El cuento de Valentina
Valentina empuña el picaporte, cierra los ojos, respira hondo, y abre la puerta con un ademán decidido, pero cauteloso. La cueva de los leones parece una estampita. Los niños fingen dormir la siesta con la cabeza apoyada en el hueco de los brazos, cruzados a su vez sobre los pupitres, mientras suena un adagio de Brahms.
-Es que ya no sabía qué hacer con ellos -le cuenta la monitora de comedor, una chica muy joven y muy despeinada, que, al verla aparecer, agarra su bolso con la ilusionada expresión de un náufrago que acaba de encontrar un yate de recreo con el motor en marcha y dos martinis preparados sobre una mesa de teca.
-Pues anda que yo -murmura Valentina, que no se enfrenta a una clase de cinco años desde que hizo las prácticas, y en este momento, contra todo lo razonable, echa terriblemente de menos a sus cafres de diez, que están ahora mismo en el aula de informática.
Los alumnos de Margarita, en casa por baja maternal, y de Jorge, que la sustituye pero hoy está también en su casa con gripe, se aperciben del cambio de situación a tal velocidad que Valentina se los encuentra a todos despiertos, chillando y tirándose lápices los unos a los otros antes de tener tiempo para apagar el equipo de música.
-¡Hola! -chilla, y tiene que repetirlo un par de veces-. Yo me llamo Valentina
- ¡Qué nombre tan feo! - la mitad de la clase se echa a reír.
-Me llamo Valentina -insiste, fichando al gracioso de la primera fila, rizos castaños, gafas y aplomo de líder gamberro; pues empezamos bien, se dice a sí misma-, y soy profesora de sexto, pero voy a pasar esta tarde con vosotros. Y para empezar, voy a contaros un cuento. A mí me encantan los cuentos
-¡Qué cursi! -ahora se ríe ya la clase entera.
-¿Eso crees tú? Pues yo creo que no, que no es cursi. A ver, que levanten la mano todos los niños y las niñas a los que les gusten los cuentos - el alborotador cruza los brazos encima del pupitre, de espaldas a un tumulto de brazos estirados-. Bueno, pues lo siento por ti, pero parece que somos mayoría. Así que os voy a contar la historia de una ratita muy lista, que trabajaba de secretaria en una empresa donde nadie se daba cuenta de que era capaz de hacer trabajos mucho más importantes. Y un día, cuando salía de su casa para ir a la oficina, se encontró en la puerta un ordenador portátil. ¡Oh!, se dijo, el señor Gato ha vuelto a cambiar de ordenador, pero éste parece en buen estado. ¡Qué suerte he tenido! Voy a meterlo en casa, y esta tarde, cuando llegue, lo encenderé, a ver si funciona
-No es así -gracioso, primera fila, rizos castaños, gafas, aplomo de líder gamberro, qué bien
-¡Ah! ¿No?
-No. La ratita barre su casita, y se encuentra una monedita, y piensa: voy a comprarme un lacito para estar más guapa.
-Bueno, pero ése es el cuento de la ratita presumida, y el que yo os estoy contando es distinto. Porque a mi ratita no le gustan los lacitos, mira tú por dónde, y, en cambio, le encanta la informática. Así que, cuando llega a su casa, por la tarde, descubre enseguida que el ordenador que ha tirado el señor Gato no está estropeado. Solamente tiene un virus. ¡Ah!, dice entonces, pero esto lo arreglo yo. Y lo arregla. Y durante muchos, muchos días, todas las tardes, cuando vuelve de trabajar, la ratita estudia, estudia, estudia y trabaja con su ordenador
-Pero entonces no está más guapa.
-Claro que está más guapa. Porque es más feliz, está más contenta, se ríe más, y por fin logra que su jefe la ascienda. Y cuando don Perro le da un trabajo mejor, se la queda mirando y la ve tan guapa, tan lista, tan estudiosa y tan trabajadora, que le dice: ratita, ratita, ¿te quieres casar conmigo?
-No es así, no es así
Valentina mira primero al alborotador, y después, más despacio, a sus compañeros, que se están portando muy bien, tanto que ya han empezado a protestar: jopeta, Juanito, qué pesado, cállate ya, que no me entero Sería tan fácil, piensa entonces Valentina, tan fácil, la monedita, el lacito, la belleza, la coquetería femenina y su castigo ejemplar, o esa otra versión, más dulce, en la que la ratita se casa con el ratoncito. Sería tan fácil contarles eso, piensa por última vez, antes de tomar aliento.
-Y la ratita le preguntó Si me caso contigo, ¿tú qué harías por las noches? Ladrar y ladrar, contestó don Perro. Pero entonces no me dejarías dormir, y vendría muy cansada a trabajar. ¿Y para qué querrías trabajar?, dijo él entonces. Yo trabajaría para los dos. ¡Ah! ¿Sí?, y nuestra ratita era tan lista que le contestó: ¡pues contigo no me he de casar!
-¡Buah! Pues sí, vaya asco de cuento
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.