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Columna
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Un toque de serenidad

La 51ª Bienal de Venecia, una institución histórica que ya suma 110 años, ha elevado a su máximo la participación de pabellones nacionales, este año más de 70, pero, como contrapartida, ha reducido la dimensión de las muestras que se reserva el comisariado de la Bienal. No ha sido una decisión motivada por ningún ajuste presupuestario, aunque quizá sí haya influido el hecho del muy poco tiempo que han tenido para llevar a cabo su trabajo las españolas María Corral y Rosa Martínez, respectivamente encargadas de la exposición del Pabellón Central de los Giardini y del Arsenale.

Antes de nada, digamos que no sólo es la primera vez que el comisariado de la Bienal se ha dividido, sino también que las responsables son dos mujeres y, además, extranjeras. En cualquier caso, haciendo de la necesidad virtud, María Corral y Rosa Martínez han decidido restringir el número de artistas seleccionados, lo cual ha permitido que el recorrido sea menos agobiante, la contemplación de las obras mejor y que su montaje se desenvuelva dentro de una mayor claridad. De esta forma, el conjunto tiene un toque "museal", serio, sereno, elegante, diáfano, sí, pero también por esa misma causa más aburrido que académico. Los respectivos títulos de cada una de las convocatorias apuntan en esta dirección: muy contundentemente el de María Corral, que ha hecho anteceder su selección con la fórmula La experiencia del arte, pero el Siempre un poco más lejos, de Rosa Martínez, tampoco parece proclamar una posible exuberancia de sorpresas. ¿Puede haber algo así al margen de la voluntad de las actuales comisarias? En realidad, desde que la actualidad artística se ha adueñado del mercado, resulta, no digo difícil, sino prácticamente imposible que una Bienal o una Documenta aporten otras novedades que las que han sido ya presentadas con abundancia por galerías y ferias. De manera que, se quiera o no se quiera, quienes tienen semejantes responsabilidades deben elegir entre una fogosa acumulación aturdidora o la seriedad aburrida de lo consabido.

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De todas formas, hay que agradecer a Corral y Martínez no sólo que hayan incluido en sus respectivas muestras un número insólitamente alto de artistas españoles -Tàpies, Hernández Pijuán, Juan Uslé, Pilar Albarracín, Cristina García Rodero, Perejaume, Juan Muñoz-, sino que se hayan atrevido a salir de los canales más habituales impuestos por el mercado, hoy dominado de forma opresiva por Estados Unidos y Alemania. Esta independencia demostrada quizá explique la escasez de público visitante en los días en los que se concede la entrada sólo a los profesionales del arte, una cita, por tanto, previa a la inauguración oficial, porque este año uno tiene la sensación de falta de gente o, al menos, de mucha menos gente que la que habitualmente abarrota las salas durante estas jornadas excitantes.

El planteamiento de María Corral ha sido sin duda el más convencional y esteticista, con la presencia de grandes maestros, algunos ya fallecidos, como Francis Bacon o Philip Guston, la selección del segundo bastante mejor que la del primero, pero también grandes maestros vivos, como Antoni Tàpies, Bruce Nauman, Dan Graham, William Kentridge, Barbara Kruger, Agnes Martin o Thomas Schütte. Muy interesante ha resultado la presencia de las pinturas de Marlene Dumas, así como la elegante instalación de Cildo Meireles. Sin embargo, desde mi punto de vista son decepcionantes las pinturas de Gabriel Orozco. Si a todo esto añadimos una instalación espectacular de Raquel Whiteread y las fotografías de Thomas Ruff nos podremos hacer una idea aproximada de un conjunto sólido, aunque, insisto, sin demasiados riesgos.

Podría parecer que la actitud de Rosa Martínez debería ser comparativamente más audaz, lo que ocurre es que la audacia hoy está en rebajas, a fuerza de expenderse todos los días en los grandes almacenes. En este sentido, el arranque de su recorrido marcado por lo que en principio da la sensación de ser una apoteosis feminista, enseguida termina languideciendo por un estuario de ramificaciones políticamente correctas sin demasiada pimienta. Evidentemente, hay mucho vídeo y un uso agobiante en general de iconos, pero no se tiene casi nunca la sensación de estar ante nada provocador, diferente o inquietante. No es, en cualquier caso, mal asunto el buen papel que en ese batiburrillo hace la española Pilar Albarracín con sus dos vídeos plenos de brío e ironía.

Para terminar algo hay que decir de los numerosos pabellones nacionales, la mayor parte desdichadamente muy poco interesantes. El pabellón español, en esta ocasión, ha tenido como artista invitado a un histórico, Antoni Muntadas, que ha hecho una obra dentro de su estilo conceptual, diseñada de forma sofisticada y elegante. Destaca, a mi juicio, el pabellón nacional de Estados Unidos, ocupado por una figura de la envergadura de Ed Ruscha. El pabellón británico es todo lo divertido que pueden resultar esos dos conceptuales metidos en años que se llaman Gilbert and George. El pabellón alemán personalmente me ha parecido una mamarrachada, lo cual es bastante raro. Y, sin embargo, me ha parecido particularmente brillante el pabellón francés que ha ocupado monográficamente la artista Annette Messager, con su narración, entre ácida y divertida, de Pinocho como nuevo modelo de artista comprometido. ¡Y qué más les voy a contar ya si todavía quedan 65 pabellones!

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