El diseñador tubular
Fue uno de los diseñadores más notables de la vanguardia y una figura fundamental en la arquitectura del siglo XX. Marcel Breuer (1902-1981) inventó los muebles de tubo de acero y construyó el Museo Whitney de Nueva York. Una exposición en A Coruña muestra algunas de sus mejores piezas.
Marcel Breuer, el hombre que inventó los muebles de tubo de acero, el más joven profesor de la escuela Bauhaus, el pragmático arquitecto que redibujó la vivienda norteamericana de los años cincuenta o el gran proyectista internacional que levantó el Museo Whitney de Nueva York y sembró medio mundo de escultóricos edificios de hormigón, fue siempre por delante. Pero no siempre lo supo.
Marcel Lajos Breuer había nacido en Pécs (Hungría) en el seno de una familia judía. Siendo un adolescente se trasladó a Viena para estudiar bellas artes. Quería ser escultor, pero la academia le resultó, curiosamente, poco académica. La capital austriaca vivía un periodo ecléctico en los años posteriores a la I Guerra Mundial. Y Breuer oyó hablar de Walter Gropius: ese nombre marcaría su vida. Tenía 18 años y quiso conocer las enseñanzas estrictas, tajantes y revolucionarias que impartía Gropius en la escuela que acababa de fundar en Weimar (Alemania). Corría el año 1920 cuando el joven Breuer solicitó su admisión en la Bauhaus. Fue Gropius quien le admitió como alumno, quien le nombró maestro, quien le promocionó a jefe de departamento y quien le propuso pasar del mueble al espacio encargándole el interiorismo de las casas de los maestros de la institución. Años después le reclamaría desde Estados Unidos, adonde Breuer llegaría con los bolsillos vacíos y huyendo de la persecución nazi para convertirse en arquitecto.
En la Alemania de los años veinte, Breuer inventó sus muebles tubulares, las sillas construidas con tubos de acero. El manillar de su bicicleta Adler le dio la idea de la legendaria silla Wassily (bautizada así en honor al pintor abstracto Wassily Kandinsky, otro de los profesores de la Bauhaus). Breuer tenía 25 años cuando se coló con esa silla en la historia del diseño industrial. Acababa de firmar una obra maestra y, casi sin tomarse un respiro, ideó otra silla legendaria. Llevaba tiempo dándole vueltas a la idea de construir un asiento sin patas traseras. Pero no era el único investigando. La posibilidad de estilizar los asientos rondaba en la cabeza de muchos de los arquitectos que comenzaban a trabajar con ese mismo sistema. Mart Stam, que empezó a diseñar una silla hermanada con la de Breuer al mismo tiempo que él, y Mies van der Rohe, que curvaría esas dos patas logrando un diseño más hermoso, pero también menos práctico, ensayaban esa solución. Stam y Breuer acabarían discutiendo la autoría de la idea en los tribunales. El primero ganaría el litigio. Pero su carrera sería mucho menos fructífera que la del segundo. Breuer terminó por bautizar la silla de la discordia, Cesca, con el diminutivo de su hija Francesca. Tenía 26 años y lo había diseñado casi todo. Si el tubo de acero había caracterizado los años veinte, la madera plegada y curvada de sus asientos Isokon daría color a la década de los treinta. Éstos fueron sus últimos muebles. Había cuajado dos obras maestras y se había convertido en empresario cuando abandonó la Bauhaus.
Por si no había quedado claro que Walter Gropius estaba convencido de la valía del joven húngaro, siendo decano en la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, lo reclamó para que fuera allí a dar clases. Desembarcó en Boston huyendo de las leyes antisemitas, y de nuevo fue Gropius quien le abrió las puertas. Tenía 36 años y era un recién llegado con escasa experiencia como arquitecto cuando una mecenas, la norteamericana Helen Storrow, le encargó que le diseñara una vivienda en Lincoln (Massachusetts). Un año antes, la señora Storrow había hecho lo mismo con Gropius. Ambas casas, las de los entonces profesores de Harvard, figuran hoy en los anales de la arquitectura moderna.
Su apuesta por solucionar de otra manera los problemas domésticos de siempre quedaría reflejada, y superada, en las más de 60 viviendas que, con el tiempo, levantaría en su país de adopción. Los componentes prefabricados, la idea de una arquitectura aditiva -que funciona como una suma de módulos-, están presentes en buena parte de esos trabajos: "Una casa no ha de ser el retrato de un cliente ni el autorretrato de un arquitecto. Aunque pueda asimilar elementos de la personalidad de ambos, una casa debe servir a varias generaciones". Tras cuatro años de una intermitente asociación con Gropius abandonó a su mentor y la universidad donde ambos enseñaban. Se instaló en Nueva York. Muy cerca, en Nueva Canaan, construiría su segunda vivienda. Sencilla e ingeniosa, como las casas que le reportaron fama, el gran voladizo que forma la terraza sobre un porche exterior marcó la silueta de esta nueva residencia.
Tenía 50 años cuando su vida dio un vuelco. Le llamaron de París para que construyera, junto al italiano Pier Luigi Nervi y el francés Bernhard Zehrfuss, la sede central de la Unesco. A partir de este proyecto, el antiguo mueblista apostaría por la desnudez del hormigón y por la monumentalidad de las masas ciegas. En un tiempo en el que proliferaban los muros cortina del estilo internacional, él, que había apostado primero por la madera, lo hacía ahora por la textura, la solidez y la expresividad del hormigón. El proyecto de la Unesco no sólo le reportó un estilo. Abrió la puerta de los encargos internacionales.
Con los grandes proyectos, el arquitecto dejó de hacer casas sencillas para diseñar grandes villas. La sencillez y los detalles de mueblista virtuoso de sus primeras viviendas americanas cedieron terreno a obras monumentales. Con ellas, y no sólo por el tamaño, Breuer consiguió sus mayores logros, pero también sus más dolorosas equivocaciones. Las cualidades esculturales que funcionaban para los grandes encargos -el Hunter College, en el Bronx; el Centro de Investigación para IBM, en La Gaude (Francia); el Museo de Arte, en Cleveland (Ohio); la iglesia de San Francisco de Sales, en Michigan; la abadía de San Juan, en Collegeville (Minnesota); el priorato de las Hermanas de San Benedicto, en Dakota del Norte, o el magistral Museo Whitney, en Nueva York- no acababan de funcionar en su nueva hornada de viviendas. Breuer se alejaba de la gente. Sus casas de ricos, a juicio de sus detractores, no servían para la vida doméstica, algo que tan sagazmente había sabido resolver en sus primeros trabajos como arquitecto. Breuer era un tipo tan campechano como inspirado. El ambiente sin pretensiones de una cabaña desmontable que levantó junto a Cape Cod para pasar los fines de semana habla de él. Pero también lo hacen los retratos con otras personalidades de la época en los que aparece, entre tímido y admirado, contemplando de reojo a Jaqueline Kennedy cuando ésta acudió a ver cómo progresaban las obras del Whitney en la calle Madison. Jackie ya era la viuda de América, y un Breuer encorbatado ocupa con ella el primer plano de la fotografía. Pero su media sonrisa incómoda y dubitativa, y su mirada esquiva al fotógrafo, le acercan más a la segunda fila de albañiles que posan sonrientes con sus cascos y sus camisas a cuadros que al rostro hermoso, sonriente y gélido de la futura señora Onassis.
Cuando comenzó a trabajar en los grandes encargos religiosos, Breuer era ya todo un proyectista internacional con edificios en varios continentes. Su despacho neoyorquino se había quedado pequeño. Sus 50 empleados -ascendió a asociados a algunos de ellos, aunque les doblaba la edad- no daban abasto con los encargos que recibían. Pero no todo fue en ascenso. A Breuer le tocó vivir una última década amarga. Los años setenta fueron testigos de las dudas sobre el movimiento moderno, y vieron también la crisis del hormigón. Marcel Breuer, abatido y cuestionado por los estudiantes, aguantó el tirón. La crítica y las modas ponían entre la espada y la pared las ideas y los materiales con los que había construido su vida profesional. No sabía ni quería renunciar a ellos. Esa decisión, la de aferrarse a sus ideas, casi enterró su arquitectura durante los últimos 10 años de su vida. Estaba enfermo, le fallaban las fuerzas y comenzó a delegar decisiones. En julio de 1981 murió en Nueva York. Tenía 79 años. Él, que había trabajado desde que era un adolescente, llevaba casi un lustro sin firmar un proyecto.
La exposición que ahora llega a España -organizada por el Museo Vitra hace tres años para conmemorar el centenario de su nacimiento- resulta paradójica. Arroja nueva luz sobre la figura de Marcel Breuer. Descubre que lo que se recuerda no fue exactamente como se recuerda. Apunta que uno de los más sobresalientes diseñadores de todos los tiempos fue en su madurez un arquitecto genial. Hoy, cuando se valora la cualidad escultórica de los edificios, cuando se juzgan sabios los recursos humildes en las viviendas y cuando tantos proyectistas han tomado prestadas ideas, soluciones y formas de este húngaro autodidacto, es el momento de repensar su obra. El chileno Mathias Klotz -que es, junto al estudio madrileño Tuñón-Mansilla, uno de los proyectistas contemporáneos más tocados por la estela de Breuer- lo ha descrito así: "Breuer entendió que la grandeza y la sabiduría pueden consistir en dar un paso atrás". Y así fue. Breuer retrocedió para avanzar. Por eso fue siempre por delante.
La exposición de Marcel Breuer puede verse en la Fundación Pedro Barrié de la Maza (A Coruña) hasta el 16 de octubre.
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