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Columna
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De la otra generación del 50

Manuel Rico

En la nómina de poetas poco conocidos, que han desarrollado, en un silencio mediático no siempre explicable, una obra intensa, se encuentra José Corredor-Matheos. Coetáneo de la mayoría de los poetas de la generación del 50 no sólo por edad (nació en 1929), sino por la fecha de publicación de su primera obra, Ocasiones para amarte, de 1953, su obra ha evolucionado fuera de las corrientes dominantes a lo largo del más de medio siglo transcurrido hasta hoy. Al margen de la poesía de la experiencia, o de la lírica más social de la década de los sesenta, o de los culturalismos novísimos de los setenta, su escritura ha ido configurando un universo absolutamente personal, más emparentado con la lírica oriental (con clara influencia del trascendentalismo budista), con la contención y la desnudez de la poesía pura -no en vano uno de sus libros más emblemáticos fue Carta a Li Po, de 1975- que con las poéticas afianzadas en la realidad y en lo narrativo que han dominado en las dos últimas décadas del pasado siglo. Los antecedentes en la poesía española hay que buscarlos en el Juan Ramón más desnudo, en el 27 más depurado -el primer Jorge Guillén- o, más allá de nuestras fronteras, en el purismo de Paul Valéry. Eso sí, todo ello tamizado por una visión del poema como acta notarial de lo fugitivo, como destello de meditación, como acercamiento al hueso del lenguaje para entender el hueso de la vida y de la muerte.

Hay en la poesía de Corredor-Matheos significativos parentescos con las artes plásticas, de manera especial con la pintura no figurativa o con la ideografía oriental. Su labor como crítico de arte y su dilatado trabajo de análisis e indagación en la obra de pintores como Miró, Guinovart, Álvaro Delgado o Tàpies, entre otros muchos, ha dejado un sello personal en su escritura poética: una plasticidad objetual, como si pretendiera, con ellos, otorgarles un sentido fuera del tiempo y más allá del lenguaje.

Traductor de Joan Brossa y de Carles Riba, antólogo, nada menos que en 1974, de Miquel Marti i Pol, su condición de poeta lateral no ha impedido que su obra haya sido recopilada en dos ocasiones. La primera, en la mítica colección Selecciones de Plaza Janés, en 1981, bajo el título Poesía 1951 -1975, y la segunda, hace apenas un lustro y prologada por José María Balcells -Poesía 1970-1994-. Es en esta última recopilación en la que se excluyen los poemas escritos a lo largo de los años cincuenta y sesenta, en parte herederos de otras tradiciones, donde se muestra la obra más madura de Corredor-Matheos y la que sirve, en cierto modo, de anticipo de El don de la ignorancia, el libro con el que ha obtenido el Premio Nacional y en el que ahonda en las claves apuntadas en el poemario anterior, Jardín de arena (1994).

Su poesía, por tanto, es ante todo deudora del lenguaje más que de la realidad. Contemplativa, fascinada por la construcción de un presente continuo, de un espacio sin memoria, sin tiempo ("Me da el sol en los ojos. / Nada pienso. / Se ha borrado, de pronto, / la memoria"), es un anacronismo en una época llena de turbulencias en la que la memoria del mundo, de la vida, se nos aparece como una demanda cotidiana. Sin embargo, en un panorama poético plural es saludable que de vez en cuando asome a la nómina de los premios más prestigiosos la voz extraña, la voz que no se parece a ninguna y que tantea caminos poco explorados. Hace dos años ocurrió con Julia Uceda, merecidamente recuperada. Hoy ocurre con un poeta, como Uceda, de la otra generación del cincuenta: la de los poco conocidos, la de los ausentes de las antologías canonizadas.

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