El reparto del poder
LA NACIÓN CATALANA fue protagonista de la fiesta nacional española. Puede que este enunciado provoque algún rechazo en los estómagos sensibles en materia nacional. Pero es una metáfora de la situación. Cataluña está metida en el centro de la política española. El Día de la Hispanidad es poco más que un desfile, en un país sensiblemente antimilitarista. La imposibilidad de encontrar una conmemoración ampliamente compartida es indicativa de la heterogeneidad de la nación.
¿Por qué tanto protagonismo del Estatuto catalán? Porque afecta a algo sustancial, que toca directamente a los dirigentes políticos: el reparto del poder. Los problemas de la sociedad global llaman a la puerta. La presión de los movimientos migratorios está colocando a la frontera sur de Europa en situación extremadamente delicada. Y es España quien la guarda. Sin embargo, en la fiesta de palacio el tema de conversación no venía del sur, sino del este peninsular. El mundo se globaliza, pero la política sigue siendo fundamentalmente local y nacional. Quizá por esta razón cada día llega más tarde a los problemas de verdad. Entre un problema o una cuestión de distribución del poder, los políticos son más sensibles a lo segundo, aunque la ciudadanía, en teoría por lo menos, les espera para resolver lo primero. La coartada es conocida: sólo con más poder seremos capaces de afrontar las necesidades de la mayoría.
El Estatuto catalán lo tiene todo para dar vida a la querella política: afecta al poder y a las pasiones. El pecado original de la proposición de ley que el Parlamento catalán ha elevado a las Cortes es que deja que las pasiones comunitaristas anden sueltas en el texto y se dirige a España con la antipática pretensión de que el conjunto del Estado se reorganice en función del Estatuto catalán. El pecado original de las ruidosas respuestas que ha recibido es coger el guante de la sentimentalidad y colocar la pelea en el terreno de las paranoias y las desconfianzas. Cuando la sentimentalidad impregna la acción política, difícilmente se puede esperar que triunfe lo racional. De momento, tocan a corneta en los dos bandos: no criticar el Estatuto catalán es un delito contra la patria en España; criticar el Estatuto catalán es un delito contra la patria en Cataluña.Se dice que la democracia es reflexión y que las instituciones democráticas son el espacio adecuado para afrontar los conflictos con la responsabilidad necesaria para que los fuegos no se propaguen. De momento, impera el ruido. Por razones coyunturales: el PP ha encontrado por fin el filón soñado, el territorio en el que demostrar que su política de acoso y derribo al Gobierno, hasta ahora estéril, podía ser efectiva. Y, en política, la posibilidad de dañar al adversario deja casi siempre en segundo plano los daños colaterales que se puedan crear al conjunto. A esa figura se le llama irresponsabilidad. Pero también por razones estructurales: estamos ante un problema de encaje entre dos naciones, una inscrita en la otra. Algo hemos avanzado: por cuestiones como ésta se llegó a una guerra; ahora, se discute. Pero se necesitaría mucha cultura de laicidad en materia nacional, que no abunda en ninguna de las partes, para que se pudiera encontrar un silencio sin riesgos ni agravios.
El presidente Zapatero sigue impávido. Lo que provoca la irritación de los más creyentes. Es bueno que los presidentes tengan ambición y se la jueguen en apuestas inicialmente difíciles de ser aceptadas por todos. José María Aznar quiso cambiar el rol de España en el mundo, al precio de meterse en una guerra contra la opinión de la mayoría. Le salió mal. Ahora Zapatero lo ha apostado todo a la reforma del reparto del poder en España. Si Zapatero consigue encontrar una línea de acuerdo con los cuatro partidos del Estatuto catalán que permita conseguir un Estatuto aceptable, habrá ganado su apuesta. Y el acoso de las encuestas se deshinchará con la misma velocidad con que subió. Pero si el delgado hilo del acuerdo se rompe y todo queda en el eterno dislate de los agravios y los rencores, el PP habrá encontrado una autopista por la que meterse. La idea de la España plural, a juzgar por el ruido provocado, no era tan vacía como algunos pretendían. Por lo menos, a juzgar por sus efectos potenciales: o le sale bien o se va a la calle. Aunque todo esto será literatura si en el sur las cosas se complican. A menudo, las grandes trampas aparecen donde los gobernantes menos las esperan.LA
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