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[06] MALOS DE LA HISTORIA

La madre que cegó a su hijo

La emperatriz Irene ha pasado a la historia por un gesto de crueldad sin par: quitar los ojos a su hijo para evitar que le arrebatara el trono de Bizancio. Irene, inteligente, bella y cruel, gobernó con mano de hierro un imperio para hombres. Pero su reinado ha quedado reducido a una atrocidad, la mutilación de Constantino VI.

Rosa Montero

Hoy apenas si recordamos lo que fue el imperio bizantino, pero durante doce siglos ocupó un papel protagonista en el devenir del mundo. Los bizantinos decían ser el Imperio Romano, aunque hablaban griego, y su capital, Constantinopla, fue la ciudad más suntuosa y bella de la época. En esa urbe espléndida, y en el Palacio Real, una ciudadela fabulosa compuesta de diversos edificios, la emperatriz Irene ordenó cegar a su único hijo, el coemperador Constantino VI. Era el 19 de agosto de 797 y Constantino tenía 26 años. Irene ha pasado a la Historia por este gesto de crueldad inusitada, por la desazón que producen las madres mortíferas, las mutiladoras de la propia camada. Pero, pese a esta atrocidad bien documentada, la Iglesia ortodoxa la elevó a los altares. Es santa Irene, y su fiesta se celebra, con siniestra coincidencia, el 18 de agosto.

Para intentar entender este disparate tenemos que hacer el esfuerzo de imaginarnos aquel mundo remoto. El imperio bizantino era una sociedad híbrida y compleja, con una estructura administrativa romana, una enorme influencia cultural persa y una cristianización ferviente iniciada en los tiempos del primer Constantino. El centro de la vida popular era el Hipódromo, que desempeñaba el mismo papel que antaño el circo romano, sólo que sin gladiadores ni luchas a muerte de esclavos mal armados contra fieras, espectáculos prohibidos por su barbarie anticristiana. De modo que la diversión se limitaba a carreras de carros y de caballos, y había dos facciones deportivas rivales, los Verdes y los Azules, que dividían a toda la sociedad y venían a ser como nuestros partidos de ahora.

El Palacio Real disponía de un corredor oculto que le unía con el Hipódromo, así como de otro pasadizo que llevaba a Santa Sofía, la impresionante catedral inaugurada en 537 y cuya vasta cúpula, un verdadero prodigio arquitectónico de 55 metros de altura, fue la más grande el mundo hasta la construcción de San Pedro en Roma en 1547. Estos pasadizos se avienen muy bien con el secretismo de la corte bizantina, que era un abigarrado, tentacular y conspiratorio centro de poder. La influencia persa hizo que los símbolos, los ropajes y los rituales fueran muy importantes como representación de una autoridad casi divina. Los emperadores tenían la prerrogativa de vestir de color púrpura, un carísimo pigmento proveniente de un molusco diminuto con el que teñían sus deslumbrantes sedas, que luego eran adornadas con hilos de oro y plata y piedras preciosas. Además calzaban unas exclusivas botas rojas y llevaban desmesuradas joyas y cortinas de perlas enmarcando la cara.

Refulgían los emperadores como dioses, y también refulgían sus aposentos, que estaban revestidos de pórfido, una piedra del color de la sangre reservada para el uso imperial. La pompa ceremonial era tremenda y los visitantes debían saludar al basileus y a la basilissa (emperador y emperatriz) tocando el suelo con la frente. En esa corte sobrecargada y suntuosa vivían también los ministros de gobierno, los generales del ejército, secretarios y monjes. Muchos de los principales funcionarios eran eunucos, otra costumbre persa. En el imperio bizantino estaba prohibida la castración, pero había un constante comercio de eunucos que eran operados justo al otro lado de las fronteras.

Las medidas legales contra la emasculación y contra las peleas cruentas en el Hipódromo podrían dar una imagen engañosa del imperio bizantino como sociedad moderada y compasiva. Nada más lejos de la realidad: era un mundo feroz. De hecho, los castigos se articulaban según un código de mutilaciones corporales que tenían un contenido simbólico. Por ejemplo, a los adúlteros se les rebanaba la nariz, como representación de la potencia sexual. A lo largo de la historia de Bizancio se suceden y acumulan las amputaciones, y los poderosos muestran una escalofriante propensión a mutilar al oponente o ser mutilados. Incluso hubo un emperador, Justiniano II, que tras ser derrocado y desnarigado en 695, volvió al poder en el año 705 con el comprensible apodo de Nariz Cortada.

En la época de Irene el imperio bizantino había perdido muchos de los territorios que antes poseía. Llevaba siglos combatiendo contra los persas, contra los khanes turcos y eslavos, contra los búlgaros, contra los lombardos. Pero el mayor peligro llegó en torno al año 630, cuando aparecieron, como un viento de muerte, los guerreros árabes, recién levantados en armas por el profeta Mahoma. En muy poco tiempo, los árabes le arrebataron a Bizancio vastas regiones y las ciudades de Damasco, de Antioquía, de Alejandría, de Jerusalén. Entonces Constantinopla pasó a tener una aureola mesiánica, era la Nueva Jerusalén que luchaba contra el islam. Los bizantinos tenían mucha fe en las imágenes sagradas y reverenciaban los iconos, tablillas transportables pintadas con las figuras de Cristo, de la Virgen, de los santos. La nueva fe del islam, en cambio, prohibía la representación corporal y denunciaba el culto a las imágenes como idolatría. Y era el islam el que ganaba casi todos los combates.

Judith Herrin, autora del interesantísimo libro Mujeres en púrpura (Taurus), sostiene que esta es la causa principal del comienzo de las luchas iconoclastas, y debe de tener razón. Desde el principio del mundo, los dioses han sido utilizados como aliados militares, como arma secreta y última en las guerras. Los ejércitos bizantinos que se encomendaban a sus iconos milagrosos y que después caían como conejos en la batalla debían de sospechar que algo no funcionaba. Sea como fuere, en el año 730 el emperador León III sacó un edicto prohibiendo el culto a las representaciones figurativas. Y así empezó un siglo largo de sangrientas disputas entre los iconoclastas como León III y los iconódulos o partidarios de las imágenes. El basileus León y su sucesor e hijo Constantino V persiguieron, torturaron y ejecutaron a los iconódulos, que hoy son considerados mártires de la Iglesia ortodoxa. Los partidarios de acabar con las imágenes estaban, sobre todo, en el ejército y entre los funcionarios, mientras que los partidarios de los iconos eran sobre todo los monjes, que, naturalmente, perdían influencias si se suprimía el culto a los santos, de los que ellos eran los principales mediadores. Detrás de las luchas iconoclastas también había, como siempre hay, un pulso entre poderes.

Y regresamos ya a nuestra feroz Irene, cuya vida sólo es posible comprender si se entiende su época. Irene era ateniense, famosa por su hermosura e hija de una influyente familia griega. Constantino V la consideró un buen partido y decidió que su hijo mayor, León, se casara con ella. El matrimonio se celebró en 769; la muchacha, recién llegada a Bizancio, debía de tener catorce o quince años. Inmediatamente después de la boda, los recién casados fueron coronados como basileus y basilissa y declarados coemperadores con Constantino, un procedimiento habitual para asegurar la herencia. En este caso, el marido de Irene, León IV, tenía cinco hermanastros menores, los llamados césares, que eran hijos de la última esposa de Constantino. Con la coronación aún en vida del anterior emperador se intentaba evitar que los césares conspiraran para quitarle el puesto al heredero.

En 771, Irene parió un hijo varón (a quien llamaron Constantino, como su abuelo) en la suntuosa Cámara Pórfida, una habitación de paredes rojas, revestida de seda y piedras finas, que estaba destinada únicamente para que las basilissas dieran a luz allí a su estirpe imperial. Cinco años más tarde murió el viejo Constantino, y León IV e Irene asumieron todo el poder y coronaron a su pequeño hijo como coemperador, como era habitual, para salvaguardar su derecho. Pero León duró poco; murió en 780, apenas rozando la treintena, de un modo extravagante: como al parecer le encantaban las joyas, sacó una pesada y adornada corona de la iglesia de Santa Sofía y la llevaba puesta todo el tiempo. Del exceso de uso le salieron unos forúnculos en la frente, y después vino la fiebre y la agonía. Una extraña muerte, desde luego, que dio origen a ciertos rumores de envenenamiento. Irene tenía unos 25 años, y su hijo Constantino VI sólo nueve. Como regente, la emperatriz empezó a detentar un poder fabuloso.

En cuanto que León murió, sus hermanastros, los cinco césares, se pusieron a conspirar para tomar el trono. Descubierta la conjura, Irene les mandó azotar y tonsurar, es decir, les obligó a meterse monjes. La astuta Irene, sabedora del valor de las representaciones simbólicas, organizó una imponente ceremonia en la iglesia de Santa Sofía para devolver la famosa corona de los forúnculos, y obligó a los césares a repartir la Eucaristía como humildes monjes, mientras ella relucía en toda su pompa imperial.

Pero Irene sabía que tenía que encontrar apoyos para sus aspiraciones del poder. Si hoy es considerada santa por la Iglesia ortodoxa es porque reinstauró el culto a las imágenes. Sus hagiógrafos la presentan como una mujer devota de los iconos, pero lo cierto es que no hay ninguna constancia histórica de que venerara personalmente las imágenes de los santos. Es muy probable que se uniera a los monjes iconódulos porque necesitaba aliados, ya que los ejércitos iconoclastas siempre recelaron de su papel de mujer demasiado poderosa.

Sea como fuere, Irene movió sus fichas con rapidez. Se apoyó en Eustaraquio, un eunuco al que nombró logoteta del dromo, a cargo de la policía y de los asuntos exteriores, y obligó a dimitir al patriarca iconoclasta de Bizancio y en su lugar colocó a Tarasio, un dócil burócrata que era seglar y al que hizo patriarca de la noche a la mañana. Con ayuda del obediente Tarasio, Irene convocó un concilio en 786 en Constantinopla para condenar a los iconoclastas. Pero el ejército tomó la iglesia en donde se celebraba el cónclave y obligó a los participantes a suspenderlo. Entonces volvió a brillar el genio de Irene: fingió aceptar la voluntad del ejército y poco después decretó que las tropas marcharan a Asia Menor para emprender otra campaña contra los árabes. Para que la excusa resultara convincente, les ordenó viajar al punto de reunión tradicional de estas incursiones, y desplazó hasta allá toda la impedimenta habitual para una guerra. Pero cuando el ejército llegó a su destino, pagó y licenció a todos los soldados, y al mismo tiempo expulsó de Constantinopla a sus mujeres y sus hijos.

Disuelto ese ejército rebelde, la emperatriz mandó venir las tropas de Asia Menor, que eran menos díscolas, y, reforzado así su poder, organizó el famoso Concilio de Nicea, en el cual se condenó a los iconoclastas. Mientras tanto el tiempo iba pasando y su hijo Constantino iba creciendo, pero Irene no mostraba ningún deseo de cederle el trono. En las monedas de oro salía la efigie de los dos, pero era ella quien sostenía el cetro. Al fin, en 790, Constantino, que tenía 19 años y acababa de casarse con María, una esposa elegida por su madre, decidió tomar el poder y preparó una conspiración contra Eustaraquio. Tras diversas peripecias, Constantino logró detener al poderoso eunuco, a quien mandó azotar, tonsurar y desterrar. Después encerró a Irene en un palacio.

Y ahora comienza la parte más asombrosa de esta historia. Constantino VI gobernó, con escasa suerte militar y política, durante dos años. Pero en 792 hizo lo incomprensible: no sólo permitió que su madre regresara a la corte, sino que la confirmó como coemperatriz. ¿Por qué la dejó volver? ¿Por qué le otorgó nuevamente el mando? Quizá fuera un hombre débil y el poder en solitario le resultara demasiado gravoso. Quizá amara a su madre. Quizá Irene consiguiera convencerle de que ella también lo amaba. Pero en cuanto Irene regresó, todo recomenzó. La emperatriz hizo venir al eunuco Eustaraquio, y retomó las riendas del imperio. Ante lo cual, en 793, los césares intentaron una nueva conspiración para descabalgarles del trono. Esta vez la respuesta imperial fue tajante: el mayor, Nicéforo, fue cegado, y a los otros cuatro les cortaron la lengua.

Un par de años más tarde, Constantino VI, que por sus actos parece un pobre hombre atrapado en un mundo mucho mayor que él, repudió a su mujer, María, y se casó con Teodota, una camarera de Irene. Dicen los cronistas de la época que todo esto fue provocado por las sutiles manipulaciones de Irene, que "anhelaba el poder y deseaba que Constantino fuera universalmente rechazado". Y, en efecto, así sucedió, porque su segundo matrimonio fue considerado adúltero y escandaloso. Los años finales de la relación entre madre e hijo debieron de ser tremendos, con Constantino sospechando de Irene y ésta conspirando incesantemente a sus espaldas: se dedicó a repartir oro y huesecillos milagrosos de santa Eufemia entre los generales y los iconódulos, para comprar su apoyo contra su hijo.

En agosto de 797, Constantino se vio tan perdido ante el férreo empuje de su madre que intentó huir de Constantinopla y reunirse con las tropas fieles de Anatolia. Pero fue detenido. El 19 de agosto, la emperatriz Irene ordenó que le condujeran a la Cámara Pórfida, allí donde ella le había parido 26 años antes, y que le sacaran los ojos. El macabro detalle de aplicarle el suplicio en la misma habitación en donde había nacido es propio del perverso refinamiento de Irene, de su afición a los ceremoniales y su perfecto dominio de los gestos simbólicos. No se puede concebir un marco más sobrecogedor que esa cámara imperial, de paredes uterinas rojas como la sangre, para resaltar el poder absoluto de la emperadora-madre que otorga la vida y que, por consiguiente, también está autorizada a arrebatarla. Al parecer, la enucleación de los globos oculares provocaba a menudo la muerte de la víctima; aunque los historiadores no terminan de ponerse de acuerdo sobre si Constantino VI falleció o no a raíz del tormento, la ya citada Herrin dice que el hijo de Irene vivió aún siete años más, apartado de todo y cuidado abnegadamente por su amada Teodota.

En cuanto a Irene, queda poco que contar. Por fin consiguió el poder absoluto que tanto había anhelado, y se apresuró a acuñar monedas de oro con su sola efigie en ambas caras, así como a firmar decretos usando el título de basileus, emperador, y no el de basilissa. Sin embargo, sus enemigos seguían siendo muchos, y enseguida tuvo que sofocar una nueva conjura. Para curarse en salud, mandó cegar a los cuatro césares que quedaban vivos y que ya habían sufrido la amputación de la lengua. Necesitaba apoyos, e intentó hacerse popular edificando mucho (iglesias, asilos para ancianos, hospitales) y bajando los impuestos. Pero las cosas marchaban mal en el terreno militar frente a los árabes, y en la corte la situación era aún peor: sus dos eunucos favoritos, Estoraquio y Aecio, luchaban ferozmente entre sí por hacerse con el poder, y estaban tan crecidos que incluso parecían aspirar al trono. Esto es, como los eunucos no podían ser emperadores, conspiraban para colocar a alguno de sus familiares como heredero.

Este fue, probablemente, el mayor error de Irene como basileus: no regular su sucesión. Se esperaba de ella que se casara y tuviera hijos, pero la emperatriz no mostraba ningún interés en hacerlo. Mujer sola en un mundo viril, probablemente no deseaba tener que pelear de nuevo frente a un hombre su heterodoxo derecho al poder. Al cabo, la presión de la corte le hizo concebir un vago plan de matrimonio con Carlomagno, el rey de los francos, un proyecto que nunca llegó a nada. Mientras tanto, en la Navidad del año 800, Carlomagno se hizo coronar en Roma por el Papa como Emperador de los Romanos, aduciendo que el imperio no podía estar regido por una mujer. Irene se encontraba cada vez más cercada.

La inquietud de los bizantinos por las aspiraciones de Carlomagno y el excesivo poder de los eunucos precipitó las cosas. En 802, Nicéforo, el ministro de Economía, dio un golpe de Estado y se proclamó emperador. Irene fue confinada en la isla de Lesbos, y la amargura de perder el trono tal vez acelerara su final, porque murió en 803. No debía de haber cumplido aún los cincuenta años. Contra todo pronóstico, contra toda costumbre, contra su propio sexo, esta Irene inteligente, bella y cruel había logrado alcanzar la cúspide de un enorme imperio en decadencia, de una corte suntuosa y bárbara en la que las mutilaciones fueron habituales durante siglos. Ella hizo lo que muchos otros basileus hicieron, pero al mutilar a Constantino estaba sellando su lugar en la Historia. La emperatriz Irene, que tanto y tan ferozmente luchó por escapar de su identidad y su destino de mujer, hoy es recordada sobre todo como la madre que cegó a su propio hijo.

Más información en: 'Mujer en púrpura', Judith Herrin (Taurus), 'Historia de Bizancio' (Crítica) y en www.imperiobizantino.com.

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