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Columna
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Primero los miramientos

Javier Marías

Ver cómo van cambiando los gobernantes, desde que alcanzan el poder hasta que lo abandonan (y aún después, en bastantes casos), es una de las mejores y más nítidas representaciones de la evolución de la psique humana con que hoy contamos, sobre todo teniendo en cuenta que, gracias a la obsesión de la prensa y las televisiones con ellos, de la mayoría de los poderosos solemos recibir imágenes diarias o semanales. Pero no me refiero, o no sólo, al aspecto físico, al a menudo veloz o prematuro envejecimiento, ni siquiera a los frecuentes endurecimiento de los rasgos o descomposición de las facciones, según les vaya bien en la feria o se sientan acosados y aun acorralados. Ese deterioro -embellecimiento o salud mejor no suelen darse, ni con el "sembrado" capilar de Berlusconi- es curioso de observar, pero es más una cuestión de actitud y de miramiento lo que me interesa -y elijo bien ambas palabras-. Hablaré sin matizar, en términos muy generales.

Acaba de cumplirse un año desde que Zapatero y sus ministros se pusieron a gobernar, y aunque no es mucho tiempo, ya me ha parecido advertir algunos detalles alarmantes. No tanto en el Presidente, que al tomar posesión incurrió en la ingenuidad voluntarista de anunciar que no cambiaría y que en efecto lo ha hecho poco en estos doce meses transcurridos (pero lo que todavía te rondará, morena), cuanto en alguno de sus inmediatos subordinados. En España, si hacemos memoria (cosa harto difícil, no sólo porque a este país eso le aburre, sino porque lo único que permanece es lo último y además borra cuanto hubo antes), todos los gobernantes de la democracia iniciaron sus mandatos con pies de plomo, con mucho respeto y mucho tiento. Adolfo Suárez y los suyos fueron delicadísimos al principio, como si quisieran hacerse perdonar rápidamente su procedencia a veces dudosa y a veces directamente franquista, demostrar que regir con votos obligaba a gestos considerados y a prestar atención a todo el mundo, y en todo caso tuvieran un empeño máximo en alejar sus modales de los de sus predecesores dictatoriales. De hecho fueron los que menos variaron de actitud hasta el final: nunca los abandonó el temor de poder ser identificados con los de la etapa anterior, y anduvieron con relativo cuidado en las formas, hasta su arrumbamiento. Hay que reconocer que a Suárez no se le llegó a ver un mal desplante o un ademán despectivo, aunque varios de sus correligionarios sí se pusieran impertinentes y ariscos, de tan nerviosos.

Por su parte, Felipe González y los suyos comenzaron asimismo con guantes. No sólo porque hubiera habido un golpe de Estado fallido un año antes de su victoria electoral, sino porque tenían que apaciguar las aprensiones de la abundante población conservadora y de la Iglesia escandalizadora, ganarse la confianza de los grandes empresarios y banqueros y demostrar que no iban a poner nada patas arriba. Pero, al cabo de unos cuantos años de afianzamiento y más votos, de disparatado optimismo (en la política siempre hay que ser pesimista, eso sí, sólo de puertas adentro) y de impresentable engreimiento, las maneras simpáticas y más o menos respetuosas pasaron a mejor vida; admitieron e hicieron crecer en su seno una burocracia y una "clase media" desaprensivas, prepotentes y corruptas (cuántos actuales odiadores del PSOE no se convirtieron en multimillonarios con sus ríos de comisiones y estafas durante la Expo de Sevilla), y la sensación de impunidad los transformó directamente en unos chulos.

Llegaron a no distinguirse apenas del modelo de ejecutivo insolente y zafio que tanto abunda en España. Es decir, del arribista aquejado de señoritismo, del maleante con guardaespaldas. Y González perdió el control, los papeles y no se sabe si el juicio.

En cuanto a Aznar y los suyos, no es nada fácil recordar sus inicios, habiendo venido lo que luego vino y persiste, pero en sus primeros años de mandato, sin mayoría absoluta, también procuraron no espantar demasiado a nadie, como si quisieran probar que su derecha ya era civilizada, casi francesa; que no olían a naftalina ni a cuartel, a anís ni a casino de pueblo ni a sacristía; que eran capaces de aceptar cosas contrarias a sus sentimientos y convicciones pero ya consagradas por los avances del tiempo "que ni vuelve ni tropieza". Se aparecieron perfumados y mansos. Luego -ese luego es tan reciente que todavía es presente- se vio que era todo incómodo atrezzo: se quitaron el disfraz tolerante y amable -debía de picarles tanto- y se mostraron despreciativos, cobistas con el fuerte, cerriles, pendencieros, beatos, patanescos, emponzoñadores y cínicos. Y aún no debo decirlo en pasado, mientras estén a su frente Rajoy, Acebes, Zaplana y Esperanza Aguirre, y Aznar siga a su espalda.

(Continuará)

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