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Tribuna:DEBATES DE SALUD PÚBLICA
Tribuna
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Morir en el servicio de urgencias

La mortalidad es objeto tradicional de la salud pública. Las observaciones naturales y políticas basadas en las cuentas de defunciones de Londres publicadas a mediados del siglo XVII por John Graunt son el antecedente del análisis cuantitativo de los problemas de salud de la población. Un trabajo que permitió el diseño de los primeros indicadores de salud, algunos de los cuales, como la esperanza de vida, todavía se siguen usando. De otra parte, los servicios de salud pública colectivos son responsables de la denominada policía sanitaria mortuoria aunque, más que una auténtica política sobre la mortalidad, consiste en la mera aplicación de un arcaico reglamento que, por cierto, merece una profunda adaptación a los cambios sociales, demográficos y epidemiológicos que han experimentado las circunstancias de la defunción.

Los cuidados clínicos que convienen a los pacientes terminales no son urgencias asistenciales

Estos cambios están alterando profundamente los comportamientos humanos frente a la muerte y también el uso de los servicios sanitarios relacionados con ella. Se ha estimado que casi la mitad de los recursos asistenciales que consume cada persona se concentra, como promedio, en los meses que preceden a su defunción. Cada vez menos pacientes fallecen en sus domicilios. Y no siempre la atención médica de los moribundos proporciona el adecuado alivio a sus sufrimientos ni tampoco la dignidad que cabe esperar de una sociedad civilizada.

El episodio de Leganés ha colocado en el primer plano de la actualidad la situación de los enfermos terminales atendidos en los servicios de urgencias de los hospitales de agudos. Sorprendentemente ha sido la conducta de los profesionales y, posteriormente, las medidas tomadas por el departamento de Sanidad de Madrid, las que han centrado la polémica, cuando lo que resulta más destacable es que los moribundos sean tratados en las salas de emergencias hospitalarias, independientemente de si se les han administrado sedantes y analgésicos potentes, incluso sin el estricto cumplimiento de los trámites administrativos establecidos.

Los cuidados clínicos que convienen a los pacientes terminales no son urgencias asistenciales. Es más, la atención que merecen es, sobre todo, de carácter paliativo y requiere un entorno adecuado que, la inmensa mayoría de las veces, no puede proporcionarse en un hospital y, menos, aún, en los servicios de emergencia. Sin olvidar las interferencias que la atención a los pacientes terminales puede comportar en la práctica clínica de un dispositivo cuya principal justificación es atender problemas urgentes.

Es un tipo de atención que, siempre que sea posible, parece mejor prestarla en el domicilio de los pacientes, donde es más fácil contar con la compañía y el consuelo de amigos y familiares, a pesar de las limitaciones de las viviendas y de las familias. Insuficiencias que, por un lado tienen que ver con el tratamiento médico de la persona moribunda, y por otro, con las interferencias que la situación produce en la vida cotidiana. Mientras que con el apoyo y la supervisión de profesionales sanitarios competentes los primeros son relativamente fáciles de superar, convivir adecuadamente con la proximidad de la muerte requiere afrontar la situación de cara.

Se trata de una actitud que contrasta con la negación cultural de nuestra sociedad hacia la propia muerte, que nos empecinamos en disimular y enmascarar, como si no fuera con nosotros. Paradójicamente, implica acentuar la incertidumbre y la angustia de manera que en cuanto la sentimos cercana, intentamos alejarla de nosotros delegando en el sistema sanitario su cuidado.

Aunque sea comprensible, todo ello supone en la práctica una auténtica expropiación para la persona moribunda que, en el mejor de los casos, podría beneficiarse de una sedación profunda, pero difícilmente de otros auxilios tan necesarios y más pertinentes en el último trance de la existencia.

De la misma manera que se ha incrementado el número de intervenciones de cirugía mayor ambulatoria, junto a otras iniciativas para reducir la estancia de los pacientes en los hospitales, conviene desarrollar enérgicamente los cuidados paliativos ambulatorios. Se trata de actividades que pretenden aumentar la eficiencia de los recursos especializados y también limitar la exposición de los pacientes a los riesgos que comporta el hospital, donde se concentran muchas fuentes de enfermedad.

Pero para conseguir una adecuada utilización de los cuidados domiciliarios es imprescindible que los pacientes y las familias no se sientan abandonados. De manera que la atención primaria y, en su caso, los equipos de apoyo especializados, al estilo de los PADES catalanes, proporcionen una atención suficiente. Sin ella no es de extrañar que los familiares sigan llevando a los enfermos terminales a urgencias.

No obstante, como en otros ámbitos, la perspectiva asistencial es incompleta, ya que las circunstancias de las defunciones dependen en buena parte de factores sociales y culturales que también hay que abordar globalmente, tarea a la que puede contribuir la salud pública. Al fin y al cabo, los humanos, como dice irónicamente Ignasi Riera, además de usuarios de los servicios sanitarios -pacientes, enfermos o clientes- somos, todos sin excepción, morituri, y ya que vamos a morir veamos de hacerlo lo más sensatamente posible.

Andreu Segura es profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona. Instituto de Estudios de la Salud.

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