Identidad y cohesión social
El premio otorgado por la Generalitat a Claude Lévi-Strauss llega en buen momento, para recordarnos que ni el multiculturalismo ni el mestizaje cultural son cosa de hoy, a pesar de haber ocupado una especial centralidad mediática en los últimos años. Fueron ya multiculturales, como es bien sabido, la Samarcanda del siglo X y el Toledo del siglo XII. Pero el mestizaje y el multiculturalismo han emergido desde hace poco como "un fantasma que recorre Europa" -parafraseando a Marx-, aunque en ocasiones se trate de un fantasma invertido, visto como horizonte de esperanza, al modo como el proletariado percibía en el siglo XIX el prometedor fantasma comunista. Aunque a los antropólogos les fascine el estudio de las sociedades remotas y aisladas, en las que han pervivido ritos y costumbres milenarias, todos concuerdan en que el ideal de las sociedades posindustriales se define por la máxima diversidad cultural que consienta su cohesión social, pues la monocultura es lo propio de las sociedades endógamas y autárquicas, como algunas que todavía pueden hallarse en la Amazonia que Lévi-Strauss visitó en su juventud.
Hasta aquí hay consenso teórico en los principios. Pero el problema práctico, o político, reside en determinar en qué límite concreto se identifica la amenaza a la cohesión social. En 1919, el Congreso norteamericano, al aprobar la Volstead Act, definió categóricamente que el consumo de bebidas alcohólicas amenazaba gravemente la cohesión de la sociedad norteamericana. Ya sabemos que unos años más tarde aquella decisión puritana se derrumbó, demostrando que las fronteras de lo socialmente permisible pueden mudar espectacularmente en breve plazo de tiempo. Los nazis tenían muy claro que los judíos (entre otros) amenazaban la cohesión social bajo el Tercer Reich; el estalinismo soviético opinaba lo mismo de los predicadores religiosos (entre otros), y el islamismo wahhabista ve su sistema social amenazado por la concesión a las mujeres del derecho de igualdad jurídica con los hombres. El general Franco percibía que la cohesión social estaría amenazada por la admisión de los partidos políticos y las autonomías regionales. Y seguramente algunos conservadores actuales ven una grave amenaza a la cohesión social en el reformismo del actual sistema autonómico, del mismo modo que algunos catalanes y algunos vascos perciben una amenaza a su identidad en los flujos migratorios o en el bilingüismo.
Dicho esto, es menester añadir que la cohesión social no es una magnitud que pueda medirse empíricamente con la seguridad con que medimos los pesos o las longitudes. Si fuera así, el problema tendría fácil solución. Cuando residí en Estados Unidos a principios de los años setenta, la opinión pública todavía aceptaba que su sociedad constituía un ejemplo de melting pot bastante satisfactorio, a pesar de que todavía coleaban los problemas de integración escolar de la población afroamericana en algunos estados. Pero a finales de la década siguiente comprobé que algunos observadores sagaces en aquel país preferían definir a su sociedad no ya como melting pot, sino como fruit salad. Porque, en efecto, acudiendo simplemente al índice matrimonial, se comprueba lo escasas que son allí las bodas entre anglosajones y afroamericanos o entre judíos y afroamericanos. En este punto, sigue primando el principio tradicionalista que prefiere a cada oveja con su pareja.
El asunto de la cohesión social está íntimamente ligado al manoseado tema de la identidad, tema precisamente de un seminario que dirigió Lévi-Strauss en 1974-1975. Con sano escepticismo, escribió el homenajeado en el prólogo de su transcripción que la fe que depositamos en la identidad "podría no ser más que el reflejo de un estado de civilización cuya duración habrá durado varios siglos". Todavía estamos en este estadio, aunque es bueno recordar que los sujetos tienen múltiples identidades superpuestas y simultáneas: tienen identidad sexual, profesional, local, religiosa, etcétera, generalmente bien jerarquizadas. Para un fraile devoto seguramente su identidad prioritaria será la religiosa, mientras que para un militante de un movimiento gay lo será probablemente su condición homosexual. Las identidades, con sus respectivos imaginarios diferenciados, unen y separan a los sujetos y no pocas veces la separación está basada en lo que Freud calificó como "el narcisismo de las pequeñas diferencias", poniendo como ejemplo los desencuentros históricos entre españoles y portugueses. Querer instrumentalizar ahora a Lévi-Strauss a favor de una militancia identitaria, con intención política, constituye una grosera manipulación de su pensamiento. En las conclusiones al seminario citado escribió lúcidamente Lévi-Strauss que toda utilización de la noción de identidad debería comenzar por una crítica de esta noción. Y añadió que la identidad es "una especie de foco virtual al que nos resulta indispensable referirnos para explicar cierto número de cosas, pero sin que tenga jamás existencia real". Resulta difícil expresarse con más clarividencia con tan pocas palabras.
Román Gubern es catedrático de Comunicación Audiovisual de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.