Los autores que iluminaron el 'boom'
Un grupo de escritores reivindica la lectura de los renovadores de la literatura latinoamericana
El boom no fue el big bang. Antes de Vargas Llosa, Fuentes, Cortázar y García Márquez (protagonistas del fenómeno literario de los sesenta, según José Donoso), América Latina ya tenía una literatura y unos nombres propios que la habían renovado. La muerte del paraguayo Augusto Roa Bastos, el pasado 26 de abril, ha recordado las vísperas de aquella gloria internacional que también sirvió para redescubrir a esos autores germinales, aunque en un segundo plano de popularidad. A excepción de Jorge Luis Borges y Juan Rulfo, cuya potencia y acogida fue tan grande que adquirieron brillo propio.
Roa Bastos pertenecía a un grupo de escritores a quienes se les adeuda el inicio de la reinvención de la narrativa latinoamericana. Junto a él están, por ejemplo, clásicos como el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (Nobel 1967), el cubano Alejo Carpentier, los uruguayos Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández, el venezolano Arturo Uslar Pietri, los argentinos Macedonio Fernández, Roberto Arlt y Adolfo Bioy Casares, y entre los últimos, el chileno José Donoso.
Claudio Guillén: "Tenían la capacidad de abrirse a la sorpresa portentosa de la vida"
Eliseo Alberto: "Fueron ellos quienes nos enseñaron a mirarnos las manos"
"Ellos son los pioneros y los verdaderos maestros de la segunda generación que viene después y que se hace popular en España y el mundo", asegura el narrador español y profesor de literatura Luis Landero. Sin embargo, "quedaron en un segundo plano de manera injusta", se lamenta la periodista y escritora mexicana Elena Poniatowska. Cuando la verdad, coinciden ambos, es que fueron ellos quienes dotaron a la literatura de un lenguaje nuevo, lo modernizaron, lo sacaron de lo rural; incluso algunos, a través del mestizaje de las lenguas locales, indígenas, y el castellano. Descubrieron, según Claudio Guillén, escritor, académico y doctor en literatura comparada, lo que había de prodigioso en la cotidianidad y en lo real, "que en la vida coexisten lo maravilloso y la desgracia. Tenían la sabiduría que les daba la capacidad de abrirse a la sorpresa portentosa de la vida misma".
Se adentraron en la literatura, exploraron sus territorios, despejaron el camino y en su travesía avisaron con sus libros del feliz hallazgo de las fronteras movedizas de las letras. Y "con obras buenísimas mucho antes de que la literatura de América Latina estuviera en boca de todos", recuerda Poniatowska. Ahí están, de Asturias, Leyendas de Guatemala (1930), El señor presidente (1946) u Hombres de maíz (1949); de Carpentier, El reino de este mundo (1949), donde postuló su teoría de lo real maravilloso, y El siglo de las luces (1962); de Onetti, El pozo (1939), La vida breve (1943) o El astillero (1961); mientras Donoso escribió Coronación (1958) y en pleno fervor latinoamericano El obsceno pájaro de la noche (1970); de Uslar Pietri, Las lanzas coloradas (1931) o los cuentos Treinta hombres y sus sombras (1949); de Arlt, El juguete rabioso (1926); de Bioy, La invención de Morel (1940), y de Roa Bastos, sus relatos de El trueno entre las hojas (1953) y la novela Hijo de hombre (1960), primera parte de su trilogía sobre el poder, que seguiría con Yo, el Supremo (1974) y El fiscal (1993).
"Buscaron altura poética y profundidad en la indagación del hombre común, del individuo en medio de los remolinos y las contradicciones de la historia", explica el cubano Eliseo Alberto. Algo que les sirvió, según Rafael Conte, crítico de EL PAÍS, y Poniatowska, "para reflejar antes que ninguno las huellas y estragos del poder" y las dictaduras con un lenguaje fresco.
Por eso, antes de la década prodigiosa de los sesenta, en su continente sus nombres ya eran conocidos; sus libros, intercambiados entre lectores, y sus obras, estudiadas. ¿Por qué la suerte no los acompañó a España? "Es inexplicable. Nadie entiende al público ni a las editoriales. Quizá les faltó editores, o simplemente no tuvieron suerte", dice Conte. O, como dice Alberto, "les faltó una figura importantísima que acababa de surgir en la cadena de producción de un libro: el agente literario".
Todos coinciden en que llegaron tarde tras el pausado, merecido y progresivo deslumbramiento que provocaron Mario Vargas Llosa con La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1967) y Conversación en la Catedral (1969); Carlos Fuentes, con La muerte de Artemio Cruz (1962) y Cambio de piel (1967); Julio Cortázar y su Rayuela (1963), y el destello definitivo de García Márquez con Cien años de soledad (1967). "Tuvieron una gran repercusión porque conectaron con la sensibilidad y la mentalidad del público del momento; lo que no lograron autores tan importantes de otras generaciones como Uslar Pietri", según Jordi Gracia, que ha editado con Joaquín Marco La llegada de los bárbaros. La recepción de la literatura hispanoamericana en España, 1960-1981 (Edhasa).
Ninguno olvida en absoluto, sin embargo, que gracias al boom se conoció a ese grupo de escritores que renovaron las letras latinoamericanas. "Al rebufo de la acogida de los más jóvenes salieron los de anteriores generaciones, consiguiendo así, realmente, destaparlos y rehabilitarlos", afirma Gracia; quien aclara que el caso de Ernesto Sábato es distinto porque ya era conocido en Europa, "lo que le permite incorporarse al boom como ocurrió con Donoso".
A pesar de ese renacer, los narradores seminales se vieron un poco eclipsados. Entre otras cosas, según Landero, porque Roa Bastos y Onetti, por ejemplo, no son de literatura fácil y difícilmente hubieran encajado. "Aunque tampoco los veo encabezando listas de los más vendidos", agrega el escritor. "Todo es extraño", insiste Conte, "porque su altura es tal que Carpentier, Asturias, Onetti, Roa Bastos y Rulfo y Borges que van por aparte, son el verdadero boom".
También sorprende a los entrevistados que otros escritores memorables casi no se conozcan incluso hoy. Y entre unos y otros citan a Felisberto Hernández, Marco Denevi, Antonio di Benedetto, Roberto Arlt o Macedonio Fernández. Una incógnita que Guillén enfrenta con una reflexión que puede completar el lector: "Si hemos esperado 400 años para que la gente lea Don Quijote...".
Ahora, cuando aquel estallido literario ha perdido impacto, sus protagonistas y coprotagonistas están en manos de la historia. "El tiempo va colocando a cada uno en su verdadero sitio", recuerda Landero. "Carpentier, por ejemplo, va consolidando su prestigio. Onetti está ahí. En cambio, a Asturias parece que no lo va tratando muy bien; igual ocurre con Cortázar, cuya lectura parece resentida por la contaminación ideológica". Mientras, Guillén vaticina que se verá que Roa Bastos "escribió para los siglos".
Aún es tiempo de leerlos. "Vale la pena por que son la experiencia de una literatura de libertad, escritos en plenitud de libertad, en la cual cada línea es una sorpresa y una lección de escritura", dice el periodista y escritor argentino Tomás Eloy Martínez, quien fuera amigo de Roa Bastos. Sobre el valor de recuperar en España al autor paraguayo argumenta que "sería una lectura muy aleccionadora para un país que ha vivido las sangrías del poder en carne propia". O porque, como dice Eliseo Alberto, pensando más en los lectores latinoamericanos y en las nuevas generaciones, "fueron ellos quienes nos enseñaron a mirarnos las manos, y a que no nos avergonzáramos por tenerlas sucias".
Vanguardia y frondosidad
A principios del siglo pasado, los autores latinoamericanos empezaron a dejar atrás los estilos y formas narrativas del XIX. Empezó a poblarse de escritores vanguardistas y de autores que experimentaron con el lenguaje y estructuras narrativas nuevas. Autores que no dudaron en dar su propia visión del ser humano, del continente y del mundo. Dejaron atrás el indigenismo y el localismo, por ejemplo, para abrirse a nuevas rutas que crearon un frondoso panorama literario casi tan diverso como el europeo y el norteamericano. Sus cauces incluían desde el estilo barroco de Alejo Carpentier hasta la depuración de Onetti; la exuberancia de Asturias hasta el modernismo de Roberto Arlt; o el mundo singular de Borges con gran influencia de la literatura anglosajona hasta Jose Eustacio Rivera que con La vorágine en 1924 abre la vertiente del análisis social y de protesta.
"El terrenal Roa Bastos, el culto Carpentier y el iluminado Rulfo llevarían la batuta hasta antes del boom", opina Eliseo Alberto. Ellos dejaron de ver la vida en un solo plano y dimensión. "El mundo ancho y ajeno del que hablara Ciro Alegría se hizo altivo y profundo", recuerda. Allanaron el camino a esa eclosión de autores de los años sesenta que hizo que todos miraran hacia América Latina. Sin su presencia y aporte "no se entiende a muchos de esos autores jóvenes", reflexiona Landero. Son ellos, añade, quienes "preparan la segunda hornada".
Babelia
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