Los que trabajan para Valentina
Valentina se sube la cremallera, coge las llaves del coche, respira hondo. Son las ocho y cuarto de la mañana. Antes salía de casa veinticinco minutos después, dormía un cuarto de hora más, desayunaba con zumo de naranja e iba andando a trabajar. Ahora no. Por eso respira hondo después del café bebido, por eso y porque con los niños, con los suyos por lo menos, sólo funciona la propulsión a gritos.
Pepe, el marido de Valentina, baja por las escaleras de un humor semejante. Antes, él salía de casa treinta minutos después, dormía el mismo cuarto de hora de más que su mujer echa tanto de menos, se duchaba con tiempo, oyendo la radio, e iba en metro a trabajar. Tres paradas, ningún transbordo, entre siete y doce minutos. Lo que se dice un tipo con suerte.
"Era mejor cuando no trabajaban para nosotros"
Laura, su hija mayor, estudia segundo de Biológicas en la Complutense. Antes salía de casa cuando le venía bien, y no dependía de nadie porque cogía un autobús tres calles más abajo. Ahora, los días que tiene clase a las ocho y media se levanta de noche y anda un buen rato para coger el metro, dos estaciones, transbordo, otra estación, y luego un autobús que la deja aceptablemente lejos de su facultad. Cuando entra más tarde, como hoy, le compensa aprovechar la guagua de Valentina, aunque llegue a su destino hasta una hora y media antes de lo que debería.
Vicente, la envidia de su familia, va al instituto dando un paseo que no llega a diez minutos. Es el único que no ha cambiado de vida, aunque Pepe hijo, el pequeño, piensa que es todo muy injusto, porque él, que va al mismo colegio donde trabaja su madre, dormiría media hora más y tardaría todavía menos si pudiera ir de su mano a través del parque, como antes. Antes de que empezaran las obras de la línea de metro que cogía su padre -estamos trabajando para usted-, antes de que levantaran de cabo a rabo la calle donde estaba la parada del autobús que cogía su hermana -estamos trabajando para usted-, antes de que el coche de Valentina se convirtiera en algo parecido a un microbús escolar que todas las mañanas los va soltando donde puede, expresión que designa, más o menos, el punto transitable más cercano del que les convendría de verdad.
Pero en la paz como en la paz, y en la guerra como en la guerra. Valentina sale del garaje, coge la segunda bocacalle a la izquierda y se tropieza de frente con una valla amarilla, Ayuntamiento de Madrid, estamos trabajando para usted.
-¡Oiga, agente! -la esforzada conductora asoma la cabeza por la ventanilla y piensa que sería mejor sonreír, pero no le da la gana-. ¿Por qué está cortado esto?
-Obras, señora -imbécil, piensa ella, con la misma solvencia categorizadora, pero se calla, aunque sólo sea para que Pepe no se caliente-. Tiene que volver a girar a la izquierda y luego doblar a la derecha.
-Ya, pero no se puede. Porque da la casualidad de que la calle que usted dice está cortada también, desde antes del verano.
-¿Está usted segura?
-Mire, le voy a decir yo si -su marido, al que el municipal le acaba de tocar la fibra sensible de aquella línea de metro, tres paradas, ningún transbordo, lo que se dice un tipo con suerte, se dispone a contestar por su mujer cuando ella le tapa la boca con la mano.
-Calla, Pepe, déjame a mí, por favor -y sólo cuando logra apaciguarlo, Valentina recupera a su interlocutor-. Estoy segurísima. Esa calle está cortada por las obras de la línea 3.
-¡Ah, claro! -el agente ha caído-. Bueno, pues le voy a recomendar otro itinerario
-Ya, pero por ahí tampoco -entonces es Laura la que le interrumpe-. Porque la tercera a la izquierda a partir de la rotonda está cortada también. Lo sé de sobra, porque antes de que empezaran las obras del aparcamiento yo cogía allí el autobús.
-Pues el caso -el agente se rasca la cabeza, piensa, parece que le cuesta-. Un momento, que voy a consultarlo.
-¡Y yo voy a llegar tarde a trabajar! -gritan Pepe y Valentina casi al unísono, como la pareja bien avenida que forman desde hace más de dos décadas.
El representante de la fuerza pública se acerca a su coche, se sienta con mucha parsimonia, consulta el navegador, pregunta algo a la central por radio y vuelve con la cara colorada. De vergüenza.
-Mire, de momento me va a retroceder usted, así, tal y como está, sin darme la vuelta
-¿Yo? -Valentina, la mano en el pecho, le mira primero con los ojos desorbitados y luego se echa a reír-. ¿Dos kilómetros? Pues como no coja el coche usted
-No, no, es sólo hasta la primera bocacalle. Pero a la derecha.
-Ya, pero es que yo voy a la izquierda.
-¿Y qué quiere, señora? No hay otro remedio
-¡Meter en la cárcel a los constructores! -Pepe empieza a gritar antes de que a Valentina le entre la marcha atrás-. ¡Y a los comisionistas! -insiste-. ¡Y a los dueños de las tuneladoras! ¡Nacionalizar la banca! ¡Y dejar las pirámides de Egipto en su sitio, que aquí no hay desierto, co !
-¡Pepe! -su mujer grita ya tanto como él-, por favor te lo pido, Pepe, cállate ya
Y cuando ha conseguido reinstaurar, si no la armonía, sí al menos cierta estabilidad en la desesperación de su familia, donde menos se lo esperan, al doblar una esquina, se tropiezan de nuevo con una valla amarilla con un letrero que les asegura que el Ayuntamiento de Madrid está trabajando para ellos.
-La verdad -Pepito es entonces el único con ánimo para comentarlo- es que vivíamos mucho mejor antes, cuando nadie trabajaba para nosotros, ¿verdad?
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