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Columna
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El patio de Rusia no es particular

Andrés Ortega

Georgia, Ucrania y (de forma más rara y algo frustrante para la población) Kirguizistán. ¿Caen las piezas de un dominó? En el punto de mira están los presidentes de Kazajistán, Turkmenistán y Uzbekistán, todos con 14 años en el cargo, todos ex jefes del partido comunista. Y Lukashenko en Bielorrusia, la última dictadura de la zona al más puro estilo soviético. Además, los de Azerbaiyán y Moldavia han recibido serios avisos de cambiar sus comportamientos. Los levantamientos populares se han producido hasta ahora en Estados con elecciones más libres, una reacción contra los fraudes. El patio trasero de Rusia se está mojando. Aunque no llegue plenamente la democracia, sí parece acercarse el final de la era postsoviética en estos países. Y hay signos de que también en Rusia, a donde nunca pudo viajar Juan Pablo II porque se lo impidió no tanto Moscú, sino la Iglesia ortodoxa, aunque Putin fue, significativamente, uno de los pocos líderes del mundo en no estar el viernes en la plaza de San Pedro.

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Desde Washington, Rice afirma que "nadie está tratando de cercar a Rusia". Pero desde el Kremlin se ve de otra forma. Su despliegue militar en la zona ha convertido a EE UU en potencia centroasiática, con bases en Irak, Afganistán, Kirguizistán y Uzbekistán, y acuerdos para el uso militar de aeropuertos en Tayikistán y Kazajistán, además de relaciones especiales con Pakistán, más India como aliado clave. La intención de Washington es hacer entrar a muchos de estos países en esa alianza global en que se ha convertido la OTAN. No así la UE, que ve cómo se le viene encima una nueva avalancha de solicitudes que no podrá resolver sin plantear una nueva relación con una Rusia cambiada.

La Comunidad de Estados Independientes (CEI), pensada primero como estructura para el divorcio y luego para una recuperación neoimperial, se está deshaciendo, y lo que antes consideraban los rusos postsoviéticos el "extranjero próximo" -su "esfera de interés vital"- se va convirtiendo en una "vecindad compartida" con la Unión Europea, como bien se recuerda en Lo que Rusia ve, un estudio compilado por Dov Lynch, del Instituto de Estudios de Seguridad de la UE. Tras prestarle todo su apoyo como pieza clave en la "guerra contra el terrorismo", Bush ha optado por criticar abiertamente a Putin. No le falta razón, pues este ex jefe del KGB ejerce el poder con malos hábitos. La gota que ha desbordado el vaso puede haber sido la forma en que el Estado ruso se ha hecho con la principal empresa petrolera, Yukos, rompiendo las reglas del juego en este mercado.

Estratégicamente, incluidos el gas y el petróleo, Rusia importa más de Europa que de EE UU. Chirac y Schröder consideran a Rusia un socio demasiado importante para dejar a Putin solo, a su aire. Alemania es el primer mercado para Rusia (pero la inversión alemana en Rusia está cayendo). Y de ahí la asociación estratégica por la que trabajan, que tuvo una primera plasmación en la cumbre de París del pasado 18 de marzo, en la que participó Zapatero. No se trató de un mero gesto hacia el presidente español por su regreso al eje franco-alemán, sino de una necesidad. Cuando hay una creciente reticencia a Rusia en una UE ampliada al Este, Francia y Alemania necesitaban que se subiese a bordo de este proyecto un país cuyo acercamiento a Rusia no despierte recelos, como Francia, que abandonó a los checos en Múnich en 1938, o Alemania por su pasado. También le interesa a España. Con la trama de Marbella ha quedado al descubierto una red de blanqueo de dinero que puede tocar a Yukos. La penetración de mafias rusas y otras empieza a ser un problema grave, del que las autoridades francesas advirtieron al Gobierno de Aznar para que pusiera los medios necesarios para pararlas, pero no se hizo lo suficiente. Aunque pueda parecer extraño, para esta lucha se requiere la colaboración rusa, de otra Rusia. A todos interesa una Rusia que respete las reglas y que encuentre su lugar en Europa. aortega@elpais.es

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