veces, el abanico de posibilidades de respuesta es muy pequeño, pero siempre hay una elección, aunque sea ínfima. Y en esa elección nos ganamos la vida, nos construimos o destruimos como personas. Tomemos, por ejemplo, la actitud que uno puede asumir frente al propio dolor. Hay gente que ha sufrido mucho y que ha escogido enquistarse en el daño y creer que por eso todo le está permitido, que el universo entero le está en deuda. Estos individuos sí que existen y son mucho más nefastos y dañinos que los gafes.
Ahora bien, debo confesar que sí creo en la existencia de la mala suerte. Me explico: he visto demasiadas veces vidas bien vividas, personas estupendas y esforzadas que han hecho lo indecible por salir adelante. Y, de golpe, cuando van a cosechar el fruto de su esfuerzo, les atropella un camión, o sus hijos se matan en un accidente, o enferman de un cáncer fulminante. O son tachados tontamente de gafes. ¿Cómo denominar a esos golpes ciegos y crueles de la vida? Yo los llamo mala suerte. Pues eso: ojalá la mala suerte no nos mire, que la buena ya nos la buscamos nosotros solos.
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