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MODA | ESTILO DE VIDA

Ilustrando lo bonito del mundo

Tras el inapelable éxito de sus bolsos, libretas, toallas y bolígrafos, Jordi Labanda entra en el mundo del vestir con una línea de camisetas. Un nuevo lienzo para sus ilustraciones que nace con muy buen pie: 50 modelos colocados en 40 países y de los que ya hay falsificaciones en la calle.

Patricia Gosálvez

Turistas y carritos de bebé conspiran para hacer la Rambla intransitable. Es Sant Jordi, y el centro de Barcelona, un avispero de gente, y rosas, y bolsas de la Fnac. En un aledaño, un portón aísla un palacio del XVII; huele a iglesia. Jordi Labanda sale a recibir el día de su santo, menudo y amable. Tras la puerta, un jardín privado donde las primeras moscas del verano son una visión a contraluz.

El ilustrador, de 37 años, habita un espacio salido de la alta comedia. Un estudio y apartamento de soltero para David Niven, con paredes de ébano, mueble-bar secreto y ducha con luz cenital. Un paréntesis en el bullicio arrabalero de la ciudad en fiestas. Una ciudad cuya otra cara, la más moderna, la más pija y chic, ha retratado este uruguayo de nacimiento desde que en 1993, tras estudiar diseño industrial, se puso a ilustrar "de la noche a la mañana". "En parte coincidió con la crisis económica; es mucho más fácil colocar una ilustración que un mueble", explica. Doce años después, sus figuras estilizadas y aficionadas a los cócteles están por todas partes. En las páginas de opinión de La Vanguardia, los editoriales de moda de Wallpaper, las colonias de Zara, los anuncios de Fontbella y en sus propios productos: bolis, carpetas, libretas, toallas, bolsos y, desde esta temporada, camisetas: 50 modelos, su primera incursión en la moda. "Fue una elección natural, es el soporte perfecto para una ilustración". Aun así, y pese a la demanda popular (las prendas han sido distribuidas en 40 países), no tenía prisa por meterse en el lío: "La moda requiere una estructura, y yo estaba más feliz que una perdiz con mi pincel. Necesitas sentirte fuerte para entrar en algo así". En el camino ha aprendido un par de cosas: "El mundo de la moda no tiene nada de frívolo; es una industria despiadada, y el público es implacable. Además es un shock cultural; por eso da personajes tan excesivos, tan locos. ¿Cómo se puede pensar dos temporadas por delante, con la cabeza fuera del tiempo en el que vives? Para dedicarse a la moda hay que ser medio gurú, medio as de las finanzas. Y acabas fatal, claro".

Pero él también sabe lo suyo de adelantarse a las tendencias, de frivolidad e incluso de finanzas. Convertido en estandarte de modernez, ha sido criticado por su desmedido éxito y por la supuesta banalidad del mundo que ha elegido retratar. "Cualquier personaje pop que haya pasado a la historia recibió pedradas en su momento. No es por comparar, pero mira a Truman Capote, a Oscar Wilde… Siempre que la gente creativa recubre su obra de intrascendencia se enciende la luz roja. Pero la frivolidad es un arte y una defensa contra lo vulgar", dice desde su torre de marfil en plena Rambla. "La vida es muy chunga, tener un punto de vista esnob es una vacuna". Profilaxis no sólo contra lo vulgar, sino también contra quienes ven incoherente ser "un artista comercial" como él mismo se define, y contra el vértigo de la fama. "Me han pasado cosas muy fuertes. Cualquiera se habría vuelto gilipollas. De pronto eres el no va más; creo que, dadas las circunstancias, he mantenido la cabeza bastante fría", explica recordando aquella vez que recibió una llamada previa a la de Tita Cervera avisándole de que la baronesa estaba interesada en comprar obra.

Los originales que Labanda tiene en su estudio -y que quizá, además de decorar camisetas, un día cuelguen en el Thyssen- son un portento de pulcritud. De las hueveras donde moja el pincel, al papel, ni un error. La precisión del guasch en los diminutos logos de Vuitton de un dibujo es hiriente. "Sí, soy muy limpio", sonríe orgulloso. En un rincón, un ordenador Mac se muere de aburrimiento. Lo usó por primera vez para mandar un e-mail hace sólo un año: "Me gusta el correo, así no tienes que hablar con gente por curro; si eres autista, te hace más huraño".

Firmas y copias. Por Sant Jordi, su tocayo, debe ir a firmar libros. Acaba de publicar Si te he visto no me acuerdo, una recopilación de viñetas de sus siete años en La Vanguardia que parecen visiones de Dorothy Parker. Camino de la tienda de diseño donde firma, la gente le para. Una chica desde un coche le pide que le firme el libro. En la tienda espera una cola variopinta. Labanda se disculpa y dibuja en cada contraportada la silueta de su mano, con las letras del nombre del comprador en la punta de los dedos. A los que tienen nombres raros les pide que lo deletreen para no meter la pata. Se deja hacer fotos, dar besos, y aunque parece que todo esto le da una vergüenza horrible, es encantador todo el rato. Unas maduritas turistas italianas le achuchan encantadas porque han alucinado con los murales que ha pintado para un restaurante. Eva, que no ha cumplido los 13, le mira suspirando, "¡jo!", como si estuviese ante una estrella de pop. Modas aparte, mirando esta cola es evidente que los dibujos de Labanda dicen cosas a gente de todo pelaje: "Hay algo que hace que comunique. No sé qué es… Supongo que mis ilustraciones siempre son aspiracionales. Dime alguien, de cualquier cultura, que no pretenda la belleza. Está en nuestro ADN. Y luego dime alguien que no desee vivir bien; por muy progre que seas, todo el mundo quiere disfrutar de la vida. Mi trabajo habla de eso".

El éxito tiene sus síntomas en el mundo posmoderno. Poco más de un mes después de sacar las camisetas a la venta, la policía se ha incautado de 4.000 prendas falsas, "y otras tantas de Custo", remata Labanda. "Hay una lectura positiva: falsificar también cuesta dinero, y esta gente sabe lo que copia. ¡Me están poniendo el listón muy alto!", bromea. A pesar del éxito con sus productos, el "artista comercial" que se ha convertido en marca quiere ponerse a pintar lienzos a los que no trasladará su imaginería. Pero no reniega de su elección: ante el mundo, escoger lo bonito. "No te puedes rendir a la comercialidad", suspira y sonríe encogiendo los hombros, "el problema es que a mí todo me sale vendible".

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Sobre la firma

Patricia Gosálvez
Escribe en EL PAÍS desde 2003, donde también ha ejercido como subjefa del Lab de nuevas narrativas y la sección de Sociedad. Actualmente forma parte del equipo de Fin de semana. Es máster de EL PAÍS, estudió Periodismo en la Complutense y cine en la universidad de Glasgow. Ha pasado por medios como Efe o la Cadena Ser.

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