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EL FIN DE LA II GUERRA MUNDIAL EN EUROPA

Tres repúblicas proamericanas

En el Ayuntamiento de Vilna, un edificio neoclásico testigo de la retirada de las tropas napoleónicas de Rusia en 1812, hay una placa que conmemora la visita de George W. Bush a Lituania en noviembre de 2002. En ella se reafirma el compromiso de EE UU en la defensa, si es preciso con las armas, de la independencia del país báltico. La visita de Bush, la primera que realizaba un presidente norteamericano, fue un paseo triunfal por un país agradecido a Washington por no haber reconocido jamás la soberanía soviética sobre las tres pequeñas repúblicas bálticas.

A este proamericanismo generalizado entre la población se suma la circunstancia de que tanto el presidente de Lituania, Valdas Adamkus, como la de Letonia, Vaira Vike-Freiberg, tengan, como muchos de sus conciudadanos, fuertes vínculos familiares o profesionales con Norteamérica forjados durante los años de exilio. Adamkus ocupaba un alto cargo en el Departamento de Medio Ambiente de EE UU antes de regresar a Lituania a principios de los noventa. Vike-Freiberg huyó a los siete años, en 1944, del Ejército soviético que ocupaba Letonia en su avance hacia Berlín, y tras mil avatares llegó a Canadá donde desarrolló una carrera académica hasta su vuelta al país en 1991.

El exilio, la tortura y la muerte fue el destino común de lituanos, letones y estonios durante la mayor parte del siglo XX. Independientes desde 1918, el pacto Ribbentrop-Mólotov de 1939 marcaría su suerte. Un año después se produjo la primera invasión soviética y en 1941 la de la Alemania nazi. La URSS volvería a ocupar de nuevo los tres países en 1944. Al exterminio de las minorías judías -los 250.000 que vivían en Lituania antes de la II Guerra Mundial son hoy unos 4.000- siguieron las deportaciones en masa a Siberia. Entre 1945 y 1949, se calcula que 60.000 estonios, 175.000 letones y 250.000 lituanos fueron muertos por la represión o deportados.

Además, el Kremlin no sólo se anexionó los tres países, sino que envió allí a miles de trabajadores de otras zonas de la URSS para que los colonizaran. Dicho de otra forma: el declive demográfico causado por el terror -la población de Lituania, por ejemplo, pasó de 3,1 millones en 1940 a 2,5 millones a mediados de los años cincuenta- fue cubierto con población rusa. Como dijo a este periódico hace un año Vitautas Landsbergis, el profesor de piano héroe de la independencia lituana: "Las víctimas no pueden ser castigadas más. Rusia nunca ha pedido perdón".

Todo este sufrimiento, presente aún en el recuerdo de cada familia, explica la rusofobia de buena parte de las poblaciones bálticas, un resentimiento que por una parte provoca que todo lo que venga de Rusia -fortunas, inversiones, mercancías, políticos- sea acogido con enorme sospecha y por otra el sometimiento de las minorías rusas -sobre todo en Letonia- a cierta discriminación en sus derechos políticos y profesionales. Cien mil habitantes de Estonia y medio millón de Letonia carecen de nacionalidad y no pueden votar en las elecciones generales o locales o simplemente ser funcionarios.

Los países bálticos ingresaron el año pasado en la OTAN y en la UE lo que les ha dado la mayor garantía para su soberanía y estabilidad económica de toda su historia. Pero sus habitantes aún no han olvidado el silencio de Europa occidental durante las décadas de ocupación soviética. Prefieren a Bush, al viejo amigo americano que, al contrario que el presidente francés, Jacques Chirac, hace dos años, nunca les ha mandado callar.

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