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Columna
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Añoranza del excéntrico

Javier Marías

Antes de nada, una precisión: a raíz del suicidio del adolescente llamado Jokin, tras padecer el largo y sistemático hostigamiento de sus compañeros de instituto de Fuenterrabía, la prensa y nuestros más inefables psicólogos hablan a menudo del "acoso escolar", o bien de algo mucho más ridículo y -cómo decir- palurdo. Lo oí hace poco en televisión, pero no era la primera vez: "Este fenómeno", clamaba el ignorante locutor, "ya tiene nombre, según los psicólogos" (tan ignorantes como él): "se llama bullying, del inglés". Me quedé atónito, porque el tal fenómeno tiene nombre en español desde que yo iba a la escuela, como mínimo. Un school bully ha sido siempre lo mismo que un "matón de colegio" en castellano, y así se ha traducido hasta que gran parte de los traductores dejaron de saber traducir. Así que en nuestra lengua hay nada menos que tres formas para elegir: "matonismo", "matonería" y "matoneo". Basta de sandeces, por favor.

Pero esto era antes de nada, y no de lo que quería hablar. A raíz de este caso de Jokin, supongo que quien más quien menos se ha parado a reflexionar, y aun a indagar, y desde luego a recordar. Como soy de los que creen que en todos los colegios se dan y se han dado los mismos tipos básicos -incluso en cada clase-, y que su mundo es un microcosmos en el que ya se nos plantean los principales conflictos con que nos encontramos después en la vida, no me cabe duda de que todos hemos conocido a matones y a víctimas, a chulos y a apocados, a avasalladores y a tímidos, a brutos y a delicados. Al menos en los colegios masculinos y mixtos (en los femeninos no lo puedo asegurar). Nada de esto es nuevo, sino tan viejo como la grey, probablemente. Y, sin embargo, algo debe de haber cambiado, para que hoy constituya tan grave problema y, en el caso de Jokin, haya tenido consecuencias trágicas primero y judiciales a continuación.

Si, a la luz de mi experiencia y la de mi generación, intento hacerme idea del infierno por el que hubo de pasar el joven Jokin para subirse a lo alto de una muralla y arrojarse desde allí el día en que no pudo más, el mayor impedimento que encuentro es el insólito grado de soledad en que se debió de sentir sumido. Lo que más me cuesta imaginar, respecto a mi propio pasado de colegial, es que, estando todos sus compañeros al tanto de lo que ocurría (y los pasivos profesores también), no hubiera uno solo que lo defendiera, lo ayudara, pusiera freno a los matones o al menos le diera ánimos para aguantar. Ojo, no estoy hablando de heroísmo, ni de una reacción dictada por el sentido de la justicia, de la responsabilidad, de la compasión o de la solidaridad. Eso sería mucho pedir, a edades tan inseguras como la adolescencia y en un ámbito tan gregario como el del colegio. Uno de los mayores pavores de los muy jóvenes es a ser rechazado por los demás. Casi todos nos hemos preocupado por vestir como los otros; por soltar tacos cuando tocaba soltarlos; por no diferenciarnos mucho del montón y de lo que el montón imponía en cada curso como lo debido, o lo divertido, o lo que se llevaba. Todos hemos visto, también, cómo se creaba una tendencia a meterse con alguien, con el raro, el gordo, el torpe, el afeminado, el inadaptado o el acobardado, y cómo se le empezaba a hacer la vida imposible a base de burlas, zaherimientos, insultos, bromas pesadas y hasta agresiones. Si algo así es una tortura en la edad adulta, qué no será en la juventud extrema.

Pero -y esta es tal vez la diferencia con lo que ocurre hoy, según me cuentan amigas que enseñan en institutos y conviven con escolares- antiguamente casi siempre había algún compañero "importante" que, aunque sólo fuera por ánimo de destacar, de llevar la contraria y de desafiar o medirse, solía parar algo los pies a la banda de matones e inesperadamente ponía bajo su tutela a la víctima, haciéndola así menos víctima. Por "importante" entiendo un colegial que no perteneciera a la facción débil o marginal de la clase, sino a la dominante, a la deportista, a la gamberra, a la segura de sí misma y "popular". Alguien que quería hacerse el original o el excéntrico, señalarse. La mayoría de los colegiales tenían clara su casi obligada resistencia o confrontación con el profesorado, y por eso el chivatazo nunca estuvo bien visto. Pero unos cuantos, en cada clase, tenían también claro que, en algunas ocasiones o en algunos aspectos, podía y debía ofrecerse resistencia o confrontación a la masa, y que no era aconsejable acatar cuanto ésta estipulase o exigiese. Y se sabía que esa era la única forma de hacerse de verdad respetar. Si uno acataba todo, se hacía "perdonar", pero no respetar. Y lo que a unos cuantos interesaba era esto último. Ya digo que a esos -uno solo a veces- no los guiaban por fuerza los impulsos nobles, sino a menudo el mero afán de distinguirse y de no confundirse con el rebaño todos los días y en todos sus actos. Quizá sea eso lo que ha desaparecido en buena medida; quizá lo grave de nuestro tiempo sea que la masa ha adquirido tal peso que nadie, ni por reto ni por extravagancia ni por presunción, se atreve ya a desgajarse de ella. Y quizá sea a los excéntricos, por tanto, a quienes haya que echar mucho de menos, en los colegios y en la sociedad.

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