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Reportaje:

Vecinos de Chernóbil

¿Cómo puede haber gente que sigue cerca de Chernóbil, en zonas de alta radiactividad? Nos dan una razón bien sencilla: "No tenemos otro sitio donde ir". Casi 20 años después de la catástrofe nuclear, más de un millón de personas viven en la zona contaminada.

Ana Carbajosa

A pocos kilómetros de Chernóbil, la nube radiactiva se palpa, pero no se ve. Puede haberse enquistado en los tomates que venden en el mercado o en el café con leche de la vaca que pasta a pocos kilómetros de la central. Cuesta entender por qué los cientos de miles de personas que viven en el área contaminada que rodea Chernóbil no emigran y dejan atrás kilómetros de ríos y tierras sembradas de radiación, por qué se resignan a convivir con el veneno invisible que se posa de forma aleatoria por las esquinas de estos campos. "De algo hay que morir", es la filosofía imperante en este rincón del planeta que el 26 de abril de 1986 protagonizó la mayor catástrofe nuclear civil de la historia.

Galina vive a dos kilómetros de la central: "No quiero estar en otro sitio. No tengo miedo"
Nikolái cuidó el bosque tras la explosión: "Yo sólo pensaba en el salario, en nada más"
"¿Para qué saber si está contaminado? Nos lo vamos a comer igual, no tenemos otra cosa"

La vida en Ivankok, una localidad de 11.500 habitantes en plena zona contaminada, transcurre con la normalidad de cualquier población rural de la Ucrania empobrecida. Los niños van y vienen al colegio cada día, los jóvenes celebran su graduación, las bodas se festejan por todo lo alto -desmedidas ingestiones colectivas de vodka que duran tres días- y los lugareños cultivan los huertos que les dan de comer. Todo normal si no fuera porque, a 50 kilómetros de Ivankok, la central de Chernóbil sigue escupiendo diariamente restos de combustible nuclear a través de las grietas del sarcófago que envuelve al reactor explosionado y que 19 años después de la catástrofe se cae a trozos, y si no fuera porque la radiactividad liberada por el reactor número 4 tras saltar por los aires -el accidente fue 400 veces más potente que la bomba lanzada sobre Hiroshima- dejó impregnados de material radiactivo unos 160.000 kilómetros cuadrados. Un peligro que compite con la necesidad y el apego a la tierra de los que han decidido quedarse.

La peor parte, sin embargo, se la llevan los que han optado por atrincherarse en el interior de la llamada zona de exclusión, los 30 kilómetros que rodean la mole nuclear. "Allí es muy peligroso vivir, es un área altamente contaminada", sostiene Mijaíl Balonov, jefe de la unidad de radiación de la siempre prudente Organización Internacional de la Energía Atómica. El Gobierno de la entonces Unión Soviética ordenó tras la explosión nuclear la evacuación de los que vivían allí y creó la zona de exclusión. Los que han regresado desafiando la prohibición gubernamental son en su mayoría personas mayores que confían en que los efectos de la radiación tarden en irrumpir en su organismo y que por encima de todo quieren que sus cuerpos reposen en la tierra donde crecieron.

Es algo que tiene muy claro Galina Navalna, que a sus 75 años presume de la exuberancia de su huerto, apenas a dos kilómetros de la central nuclear. Su hijo, que trabajaba en Chernóbil la noche de la explosión, quedó contaminado y discapacitado de por vida, pero ni siquiera eso ha conseguido disuadirla. "Después de evacuarnos, el Gobierno nos dio un apartamento en Kiev. Era un décimo piso. Si nos hubiéramos quedado allí, mi marido hubiera muerto. Aquello no era vida", explica esta mujer de sonrisa de oro y plata. Así que hicieron las maletas y, a finales de los ochenta, volvieron a su casa de Chernóbil. "Toda mi vida he vivido aquí, no quiero estar en otro sitio. No tengo miedo a la energía nuclear y nunca lo he tenido. Nunca deberían habernos evacuado", sostiene Navalna mientras ofrece unos panecillos elaborados con los huevos de sus gallinas y la leche de las vacas de la zona. Su marido sale a pescar al río cercano. ¿Se comen lo que pesca? "Por supuesto". Acompañan las capturas con una no menos sospechosa guarnición: las verduras que crecen en la huerta. La boyante economía de subsistencia de estos jubilados hace que incluso desprecien los víveres limpios que cada jueves trae un camión a la zona de exclusión. No tienen ningún vecino en varios kilómetros a la redonda, y el contacto más cercano con otros humanos son los soldados que vigilan uno de los controles militares que flanquean el acceso a Chernóbil.

Para acceder a la zona de exclusión hace falta un permiso especial que expide el Ministerio de Emergencias en Kiev y que hay que mostrar en tres controles consecutivos. Para salir hay que someter todo el cuerpo a un medidor de radiación: si da negativo, el visitante puede marchar sin problemas; si da positivo, hay que rociarse el cuerpo con un líquido para descontaminarse.

En el interior de esta burbuja de 30 kilómetros, la radiactividad se distribuye de manera desigual. Cualquier rincón es susceptible de albergar altas dosis de estroncio o de cesio. Una empleada de la central acompaña a los visitantes en todo momento. No es posible desplazarse sin ella y su dosímetro, el aparato que mide los niveles de contaminación. "Miren, miren cómo se dispara aquí", anuncia Rimma Kicelitza con inquietante naturalidad mientras aproxima el medidor a un montículo de musgo. Sobre el cemento, el aparato marca 45 microrroentgen; junto a las hierbas, 800 (en Kiev, la capital ucrania, a unos 100 kilómetros, se registran unos 15 microrroentgen). "Por favor, intenten no salirse del asfalto", advierte. La central nuclear de Chernóbil está rodeada de un tupido bosque que también absorbió altas dosis de radiación. Cuatro hectáreas de vegetación pasaron el fatídico día del verde al amarillo.

Uno de los mayores empeños de las autoridades ahora es evitar los incendios. El bosque quedó lleno de cristales tras la explosión, y un fuego descontrolado podría alcanzar la montaña de combustible radiactivo que todavía yace en el complejo y resultar fatal. Nikolái Sherstyuk, un ingeniero forestal que ahora tiene 72 años, trabajó durante los días posteriores a la catástrofe protegiendo el bosque del fuego. "Sabíamos que era muy peligroso, teníamos un medidor de radiactividad, pero yo no entendía qué significaba eso. Murió mucha gente", dice este hombre que vivió 50 años en Chernóbil, hasta que le evacuaron 10 días después de la catástrofe. Hasta 1991 siguió trabajando en la zona de exclusión en tareas de selvicultura. El miedo a la radiación se vio en su caso eclipsado por los beneficios económicos: un salario hasta siete veces superior al sueldo de un funcionario en la zona. "Yo sólo pensaba en el salario, en nada más".

El bosque acristalado se ha apoderado de Pripiat, la ciudad construida en los setenta a tres kilómetros de la central y en la que vivían 50.000 trabajadores de la planta. Dos días después de la tragedia, las autoridades decidieron evacuarla. "No se preocupen, salgan con lo puesto, que en pocos días volverán", dijeron a los habitantes. Nunca les permitieron regresar. En la ciudad muerta, el tiempo se paró el 28 de abril de 1986. En la guardería, minizapatos de gimnasia de los pequeños atletas soviéticos yacen en el suelo junto a las mascarillas de gas que utilizaban para preparar a los escolares en caso de ataque químico. En el cuarto de juegos, un libro infantil abierto en el que Lenin departe con unos obreros en algún lugar de la Unión Soviética. En las calles de esta ciudad fantasma no hay ni un alma; pero cuentan que, cada 26 de abril, grupos de evacuados vienen a beber vodka hasta el amanecer y acaban besando el suelo de lo que un día fue su ciudad. El resto del año, los únicos rastros de vida los constituyen la vegetación desbocada -los árboles crecen hasta el séptimo piso del hotel de la ciudad- y animales salvajes que campan a sus anchas por las grandes avenidas, adornadas con luminosos oxidados de la hoz y el martillo. El día en que el mundo entero se despertó sobrecogido ante la noticia del desastre nuclear, Pripiat se preparaba para las celebraciones del Primero de Mayo. La decoración de las calles y el nuevo parque de atracciones, cuya inauguración estaba prevista para el Día del Trabajador, dan fe de ello. En Kiev, en un último intento del Gobierno soviético por ocultar la gravedad de la explosión, las marchas de los obreros se celebraron como cada año. Junto a la noria herrumbrosa, el dosímetro vuelve a dispararse.

Unos kilómetros más allá se encuentra el cementerio nuclear, en el que descansan a cielo abierto los vehículos y herramientas utilizados para sofocar el fuego el día del cataclismo. Helicópteros, camiones de bomberos, tanques del ejército y autobuses en los que los héroes de Chernóbil evacuaron a la población dan una idea de lo que fue aquella noche. La peor parte se la llevaron los llamados liquidadores, los que acudieron a sofocar el fuego con tierra, cemento y todo lo que encontraron a su paso. Miles de liquidadores han muerto a causa del accidente y al menos 70.000 de los cientos de miles quedaron discapacitados. Yuri Sheremet es uno de ellos. Ahora, a sus 63 años, muestra orgulloso el traje y la mascarilla que le dieron en la central aquellos días. Trabajó sin descanso seis días y sus noches ignorando el peligro al que se sometía. Tres de los que trabajaron codo con codo con Sheremet murieron. A él le premiaron con estancias en un balneario y una jubilación muy anticipada.

Fuera de la zona de exclusión, pero todavía en el interior de la llamada zona contaminada, viven más de un millón de personas. Los expertos aseguran que allí no es conveniente comer setas, caza ni bayas, ya que la radiación de los productos del bosque excede los límites permitidos. Consejo que cae en saco roto en una zona en la que las setas son uno de los platos típicos, que se ofrecen al visitante en cuanto hay algo que celebrar. Del examen del resto de los alimentos se desprende que se pueden comer sin riesgo; pero el problema, según los estudios realizados por el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas, es que las frutas y verduras que la economía de subsistencia obliga a cultivar a casi cada poblador de la zona contaminada apenas están sujetas a controles, y por eso recomiendan no comerlas. Las afirmaciones de Vladímir Singayiusky, teniente alcalde de Ivankok, no son nada tranquilizadoras. "La nube radiactiva cayó aquí, y está claro que la comida no está limpia. La gente sabe que lo que come está contaminado, pero no tiene dinero para comprar otra cosa". "¿Para qué queremos saber si está contaminado? Nos lo vamos a comer igual, no tenemos otra cosa", es la respuesta habitual de los lugareños.

A muchos les gustaría irse y criar a sus hijos en un ambiente sano, pero "¿dónde voy a ir?, aquí está mi casa, es todo lo que tengo", dice Gala, una mujer de 42 años y con cinco hijos. El 68,2% de los menores de Ivankok tiene algún problema de salud, según los datos del Ayuntamiento. Los más frecuentes son gripe y problemas digestivos, de tiroides y de vegetaciones. Los chavales tienen las defensas bajas. De acuerdo con las mismas fuentes, el año pasado nacieron 272 niños en Ivankok. En el mismo periodo de tiempo murieron 983 personas, 270 de ellos jóvenes y la mayoría víctimas de algún tipo de cáncer o de problemas de corazón. El teniente alcalde tiene claro que muchas de estas muertes están relacionadas con el accidente, pero coincide con los científicos en que es difícil demostrarlo, y añade que, para empezar, los afectados deberían viajar hasta Kiev, la capital ucrania, para examinarse, un viaje que la mayoría no puede costearse.

El accidente nuclear acabó con la vida de 31 personas, y 4.000 más de las que entonces eran niños sufren cáncer de tiroides, según la Organización Mundial de la Salud, que calcula que cientos de personas morirán en los próximos años por cánceres que podrían estar relacionados con el accidente. Cifras que las organizaciones ecologistas rechazan por considerarlas a la baja. "En vísperas del 20º aniversario de Chernóbil estamos asistiendo a intentos de minimizar las consecuencias del accidente. Es un claro intento de reescribir la historia", a juicio de Carlos Bravo, de Greenpeace, que denuncia que en las estadísticas no se incluya otro tipo de cánceres. En los tres países afectados -Rusia, Ucrania y Bielorrusia-, las autoridades hablan de hasta siete millones de afectados, y en el caso de Bielorrusia, de un incremento, por ejemplo, del cáncer de mama del 29,2% entre la población rural.

El director del hospital de Ivankok, Serguéi Vasylyev, atribuye a la mala alimentación los principales problemas de salud en la zona. "Los niños tienen muy pocas defensas y por eso se constipan hasta ocho veces más que los adultos. Por otro lado, al ser más bajitos, están más expuestos al polvo radiactivo de la tierra", según Vasylyev. "Además, aquí hay un problema colosal de alcoholismo. Beben los niños, los mayores y las mujeres. No es nuevo, viene de los tiempos de la URSS; pero ahora, como no hay trabajo, el problema se ha agudizado". El hospital carece de los medios más elementales. En las habitaciones, catres destartalados y poco más. El retrete común apesta y está lleno de moscas. Un precario laboratorio es el encargado de analizar los niveles de contaminación de los alimentos de la ciudad. Los pacientes deben pagarse las medicinas y traer comida de casa para completar la dieta del hospital, que el director procura que venga de fuera de la zona contaminada. Ahora hay tres niñas ingresadas: dos con leucemia y una con un tumor. A este médico le preocupa además la baja natalidad y la alta mortalidad en la zona.

El Gobierno ucranio da 50 céntimos de euro al mes por habitante para comprar comida limpia. Para unos es un reconocimiento implícito de que el problema está lejos de haber llegado a su fin; para otros, una medida populista de cara a una población que se resiste a perder su condición de víctima. En cualquier caso, se trata de una cantidad simbólica en un país donde un litro de leche cuesta 70 céntimos de euro y el sueldo de un maestro ronda los 100 euros. Galina Bavitch dirige desde hace 10 años el centro para la rehabilitación de las víctimas de Chernóbil en Ivankok y coincide en que el mayor problema al que se enfrentan los afectados es la precaria salud de los más pequeños. En segundo lugar cita los problemas económicos que a su vez impiden una alimentación y unas condiciones de vida saludables. "Cuando pertenecíamos a la URSS todo iba mejor. La gente trabajaba en la central o en los koljós. Ahora todo es más difícil", apunta esta mujer. Galina cultivaba flores. Tenía 17 años el día en que escuchó en la radio de la antigua RDA que había sucedido una catástrofe muy cerca de su casa, mientras las ondas rusas hablaban de "un pequeño accidente". Como muchos, corrió a ayudar. "La evacuación fue un caos. Muchos niños quedaron separados de sus padres. La carretera estaba llena de gente aterrada al ver la gran bola de fuego negro y naranja".

El desempleo y el alcoholismo azotan a la ya depauperada población. En las oficinas de desempleo de Ivankok hay 900 personas registradas (cerca de un 8% de la población), pero las propias autoridades reconocen que estas cifran distan mucho de reflejar la realidad. "Sí, claro, el paro es mucho mayor que eso, pero yo doy las cifras oficiales. En los últimos años, el paro ha ido creciendo; al cierre de la central nuclear se añade la falta de industria en la región. Tenemos que conseguir que vengan los inversores extranjeros y pretendemos revitalizar los koljós [cooperativas agrarias propias de la Unión Soviética]", dice el teniente alcalde, quien apunta que el Gobierno nacido de la Revolución Naranja ha convertido la lucha contra el desempleo en el objetivo número uno de su programa. Junto a él, sendas fotos del nuevo presidente ucranio, Víktor Yúshenko, y la flamante primera ministra, Yulia Timoshenko. Los retratos de los líderes de la Revolución Naranja se prodigan en las sedes de asociaciones, organismos oficiales y comercios de Ivankok. Son la esperanza a la que se aferran los ucranios después de años de Gobiernos corruptos. Por las calles de la ciudad, los coches de lujo de los nuevos ricos se cruzan con los Lada rusos y los carros cargados de heno.

Una de las pocas vías de escape para muchas familias empobrecidas de Ivankok es enviar a sus hijos al extranjero en verano, donde comen bien y respiran aire puro. Durante el estío, las ciudades de la zona contaminada se quedan sin niños. "Hola, ¿qué tal estás?", es frecuente escuchar en perfecto castellano por las calles de Ivankok. A España han venido este año 2.400 niños. Las acogidas españolas empezaron en 1995, y desde entonces el número no ha dejado de crecer. Los niños viajan también a Italia, Francia, Alemania, Estados Unidos y Cuba, país en el que además reciben tratamiento médico. A los no elegidos, el Gobierno ucranio se encarga de llevarles a balnearios dentro del país. El director del hospital dice que las vacaciones que los niños pasan en España son muy beneficiosas para la salud de los pequeños. Una familia española acoge cada año a sus dos hijos. "Vuelven más fuertes, los ataques de asma se reducen y se constipan menos durante el invierno. El clima allí es muy bueno, y si van a la playa, todavía mejor", dice Vasylyev. La joven Vika Melnik no tiene este año tanta suerte como los hijos del médico. Ha pasado nueve veranos en Villanueva de la Cañada (Madrid), pero este año no le toca. Ángela, su madre española, está enferma. Como ya no es una niña, pasará el verano en Ivankok. "No me gusta la vida aquí, me aburro", dice esta rubia, cuyo abuelo, trabajador de la central, murió por los efectos de la radiación.

Algunos de los niños que viajan a España son huérfanos. En el orfanato de la ciudad hay más niños víctimas del alcoholismo de sus padres que del desastre nuclear. En total son 60, de entre 3 y 18 años, que se encaraman a los visitantes esperando encontrar un salvavidas que les saque de su encierro. El centro es pobre, pero muy limpio; los niños se encargan de parte de las tareas domésticas. Galina Vasilivna, la directora del orfanato, explica que los chicos están muy débiles. "Se constipan continuamente y contraen infecciones", dice esta mujer oronda y sonriente, enferma de cáncer de tiroides. La alimentación del orfanato no ayuda mucho: patatas y macarrones, sobre todo. En una de las habitaciones, tres niñas hablan de sus cosas sobre diminutas camas. Luda tiene 10 años y muchas pecas; lleva cinco en el orfanato. Sabe que en su ciudad hay una cosa que se llama radiactividad, pero desconoce cómo ha llegado hasta allí. "Me han contado que se rompió Chernóbil". Todavía no sabe qué quiere ser de mayor, pero dice que ahora le gustaría ir a España. Por eso intenta portarse bien.

En el centro de ayuda a las víctimas se reúnen los padres cuyos hijos viajan este año a nuestro país. Todos agradecen a las familias españolas su ayuda. Sólo una abuela tiene una petición: "¿Podrían enviarme un libro de historia de España? Cuando la niña vuelve de Utrera pregunta muchas cosas y yo no sé qué responderle. Nunca he salido de aquí".

En Pripiat, a tres kilómetros de Chernóbil, vivían 50.000 personas. Ahora los animales salvajes pasean por sus avenidas desiertas y la vegetación crece incluso en los pisos altos del que fue su hotel.
En Pripiat, a tres kilómetros de Chernóbil, vivían 50.000 personas. Ahora los animales salvajes pasean por sus avenidas desiertas y la vegetación crece incluso en los pisos altos del que fue su hotel.BERNARDO PÉREZ

Sarcófago con fisuras y peces gigantes

A la 1.23 del 26 de abril de 1986 comenzó a escribirse la historia de la tragedia de Chernóbil. Diecinueve años más tarde, esta historia está lejos de haber llegado a su fin. En diciembre de 2000, el entonces presidente ucranio, Leonid Kuchma, sometido a una fuerte presión internacional, ordenó el cierre del tercer y último reactor activo de Chernóbil, pero "todavía hay mucho riesgo", aseguran en la oficina de información de la central. El combustible nuclear que saltó por los aires el día de la explosión tardará miles de años en convertirse en una sustancia inocua; mientras, la comunidad internacional trabaja en la construcción de una estructura móvil que sustituya al precario sarcófago, que encierra más de 100 toneladas de combustible nuclear y que está plagado de fisuras. La mole de hormigón que se construyó apresuradamente para evitar que la máquina de matar invisible recorriera el mundo más de lo que lo hizo corre ahora el peligro de desmoronarse, y por las grietas de sus paredes se escapan 200 neutrones por metro cuadrado a la hora, según las autoridades del complejo nuclear. En la actualidad sólo se puede acceder al 25% del edificio debido al peligro de contaminación, lo que dificulta y en muchos casos impide los trabajos de mantenimiento. Un segundo en el interior del recinto resultaría mortal para cualquier ser humano.

El nuevo sarcófago está previsto que comience a construirse en 2007 y pretende acabar de una vez por todas con el peligro. Se trata de un proyecto faraónico de 108,39 metros de alto y 257,49 de largo, pensado para ser levantado en la distancia y posteriormente transportado mediante unas guías hasta el reactor número 4. Los expertos calculan que el combustible nuclear estará seguro bajo este arco abovedado durante al menos 100 años. De consumarse, este proyecto administrado por el Banco Europeo para la Reconstrucción y Desarrollo se convertiría en la mayor estructura móvil del mundo. Mientras, la mayor preocupación es lograr estabilizar la estructura existente.

Al peligro ecológico hay que añadirle los efectos que la explosión y el posterior cierre de la central han tenido. Según los datos de los tres países afectados, las tierras contaminadas ocupan una superficie equivalente a un tercio del territorio español. "Aquí, la catástrofe de Chernóbil se vive más como un cataclismo económico que ecológico", sostiene Rimma Kicelitza, una empleada de la central. El Gobierno de Kiev ha dedicado en los últimos años entre el 5% y el 7% de su gasto público a paliar las consecuencias de la explosión y atender a las víctimas. A la pérdida de una importante fuente de energía -hasta su clausura, Chernóbil proporcionaba el 5% de la producción eléctrica de Ucrania- hay que sumarle la pérdida de puestos de trabajo. Ahora, 3.800 empleados trabajan en la central controlando los niveles de radiación, en los comedores, tratando de estabilizar el sarcófago y en tareas de mantenimiento. Trabajan en turnos de 15 días y en su mayoría vienen en tren desde Slavútich, la ciudad modelo levantada para albergar a los empleados de la central tras el accidente. Como Nikolái y Anatoli. Les gustaría encontrar un trabajo en el que estuvieran sometidos a menos peligros, pero "no hay nada mejor", dice uno de ellos. Pasan junto al canal de refrigeración de la central en la que se ha hecho fuerte una colonia de peces gigantes. El ecosistema enloquecido de Chernóbil ha dado vida a una multitud de ejemplares de pez gato de tres metros que las autoridades de la central no permiten fotografiar "por razones de seguridad".

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Sobre la firma

Ana Carbajosa
Periodista especializada en información internacional, fue corresponsal en Berlín, Jerusalén y Bruselas. Es autora de varios libros, el último sobre el Reino Unido post Brexit, ‘Una isla a la deriva’ (2023). Ahora dirige la sección de desarrollo de EL PAÍS, Planeta Futuro.

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