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Reportaje:Costa Rica

Culto a la naturaleza

Un país que ha entendido como pocos lo que significa desarrollo sostenible, que ha protegido el 25% de su territorio y ha investigado nuevas e imaginativas fórmulas de ecoturismo. Un millón y medio de visitantes se acercaron el año pasado a Costa Rica, una moderna versión del paraíso.

El dueño de un hotel en la costa, un hombre grande y afable, cuenta la historia de su papá, colonizador de la zona que, al no disponer de carreteras, llegaba a la playa en avioneta. Un día vio a una bella mujer de torso desnudo meciéndose sobre las olas del océano Pacífico. Se fijó mejor en ella. Tenía cola de pescado. Era una sirena. Para celebrar el feliz acontecimiento, el papá encargó una estatua de bronce a imagen y semejanza de la sirena, y la plantó sobre unas rocas, en la playa que tomó el nombre de La Sirenita.

Marvin, capataz de un hotel levantado en medio de la selva -tez curtida, sombrero y buen mostacho-, cuenta que la catarata del Indio debe su nombre a un indio que se veía obligado a cruzar el río Chires para dar una serenata a su amada, guitarra en bandolera. Cayó una tormenta, el río andaba crecido, y el indio sólo logró darle la guitarra a su amada, que le esperaba en la ribera opuesta, antes de que las aguas se lo llevasen para siempre. Los días de crecida se ve a la india sobre las aguas, con la guitarra, y se escuchan sus dulces acordes.

El gerente de un hotel situado en una amplia y exuberante parcela, mientras nos muestra las instalaciones, asegura que la construcción no requirió la tala de ningún árbol.

Las tres son leyendas costarricenses, pero la más interesante es la última, la más prosaica, la del hotel, porque implica una obsesión genuina por la preservación y el respeto por la naturaleza, o, al menos, por transmitir la imagen de esa obsesión.

Costa Rica, ese pequeño país centro-americano del tamaño de Suiza, ha decidido desde hace años apostar por la naturaleza. En tan sólo el 0,03% de la superficie terrestre mundial, cuenta con el 4% de las especies del planeta. Más del 25% de su territorio está protegido mediante reservas o parques naturales; atrae a naturalistas y biólogos de todo el mundo; acoge programas de investigación sobre ecología, conservación o agricultura en sus universidades locales y extranjeras; otorga certificados de sostenibilidad a las empresas del sector turístico que lo merezcan, y es pionero en la búsqueda de soluciones que rentabilicen su extraordinaria riqueza biológica. Ideas como la condonación de deuda externa a cambio de la protección medioambiental o la creación a finales de los años ochenta del Instituto Nacional de Biodiversidad (Inbio) atraen la atención de la comunidad internacional. El Inbio, una institución de gestión privada, nació con el objetivo de realizar un inventario del patrimonio natural costarricense, promover su conservación y buscar sustancias químicas y genes presentes en organismos vivos que puedan ser utilizados en la elaboración de productos por parte de las industrias farmacéutica, cosmética u otras. El Inbio, premio Príncipe de Asturias en 1995, ha catalogado ya más de 20.000 especies y, de media, descubre una nueva cada tres días

La historia de Costa Rica, enclavada en una región azotada por la pobreza, la violencia, las enfermedades y los desastres naturales, es la de un éxito relativo. Es cierto que su economía es frágil, y que el nepotismo y la corrupción están muy extendidos. Pero también que su democracia es estable; que el nivel de vida, en comparación al de sus vecinos, es envidiable; que la educación y la sanidad están cubiertas por el Estado, y que, como proclaman orgullosos sus habitantes, los ticos, la inexistencia de un ejército demuestra su vocación pacifista. Y dado que en el país no hay ruinas precolombinas o coloniales de consideración, la naturaleza es el pilar sobre el que se asienta el turismo, primera fuente de ingresos del país. "Costa Rica, sin ingredientes artificiales", según el lema de la última campaña para captar visitantes.

Lo primero que llamó mi atención al llegar al aeropuerto Juan Santamaría, en Alajuela, fue un enorme cartel en el que se veía a un hombre practicando algún deporte de aventura en medio de la selva. En el exterior, el golpe de calor y humedad me recordó que estaba en un país tropical. Y ya en el autobús, de camino a San José, la capital, en una carretera zigzagueante que parecía que podía ser devorada por la vegetación en cualquier momento, escuché por primera vez de boca de un costarricense palabras como biodiversidad, sostenibilidad, ecoturismo, armonía, naturaleza o especies. Las oí tantas veces durante el viaje, repetidas por guías, ejecutivos, funcionarios y empresarios o leídas en periódicos, folletos o carteles, que, perdido su significado, se acabaron convirtiendo en una especie de mantras. Costa Rica, por necesidad, para sobrevivir y encontrar su lugar en un mundo ferozmente competitivo y ecológicamente degradado, ha convertido el concepto de sostenibilidad en religión.

De noche, desde un mirador en lo alto de San Antonio de Escazú, San José y las poblaciones cercanas se ven como un mar de luces rodeado de montañas. San José -una ciudad con 300.000 habitantes, de clima primaveral durante todo el año; con un centro trazado en cuadrícula, construcciones bajas, comercios con cierto aire norteamericano y escasos edificios antiguos de interés- parece, más que una capital, un pueblo grande. Está situada en el Valle Central, una región en la que se combina un valle fértil y poblado con montañas y volcanes, en cuyas laderas crecen plantaciones de café y se levantan frondosos bosques cubiertos de nubes cerca de las cumbres.

En apenas unas horas, cualquier turista recién llegado a San José puede irse de excursión; por ejemplo, al parque nacional Braulio Carrillo, y, si tiene suerte, internándose en sus bosques lluviosos de llanura surcados por ríos, o en los nubosos de las cotas más altas, puede ver un jaguar, tucanes o pecaríes. O, para los menos arrojados, visitar una granja productora de mariposas que se exportan al mundo entero, y ver una Morpho o celeste común, famosa por el azul eléctrico de sus grandes alas. O acercarse al parque nacional Volcán Poás y, zarandeado por el viento, asomarse a la caldera de un volcán activo, de kilómetro y medio de diámetro, con una laguna circular caliente; escuchar los silbidos de las fumarolas de un cono de escorias que se ha elevado en los últimos decenios, y en un día despejado ver, a un lado, el océano Pacífico, y al otro, el mar Caribe.

La razón de que un visitante pueda ver paisajes y especies tan diferentes en tan poco tiempo tiene una explicación sencilla. Costa Rica, situada en el extremo meridional del istmo centroamericano, forma parte de un corredor que puso en contacto la flora y la fauna de América del Norte con las del Sur. Una dorsal montañosa, presionada por fuerzas tectónicas que producen volcanes y terremotos, la recorre de noroeste a sureste, y separa las tierras bañadas por el Pacífico de las del Caribe. Las constantes diferencias de altitud determinaron la aparición de una variedad enorme de climas y microclimas. Súmese a lo anterior que de norte a sur mide tan sólo 480 kilómetros de longitud, y 280 kilómetros en el punto más ancho, y ya sabemos por qué se puede disfrutar de una diversidad asombrosa en cuestión de días. Cuando ves el Valle Central iluminado no puedes dejar de pensar que donde comienza la oscuridad se levantan montañas y volcanes surcados por ríos; que hay plantaciones de café, palmeras africanas, piña, cacao o banano; que más allá hay llanuras y sabanas, o playas blancas y negras, o arrecifes de coral y manglares, y que, no demasiado lejos, protegidos por la noche, hay ballenas, cocodrilos, tortugas marinas, pumas, perezosos, murciélagos, águilas, colibríes y, sobre todos ellos, el mítico quetzal, de plumaje verde esmeralda iridiscente: la Serpiente Emplumada de los mayas.

En un solo desayuno, da igual el hotel en el que te alojes, recibes algo de información del país en el que te encuentras. Arroz con cilantro, frijoles y banana frita. Zumos naturales de piña, melón, mango y papaya. Una mariposa amarilla que pasa por encima del plato, cuatro moscas posadas en un mango troceado, un lagarto que mira fijamente no se sabe dónde. Viajo en autobús hacia el Pacífico Central, una región situada al suroeste de San José, de transición entre un clima húmedo y otro más seco, en la que las montañas mueren en la llanura y las playas grises del Pacífico; allí donde los surfistas buscan the big one, la gran ola, mientras a algún costarricense borracho de guaro, el aguardiente nacional, lo engullen las fuertes corrientes. En el cielo, un zopilote cabecirrojo planea, y en la carretera, unos niños vestidos con camisa blanca y pantalón azul marino, sonrientes y con la mochila a cuestas, se despiden de su madre, apoyada sobre el muro bajo del jardín de su casa, en el que destacan las espléndidas flores rosas de un café de Brasil de tronco liviano. Bajo un cartel que reza "La eucaristía y la catequesis nutren la vida de las familias", un hombre con el torso desnudo lleva a su hijo en bicicleta al colegio. La primera vez que me bajé del autobús fue en el puente sobre el río Tarcoles, y allí comprobé hasta qué punto en Costa Rica se está en contacto directo con la naturaleza. Sobre un banco de arena, cinco cocodrilos de corpachones rugosos y cola interminable compartían silencio, formando un círculo, con los morros enfrentados. Otro cocodrilo cruzó bajo el puente, nadando con un movimiento sinuoso, y desapareció por completo bajo las aguas naranjas. Antes, los ganaderos los cazaban para proteger sus reses. Ahora se les persigue menos, y han vuelto a reinar sobre algunas zonas del río Tarcoles.

La recuperación de los cocodrilos es una historia esperanzadora. Y hay otras. Cerca de Quepos, un pueblo costero destino de los aficionados a la pesca deportiva, está el rancho Las Tilapias, el típico centro recreativo que ofrece excursiones a caballo y otros servicios a los turistas. Allí, en unas piscinas, se crían tilapias, un pez proveniente de África parecido a la piraña. En el restaurante se sirve el pez recién pescado. Naturalmente, el negocio está, entre otras cosas, en producir peces. Junto a las piscinas hay un río, y sus árboles están plagados de bellos martines pescadores collarejo, con la cresta y el cuerpo azul grisáceo, y el pecho anaranjado. Los martines pescadores se lanzan en picado y se zampan las tilapias. Son una molestia, pero no se cazan. Para colmo, un día, un caimán se metió en la piscina. Imaginen el festín. Y allí sigue el caimán, saliendo a la superficie cada cierto tiempo para respirar, engordando, empachado de tilapias. Si no hubiera una conciencia muy aguda a favor de la preservación de la naturaleza, los martines pescadores y el caimán tendrían los días contados.

Por supuesto, no todas las historias tienen un final feliz. En esta región, que recibe un buen número de turistas canadienses y estadounidenses -atraídos por la tranquilidad, los bellos paisajes, el mar bravío o los precios asequibles-, basta con leer un ejemplar de un humilde periódico local, El Costanero, para darse cuenta de la tensión entre la conservación del medio natural y el desarrollo económico. En el editorial se advierte que la construcción irregular pone en peligro la riqueza natural de la zona. Unas páginas después, el periódico se hace eco de una polémica sobre la protección de unos humedales, y en otra sección se recuerda con cierta sorna que el Movimiento Mundial por los Bosques aseguró que el turismo disfrazado de ecológico acelera la deforestación en Costa Rica. La especulación inmobiliaria, la tala de bosques para la obtención de pastos para el ganado o la agricultura de supervivencia amenazan este paraíso tropical.

El autobús cruza un río por un precioso puente de hierro, reliquia de la época en la que la United Fruit Company dominaba el país con sus enormes plantaciones de bananos. La Residencia de los Sueños es un conjunto de casitas prefabricadas de color rosa pálido con los jardines pelados. Un sargento, un pequeño pájaro negro y rojo, se posa sobre un árbol. Hay extensiones de palmas africanas, de cuyo fruto se extrae un aceite refinado para cosméticos, y otro más burdo, industrial. La carretera atraviesa Parrita, un pueblo polvoriento y limpio a la vez, con comercios de una planta, que sufrió un terremoto de 6,4 grados en la escala Richter el 20 de noviembre de 2004: dañó la clínica y la iglesia católica, y elevó el suelo en algunas zonas unos 30 centímetros. En Parrita, como en toda la región y en todo el país, se sueña con que el ecoturismo traiga el bienestar. Del casi millón y medio de turistas que visitaron Costa Rica en 2004, a muchos les atrajo la posibilidad de practicar deportes de aventura en parajes de ensueño: parapente con motor, rafting, tirolina, paseos a caballo, kitesurf, conducción de cuadraciclos… Aunque la mejor manera de ver fauna y flora, o de "estar en armonía con la naturaleza", ha sido y será pasear. Por ejemplo, visitando el parque nacional Manuel Antonio, que cuenta con 680 hectáreas de bosque lluvioso, playas de arena blanca y una amplia zona de mar protegida, con barra de coral incluida. Es uno de los más visitados del país, y la afluencia diaria de turistas es limitada. Al entrar te sorprende ver bañistas tomando el sol en la playa. Un pizote, de la familia de los mapaches, pardo, de morro puntiagudo, con el pecho blanquecino y un anillo negro en su larga cola, rebusca en la mochila de una bañista, que se revuelve como un felino y logra alejarle. En los caminos de arena flanqueados por bosques te cruzas con turistas congestionados que miran al suelo para no pisar las procesiones de hormigas cortadoras que llevan pedacitos de hojas a cuestas. No se puede fumar al aire libre, pero no vale la pena quejarse. Estás en la selva, y si la selva son los pulmones de la Tierra, exhalar humo en su interior es un sacrilegio. Las papeleras son de latas de Coca-Cola recicladas. El guía, uno de los cerca de 800 que han estudiado en el Instituto Nacional de Aprendizaje para trabajar en reservas estatales y privadas, pastores de la nueva religión del ecologismo, es un joven simpático, tan bien dotado para avistar una rana variegada arborícola como para piropear a una mujer guapa. Camina con un telescopio portátil y, cuando se detiene, sabes que sus ojos rasgados han cazado algo. Puede ser un chocuaco o pico-cuchara limpiándose el plumaje de sus alas grises, una iguana negra sorbiendo el jugo de un cangrejo de tierra atrapado entre sus fauces, una rana ternero escondida en un agujero, un perezoso de tres dedos durmiendo sobre una rama, o un grupo de monos carablanca dando saltos. O puede que, al pararse junto a un árbol, el guía, muy serio, te explique que es un manzanillo, y que hay que tener cuidado. Su savia es tóxica, y no se puede tocar, ni dormirse bajo su agradable sombra.

En Costa Rica, las propuestas para los amantes de la naturaleza son casi infinitas. En el teleférico del Bosque Lluvioso Pacífico, las familias, subidas en góndolas pintadas de verde, sobrevuelan un bosque lluvioso secundario y otro primario, con el océano en el horizonte. En una maraña de verdor húmedo donde se mezcla el sonido ensordecedor de las chicharras con los cantos más agradables de los pájaros, sobre la que caen cuatro metros de lluvia al año y que sólo es capaz de atravesar el 3% de la luz solar, hay cecropias, regeneradoras del bosque, de cuyos frutos se alimentan 50 especies diferentes, con hojas secas que parecen manos de momias; copales, que dan frutos utilizados como repelente; jabillos, que se defienden de los mamíferos con sus troncos espinosos; árboles de la balsa, cuya madera es muy apreciada por los maquetistas; ficus estranguladores, que parasitan el árbol en el que se enroscan hasta matarlo lentamente; indios desnudos, que se despojan de su corteza rojiza para prevenir la invasión de parásitos; liana escalera de mono, que se eleva en tirabuzón, con propiedades curativas para la vesícula; bambúes cola de caballo, trepadores… Y sobre una rama, un tucán de Swainson muestra su enorme pico amarillo y negro, y nos observa intrigado con sus ojillos enmascarados de verde brillante.

En unos días, y sin ser un experto ni dedicarle demasiado tiempo, ayudado de un buen libro, catalogué unas 45 especies de animales, además de disfrutar de paisajes asombrosos y de la amabilidad de la gente. De los propios costarricenses, y de los demás también, depende que la biodiversidad de esta pequeña joya centroamericana no se pierda y que la podamos seguir disfrutando. Leer libros como La Tierra herida, la conversación entre Miguel Delibes, padre e hijo, quizá ayude a que nos demos cuenta de la importancia de la preservación del medio ambiente. Es de sentido común.

Playa de Puerto Viejo de Talamanca, en la costa caribeña.
Playa de Puerto Viejo de Talamanca, en la costa caribeña.ÁLVARO LEIVA

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