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Quizá no vayamos tan mal como parece

Antón Costas

Creo que fue Carlyle el que en el siglo XIX dijo que la economía, una disciplina que estaba naciendo en aquel momento, era una ciencia lúgubre, y algo de razón tenía, porque si no la Economía como disciplina científica, al menos los que la practican, los economistas, son proclives a ver en la realidad económica sólo las tendencias más pesimistas o negativas. Vamos, que son el prototipo de personas que si creen que algo puede ir mal, piensan que irá mal.

Quizá algo de eso está ocurriendo con la lectura que los economistas hacen de la realidad económica española. Por un lado, la economía va como una moto, al menos si la comparamos con la de la mayoría de sus socios europeos. Por si no fuera evidente, la revisión de la Contabilidad Nacional del periodo 2000-2004, llevada a cabo por el Instituto Nacional de Estadística, ha revisado al alza prácticamente todas las variables: nivel de actividad, empleo, inversión productiva y afiliados a la Seguridad Social. Sólo un dato empaña esta fotografía nítida e idílica: el déficit exterior sigue creciendo de forma persistente.

Sin embargo, si uno lee los informes y estudios económicos que analizan la naturaleza y los fundamentos del crecimiento de la última década y trata de conocer las pautas de comportamiento a medio y a largo plazo, la fotografía se hace más borrosa y los presagios se vuelven más lúgubres: la economía española sería como el que va en una bicicleta cuesta abajo y sin frenos: al primer obstáculo se puede estrellar.

Me viene esta imagen a la cabeza al leer estos días un nuevo libro recientemente editado por el Centre d'Economia Industrial que recoge las colaboraciones de un nutrido grupo de economistas y en el que se analiza en clave de futuro el comportamiento de la industria manufacturera española (La industria en España: Claves para competir en un mundo global, Editorial Ariel, marzo 2005). Además de la calidad de los trabajos que estudian los aspectos del comportamiento de nuestras empresas, el libro tiene la virtud de haber incluido un primer capítulo en el que el economista y periodista Jordi Goula sintetiza las aportaciones de los demás autores, en ocasiones de no fácil lectura, y extrae conclusiones polémicas y provocadoras.

A modo de resumen general, se puede decir que los autores se inclinan a pensar que España no ha sabido aprovechar las excepcionales y positivas circunstancias que ha vivido desde 1995 hasta la actualidad. Mientras que otros países analizados (el Reino Unido, Francia, Alemania, Japón, Corea, etcétera) han basado su crecimiento, más o menos intenso, en una estrategia de concentración en sectores de mayor valor añadido y han apoyado su competitividad en innovación y calidad, en vez de en costes, nuestro país no ha acometido un claro proceso de reestructuración hacia esos sectores de futuro, sino que ha basado su éxito de crecimiento en una estrategia de intensa expansión y mejora de los sectores tradicionales. Para ello, ha aprovechado la contención de costes (financieros y laborales) y las mejoras del tipo de cambio real efectivo hasta la entrada de la peseta en el euro para seguir siendo competitivos en mercados de baja calidad y mercados maduros, sometidos cada vez más a la competencia de los países emergentes, como el caso de China.

Si aceptamos este análisis, surge una pregunta preocupante: ¿por qué nuestros empresarios son tan miopes y se concentran en actividades que, aun cuando son rentables a corto plazo, no tienen futuro? Si admitimos, como acostumbran a hacer los economistas, que la gente es racional, y los empresarios en mayor medida, ¿por qué esa conducta racional no les lleva a ver lo que es más conveniente para ellos mismos, para los trabajadores y para la sociedad española en su conjunto? Alguna respuesta hay en el libro, pero habrá que profundizar en mayor medida en esta cuestión.

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La conclusión general que cabría extraer de este y de otros estudios e informes publicados en los últimos dos años es que, a pesar de que hemos crecido y acortado las distancias que nos separan en riqueza y bienestar del resto de los países europeos desarrollados, no somos capaces de aprovechar las circunstancias para asegurar la sostenibilidad futura de esa riqueza y bienestar. Dicho de forma más coloquial, la economía española está bien, pero va mal.

Ahora bien, ¿va tan mal como parece? No sé si me dejo llevar por un optimismo forzado, pero tengo la impresión de que las cosas quizá no vayan tan mal como parece. Es posible que el bosque de las pequeñas y medianas empresas, en muchos casos de escasa productividad y capacidad de innovación, no nos deje ver los árboles que están creciendo de forma intensa en nuestro tejido empresarial y que se están mostrando capaces de resistir los fuertes vientos de la competencia internacional. De hecho, es sorprendente el éxito alcanzado por un buen conjunto de empresas españolas en los últimos años, en todas las comunidades autónomas, muchas de ellas con creciente proyección internacional. Esto era impensable hace sólo 10 años. Tengo la impresión de que hemos de concentrarnos en estas historias exitosas porque, por una parte, alientan el optimismo sobre nuestra capacidad para competir, y por otra, nos pueden dar pistas valiosas acerca de las estrategias empresariales, las políticas públicas y los arreglos sociales más adecuados para diseñar una estrategia de competitividad para la economía española, basada en la mejora de la productividad y la innovación, y no en la competencia en salarios, el empleo precario y el capital humano de baja calidad. Pero de esto, si les parece, hablamos otro día.

Mientras tanto, no deberíamos despreciar la importancia de seguir creciendo. Como en cierta ocasión señaló el premio Nobel Robert Solow, si tenemos que obsesionarnos por algo, no es mala opción obsesionarnos con la maximización de la renta nacional. Por lo tanto, disfrutemos de nuestro crecimiento actual, que aún tiene gas para rato.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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