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Reportaje:

El 'blues'del Misisipi

Estas páginas son un homenaje a un lugar del mundo que vive su peor momento. Una mirada nostálgica sobre todo lo que representa. Una muestra de cómo era el Misisipi y sus vecinos antes de la tragedia. La tierra de Faulkner y de Louis Armstrong, que hoy entona su 'blues' más triste.

Sin este viejo padre de los ríos no se entienden los Estados Unidos. No se podría escribir la historia del país más poderoso del planeta. Sin este río no se podría explicar la Guerra de Secesión, su guerra civil. Sin este río tampoco existiría el blues. Ni el jazz. Sin el Misisipi, tampoco hubiéramos querido ser Tom Sawyer, ni Huckleberry Finn. Sin este río, hubieran sido diferentes nuestras ropas, nuestros mitos del cine, las historias de Faulkner, las palomitas de maíz, el rock and roll y los barcos de vapor. Sin este río serían diferentes las fronteras de EE UU. Diferentes serían ellos, y diferentes nosotros. Sin el río Misisipi no hubiera existido una ciudad que creció entre músicas y lágrimas, entre la tormenta y la resaca, entre el ruido y la furia. Sin este viejo río nunca hubiera existido Nueva Orleans. Sin el río tampoco hubiera existido un huracán llamado Katrina.

Muchas formas de vida del tiempo de Mark Twain han desaparecido de las orillas del río
Al músico Fats Domino lo encontraron, derrotado, junto al río que le vio crecer y triunfar

El río es un mito. Una metáfora. Una frontera. El viejo río es un gran padre. Un padre severo, autoritario, arbitrario y fascinante. Nunca parece suave, cariñoso, comprensivo y amparador como una madre. Es poderoso. Algunas veces, protector. Otras nos sobrecoge. El más importante río de América del Norte nace en las cercanías de Canadá, en Minnesota. Durante más de 3.700 kilómetros, baja caprichosamente, curvándose, separando Estados, dibujando ondulaciones, erosionando la tierra, construyendo meandros, creando pantanosos deltas, viendo crecer ciudades y morir pequeños pueblos en sus orillas. Allí donde crecen el maíz, el algodón y el tabaco. En sus aguas hay mucha vida y mucha muerte. Baja desde el corazón nórdico, recorre sus grandes llanuras, cruza el país de norte a sur y baja hasta su delta criollo.

DEL MITO AL LODO. En la mitad de su transcurrir, separando Kentucky y Misuri, después de haber crecido en Saint Louis, se tropieza con su gran hermano, el Ohio. En aquella confluencia lo encontraron dos viajeros bien diferentes del siglo XIX, Chateaubriand y Dikens. Distintas formas de ver el mundo, distintos países, distintas formas de contarnos sus vidas, otras vidas. Los dos atraídos por aquella civilización que estaba naciendo. Por aquella parte del mundo en que una nueva historia se estaba forjando. Para el francés, aquellos dos ríos, antes de encontrarse, aminoran sus dos fuerzas, se adormecen el uno al otro, se miran sin fundirse, "sin confundirse durante algunas millas en el mismo cauce, como dos grandes pueblos divididos en su origen, pero luego unidos para no formar más que una sola raza; como dos ilustres rivales, compartiendo el mismo lecho después de una batalla". Se admira Chateaubriand de las posibilidades de aquellos enormes ríos navegables. De los puertos y barcos que existen en sus riberas, de los diversos tipos de navegación y de aquellos barcos de vapor que serían parte de la historia del gran río.

También en aquellos barcos navegó Dikens. No le gustó casi nada de lo que encontró. Ni por el Kentucky ni por el Ohio. Y menos cuando llega al mítico Misisipi, "el odioso Misisipi… un monstruo limoso al que resulta horrible contemplar; un hervidero de enfermedades, un antiestético sepulcro, una tumba a la que no llega ni un rayo de esperanza… Una enorme acequia, a veces de tres o cuatro kilómetros de ancho, que arrastra barro líquido a casi seis nudos… Las riberas son bajas; los árboles, enanos; los pantanos, un hervidero de ranas; las miserables cabañas, pocas y dispersas, y sus habitantes, pálidos y demacrados…". Donde unos encuentran vida, luz, Dikens, en su subida por el río, sólo ve sordidez y espesura. Reconoce que son hermosos los relámpagos nocturnos o las puestas de sol de intensos y dorados colores rojizos. Pero la hermosura no le hace olvidar lo peor de todo, tener que beber de sus aguas enlodadas. Las mismas que los indios encontraban saludables. Para el inglés eran unas espesas y abominables gachas. "No he visto agua como ésta en ningún otro lugar más que en las tiendas de filtros".

OTRAS VOCES OTROS ÁMBITOS. El río que nos lleva a Nueva Orleans, el que nos acerca al delta, el que nos separa de las grandes llanuras, es el río de nuestros particulares mitos. El río de la guerra, y de una cierta paz. El río de la infancia de Samuel Clemens. El niño que creció al lado del río. El que pescó, se bañó y se fugó en los calores de las noches de verano. El que soñó con ser proscrito y se convirtió en el escritor más universal de ese río que nunca le abandonó, que le hizo rico y famoso. El río de la infancia y adolescencia de Mark Twain. Al río le debe casi todo, hasta el nombre que le hizo universal, mark twain! (¡dos brazas!), que era el grito que daban los marinos para anunciar que los barcos fluviales podían seguir navegando, que la profundidad era la adecuada.

El río de Tom Sawyer, el lugar para escapar del mundo de los mayores, el espacio para soñarse libres y rebeldes. O, aún diría más, el río de Huckleberry Finn. El gran fugitivo, el adolescente que no quiere civilizarse. Quiere fumar su pipa de maíz, no ir a la escuela, no ir a misa, no comer a sus horas, no llevar zapatos, y ser libre, nunca aburrido como los mayores, en compañía de su amigo y cómplice, el negro Jim. Eran tiempos esclavistas, Huck y su compañero de aventuras, el negro Jim -todavía no se decía el afroamericano-, surcarían el río, se escaparían al norte, hacia la libertad, hacia los lugares sin esclavos. Se confunden. La noche, la niebla y el río les confunden, bajan al sur, vuelven por el camino que querían dejar atrás. No importa, lo volverán a intentar, se irán río arriba, se escaparán, buscarán el oeste, cruzarán el Misisipi.

Como lo cruzó el propio Mark Twain. Se alejó del río, se fue al oeste, se fue al norte, se alejó del río. Del mismo que le vio crecer, el que le hizo escritor, por el que navegó tantas veces, en el que trabajó de piloto de barcos fluviales, por el que llegó a Nueva Orleans. El río que dejó cuando llegó la guerra civil, cuando los americanos del norte llenaron aquellas orillas de sangre y muerte, de ruido y furia. Dos mundos enfrentados, dos maneras de entender cómo había que construir aquella nación sin esclavos, más grande, más libre, más fuerte. Mark Twain, después de una temporada con los confederados, con aquellos que, como la propia madre del escritor, no pensaban que la esclavitud fuera una aberración, cambió de bando. Cambió Twain, porque cambió el país, porque el Sur, su Sur, perdió la guerra. El Estado se construiría desde la Unión, desde el modelo del Norte. El posibilista, el negociador y gran estratega, el general Grant, modelo de los vencedores, representaba la llegada del Oeste, los grandes negocios, el expansionismo, el maquinismo, un mundo nuevo. Otro mundo muy diferente se vivía en esos márgenes del río. Un mundo tradicional, esclavista, rural, que tenía sus plantaciones, sus grandes mansiones en ese río que se hacía sur, profundo sur, hasta llegar al delta. El río se tiñó de sangre. La vida siguió su curso. Asistió, impasible, lento y poderoso, al mundo que cambiaba a su alrededor, a la derrota del general Lee, a ver de cerca todo lo que el viento se llevó. El Misisipi fue testigo de las grandes batallas. De la pelea por su dominio, de la lucha por su navegación, nació un mundo nuevo, un país que se convirtió en la tierra prometida para oleadas que llegaban del viejo mundo. Las cosas cambiaban, los estados del Sur, el profundo y viejo Sur, deberían cambiar. El río seguía su propio y caprichoso curso. Allí, en aquellas orillas, los cambios transcurren lentamente. Tan lentamente que incluso ahora, bajando por ese río, todavía reconocemos el mundo tal y como lo conocieron los contemporáneos de Mark Twain.

Muchas cosas permanecen inamovibles al lado del Misisipi. Ciertamente hay variaciones en lo superficial del paisaje, hay otros paisanajes, muchas formas de vida de los tiempos de Twain han desaparecido de las orillas de ese río. Antes ya lo habían hecho sus antiguos pobladores, aquellos primeros americanos, los indios. Aquellas tribus que poblaron, vivieron, cazaron y cosecharon por todo el territorio americano. Al lado del río, desde los grandes lagos hasta el golfo de México, los pequot, cheyennes, cherokees, creek, seminolas o los natchez, entre otras muchas tribus que fueron también paisaje del río, y paisajes de nuestra infancia de lectores, de espectadores de aquellas películas de indios. Conocimos el río mucho antes de haberlo visto. Era un río que habíamos leído. Que habíamos visto desde nuestras butacas imaginando ser uno de aquellos orgullosos sudistas, jugando a yanquis, a vaqueros o indios. Jugando a ser niños que se fugan o negros que se escapan de su plantación.

Un río que también vio extrañas cruces que ardían en sus orillas, gentes que con caperuzas blancas perseguían a aquellos negros que cantaban esas músicas tristes o alegres cuando terminaban su trabajo en los inmensos campos de algodón. Horribles gentes, pobres hombres blancos, fanáticos racistas que nunca quisimos ser. También el río tiene que soportar lo peor de la historia que sigue su curso.

HE OÍDO CANTAR AL MISISIPI. He oído el cantar del Misisipi. Hay otros ríos importantes por su historia o por su dimensión, el Ganges, el Volga, el Danubio, el Yang Tsé, el Amazonas o el Sena. Pero no hay ningún río que tenga la música, el cantar, que navega, crece y se expande desde las orillas del Misisipi. Desde hace más de un siglo, por aquellas aguas nació una música que cambió la historia de la música. En aquel río, en la última década del siglo XIX, apareció el blues. Y nació el jazz. Que primero fue ragtime, el ragged time: el tiempo despedazado. Esa música que parte de un piano, que se toca improvisando, que nace en Nueva Orleans, se para en Sedalia y llega hasta Chicago. Sube por el río, crece en los campamentos de trabajo y es disfrutado por aquellos que estaban haciendo el otro camino, el camino del ferrocarril. Sigue su curso ascendente, se detiene por Memphis, se desvía hasta Dallas, sigue por Saint Louis y llega hasta la gran ciudad de los grandes lagos. Todo empezó en Nueva Orleans, cerca de donde muere el río. Una ciudad hervidero, asiento de todas las culturas, mezcla de razas, puerto de importancia, ciudad española, francesa, criolla, negra y blanca. Ciudad mayor del sur, segundo puerto del país, lugar de negocios y de diversión. Capital del vicio. Ciudad que se repobló en el siglo XVIII, con criminales y prostitutas llegados de Francia. Ciudad de epidemias y leyendas, del vudú y de todas las religiones, del negocio y del juego. En su barrio prostibulario de Storyville, en sus burdeles, creció el jazz. Escondido detrás de los biombos de las casas de citas, tocaba el piano con su banda Jelly Roll Morton. En los mismos escondites que se sorprendieron cuando un adolescente tocaba su trompeta. Un joven que reinventó esa música, un negro que había nacido en un barrio pobre de la ciudad, Louis Armstrong. Cantando, llenando el aire con una trompeta que parecía esconder los sonidos de la vida, aprendiendo con la banda del genio del trombón, Kid Ory, sabiendo de lo alegre y triste de una música libre, inventándose el sonido de todo un país, de todo un siglo, en un lugar hoy arrasado, comenzó una de las mayores historias de un músico, de una música. Desde allí, y subiendo por el curso del río, hasta llegar a Chicago, este joven de Nueva Orleans transformó una música que creció con los negros, y que también con los negros perseguidos huyó de la ciudad. Muy cerca, los blancos también hicieron su música, su jazz, crearon sus bandas, se mezclaron con los negros y surgió el dixieland, el jazz que se queda a vivir en Nueva Orleans.

Al lado del mismo río, y en el mismo tiempo, nació el blues. En el Sur esclavista, entre el Misisipi y el delta, entre las plantaciones y la explotación. La segregación produjo el blues. Por los márgenes del río surgen los songster, los negros que cantan baladas, historias de derrotas, añoranzas de mujeres, historias de vidas duras, de trabajos duros. Aparecen los bluesman, negros que habían nacido en plantaciones, como Muddy Waters, y que hacen de su queja un modo de vida itinerante. Encuentran las palabras de la tribu y crean una música que se mueve por el territorio de la queja. Una música que sube, que pasa por el delta, que se detiene en Memphis, que canta la nostalgia del Sur, del lugar donde dejaron a sus mujeres, esas mujeres de carne en los huesos que recuerdan en su camino al Norte, en su huida de las persecuciones. Después se encontraría con la guitarra eléctrica, con la armónica, con el piano de los garitos. La misma música que escuchó un chico de Misisipi, de Tupelo, Elvis Presley, cuando se fue a vivir al barrio marginal, al lugar de los clubes y las chicas de los Honky Tonks, a Beale Street. Esa calle que hoy está poblada de turistas del blues. De blancos que se acercan a escuchar las músicas negras, en los mismos garitos donde empezó un negro grande, triste y alegre, conocido por B. B. King. El mismo lugar adonde todavía se acerca para tocar y disfrutar del dinero que hace con su vieja música, con su guitarra universal. La calle Beale ya no tiene aquella fama de lugar de todas las broncas, de matones, jugadores, prostitutas y borrachos que tenían su amparo en clubes que nunca cerraban. Ya no existe el más mítico de todos, la exagerada metáfora de lo que fue Beale Street, el Pee Wee's, que tenía un cartel en su puerta: "Nunca cerramos antes del primer asesinato".

Hay otras músicas que viajan con el viejo río. Que crecen en el delta, que se esconden por sus pantanosos bayous, que suben por sus campos de algodones y que llegan a otras ciudades que han crecido en sus orillas. La música del delta, con sus densos blues que parecen haber nacido en la densidad del propio río. La música cajún, la del sureste de Luisiana, la del Baton Rouge y sus bayous, la del golfo de México. Una música que se escribe en un primitivo francés, que se canta en el Mardi Grass y que se sigue acompañando de acordeón, violín y guitarra. Música de amores desgraciados, pero también música para cantar los placeres de la vida.

ESCRIBIR CERCA DEL RÍO. El río sí tiene quien le escriba. Después de Mark Twain -que escribió con la nostalgia del río perdido, con la intención de recuperar su infancia, y que consiguió regalarnos el río cuando fuimos niños, pero aún más cuando somos mayores sin reparos- vinieron muchos más. Eudora Welty, que nunca se alejó del río, que nos dejó una obra que habla de los excéntricos y orgullosos habitantes del delta, en el corazón del Misisipi. Que abrió el camino para otro de los grandes escritores del Sur, del río que nos lleva, Tennessee Williams. Siguieron otros, escribieron mujeres desde Flannery O'Connor hasta Toni Morrison. Sin olvidar que, desde la épica, también nos contó el Sur Margaret Mitchell. Literatura popular aparte, siempre nos quedarán como imagen del Sur los personajes de la película que supo conmover a generaciones enteras, que todavía es una de las principales construcciones de un Sur tan barroco como mítico, Lo que el viento se llevó.

Por encima de todos, por su particular camino, desde lo más profundo del Sur, está el mayor escritor del Misisipi, William Faulkner. Para contarnos el Estado del Misisipi se inventó su propio Estado, Yoknapatawpha. Un mundo que es frontera. Y un mundo que se cierra. Un mundo detenido en su propia existencia. Han cambiado muchas cosas. Y nada parece haber cambiado. Leyendo sus libros, todavía, ahora, en estos tiempos neoconservadores, en un lugar donde crecen las iglesias con más rapidez que los McDonald's, podemos reconocer el mundo que se llama Yoknapatawpha, que llamamos Misisipi.

En este Sur, en las dos orillas del padre de los ríos, donde oficialmente no hay racismo, no existe la segregación, el esclavismo pertenece al pasado, en esos pueblos sureños en los que se desarrollan o se estancan, siguen viviendo como si no hubieran pasado los tiempos de su orgullosa derrota. Al lado del río, el que hoy tiene que contar sus muertos por miles, en el país que nos dejó fijado Faulkner, todavía se viven vidas no mezcladas. Todavía se palpa algo parecido a aquella white supremacy. No la de los grandes propietarios, que también; no la de aquellos que conservan las fotos de la familia con los esclavos incluidos en sus márgenes, que también; otra más sutil, no menos hipócrita, aunque naturalmente también exista el modelo Condoleezza. La supremacía, la separación también se expresa en los blancos pobres, como en los tiempos del Ku Klux Klan -ahora sin caretas, sin llamas encendidas en las noches de linchamientos, sin exteriorizar un pensamiento antihumano-, en esos que se van al ejército, en los que mantienen sus ferias, sus tiendas, sus bares, en los que raramente entraría un negro sin una guitarra, si no canta un blues. No se mezclan ni en las iglesias. Ni en esas que crecen nuevas a pie de carretera, como moteles de las almas, como oferta de salvación en un mundo lleno de peligros. La religión, las muchas religiones, en los márgenes del río, crecen, engordan como si fueran niños americanos sobrealimentados de comida basura.

Uno de los mejores viajeros por el mundo de Faulkner, por el territorio del Misisipi, el escritor antillano Eduard Glissant, en su viaje hasta Rowan Oak, hasta la casa en el Oxford del escritor, cuenta que al pasar la frontera entre Luisiana y Misisipi, al cruzar el río, cruzar por esas extensiones de agua mezclada, río, pantano, mar, entre Baton Rouge y Nueva Orleans, le pareció entrar en la espesura, en lo trágico faulkneriano, en lo irremediable de un mundo injusto. También se sorprende, como nosotros lo hicimos unas horas antes de la llegada de la gran desgracia, de la desolación llamada Katrina, del crecimiento de los templos, de las iglesias que ofrecen promesas de otras vidas y anuncian catástrofes en ésta: "Sentíamos como una amenaza indefinible alrededor. Nos dimos cuenta de que ya no contábamos las iglesias -templos destinados a ritos de desesperanza ('la iglesia pequeña y miserable con su ilusión de campanario', escribió Faulkner)-, casi tan numerosas como las casas".

El escritor de Misisipi creció y fue criado por una negra, Mammy Barr, que vivió cien años y a la que dedicó su libro Desciende Moisés con estas palabras: "A mammy Caroline Barr. Misisipi (1840-1940). Que nació en la esclavitud y que dio a mi familia una fidelidad sin límite ni esperanza de recompensa, y a mi niñez, inconmensurables devoción y amor".

Visité el cementerio de Oxford dos días antes de la llegada de Katrina. Busqué la tumba de los Faulkner, me tropecé con muchos Falkner -así fue el apellido hasta que un joven Williams que quería ser escritor, porque no fue un caballero inglés, lo cambió-, encontré el de la familia, el de los abuelos, los tíos, los padres. El suyo, en compañía de su mujer, el ex marido y los hijos de ella, también con la pequeña hija de ambos, Alabama, muerta con pocos días. No estaba el de su recordada mammy negra. Tardé en encontrar la tumba de aquella antigua esclava. La encontré en un promontorio apartado, el lugar donde se entierran los negros de aquel hermoso cementerio del Sur. Una piedra pequeña recordaba su larga vida, su eterna muerte. Faulkner quiso a sus negros, sí, pero no tanto como para mezclarse para la eternidad. Cariñoso, pero distante. Paternalista, educado señor del Sur. Si bien en unas declaraciones después de ser premio Nobel dejó clara su lejanía contra el racismo: "Ponerse en contra de la igualdad de raza y de color es como vivir en Alaska y tomar partido contra la nieve". Paternalismos aparte, ahí queda su obra, que nos enseña cómo su mundo y sus injusticias no han cambiado tanto. Vivió en ese mundo aunque no le gustara. En realidad, como el Quijote que siempre le acompañó en su habitación, vivió en su propio mundo. Él también, en sus aventuras, en su particular región, en su Mancha del profundo Sur, nos dejó una obra que desnuda toda la humana miseria. En el gran libro de Glissant, Faulkner, Mississippi, se reproduce una carta a una amiga del año 1955, en la que dice que su país, esa América cada vez más poderosa, más imperialista, ese país montado en la riqueza, la expansión y la victoria, también necesita conocer las derrotas: "Pero a veces me digo que haría falta un desastre, quizá una derrota militar, para despertar a América y tener la oportunidad de salvarnos a nosotros mismos, o lo que queda de nosotros". Todavía no había llegado Vietnam. Todavía en el Misisipi no se había conocido esa derrota del Estado, del no Estado, llamada Katrina.

Los negros, los pobres, los cajunes, los indios, los hispanos, los afroamericanos o los hispanic americans, como queráis llamarlos, saben que tienen razones para seguir cantando sus viejos blues. Aunque ahora se hagan al ritmo del rap. El mismo lamento, o las mismas nostalgias, que en los burdeles, en los clubes de Nueva Orleans, comenzó cantando un cajún llamado Antoine Domino. Era gordo y negro, triunfó en el mundo del rock and roll, lo llamamos Fats Domino. A ese negro que fue seguido, querido y admirado por tantos blancos, a ese mismo que un día fue rico, que dejó de serlo, el otro día lo encontraron, solo, deprimido, en el lugar donde tantos de los suyos vieron la espalda más negra de un imperio derrotado por la naturaleza. Al lado del río que le vio nacer, al lado del lugar de sus triunfos, en el momento de su derrota, de ser uno más de los olvidados. De allí, de ese campo de refugiados, salvaron a un hombre que creció al lado del Misisipi, seguramente volvió a cantar en aquel lunes de blues, su amor por una ciudad amada y caminada, por su perdida ciudad llamada Nueva Orleans.

Las aguas del Misisipi siempre han sido un reto para los pescadores. En la zona de Cordova, en el Estado de Illinois, las barcas siempre están a punto para disfrutar de una jornada de pesca.
Las aguas del Misisipi siempre han sido un reto para los pescadores. En la zona de Cordova, en el Estado de Illinois, las barcas siempre están a punto para disfrutar de una jornada de pesca.ÁLVARO LEIVA

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