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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Cruces y caballos

POR MÁS VUELTAS que le den, al final acabará imponiéndose el lenguaje de la piedra y el peso de la cruz para desanimar a quienes andan buscando la manera de cambiar el uso público del Valle de los Caídos. Un monumento quisieron hacer con él sus constructores y es vana pretensión modificar su significado por un mero cambio de discurso. Lo elocuente, lo que habla en un monumento es la arquitectura, no los paneles explicativos. El Valle de los Caídos es el gran símbolo del Estado construido tras la victoria, y pertenece, por eso, a la memoria de los vencedores, la de quienes la celebraban cada 1 de abril con un desfile y un Tedéum. No es un monumento fascista; es, desde lo alto de la cruz al rellano de la basílica, el gran monumento del Estado nacional y católico.

No hay manera de que pueda representar otra cosa. En realidad, todos los monumentos erigidos en España para guardar el recuerdo de "nuestra gloriosa Cruzada" son de los vencedores: son monumentos a una victoria que inundó a la nación de ritos funerarios -mártires de la cruzada, caídos por Dios y por la Patria- y de relatos heroicos en torno a un caudillo providencial. De lo primero, lo eran de manera eminente las cruces de los caídos tantas veces clavadas en las fachadas de las iglesias; de lo segundo, las estatuas del general Franco que han dominado las más amplias perspectivas de decenas de ciudades españolas. Cruces y caballos, fusión de Iglesia y Ejército, no se construyeron para impartir una lección de historia, sino para celebrar el mito fundacional de un Estado y de una nación edificados sobre la muerte cuyo sentido sólo la Iglesia católica detentó el poder de interpretar.

A esos monumentos no se les puede obligar a decir lo que no dicen. Se les podrá añadir paneles, textos, didácticas; pero lo que celebran en piedra y para siempre es otra cosa. De manera que lo único que podrá hacerse con ellos será retirarlos, siempre que sea materialmente factible: no son historia, son memoria, que no es lo mismo. Y memoria, no de la Guerra Civil, sino de los vencedores y de sus mitos. Su destino, cuando aquellos mitos se han derrumbado, será el de una discreta retirada al desván de los recuerdos. Y si no es posible, por su peso, por lo incrustados que estén en la roca, entonces habrá que abandonarlos a su suerte con todos los letreros explicativos que se quiera. Pero convertir el Valle de los Caídos en el centro de interpretación del franquismo, como piden el senador Jaume Bosch e ICV, y, al parecer, proyecta el Gobierno, es una aberración conceptual y un disparate histórico.

La Guerra Civil y el franquismo merecen otro lugar de memoria, no la mera reconversión didáctica o discursiva del gran monumento de los vencedores. Habría que discutirlo públicamente, como hicieron los alemanes con el Memorial del Holocausto. En todo caso, un lugar que no podrá ser el de la memoria de los vencedores ni de los vencidos, sino de todas las memorias. La memoria es siempre múltiple, fragmentada, heterogénea, cambiante. No hay una memoria colectiva, ni es posible ni deseable construirla por medio de un uso público de la historia dirigido desde el Estado. La memoria es viva, trae unas veces al presente unas huellas del pasado y relega otras, que volverán más tarde. Es materia de la voluntad: cabe preguntar qué queremos recordar y cómo. Los que construyeron el Valle de los Caídos y erigieron las estatuas de Franco sabían qué querían ellos mismos celebrar y qué pretendían que las generaciones futuras recordaran y celebraran.

¿Lo sabemos nosotros? No; porque no hay nada que celebrar. Un memorial de la Guerra Civil y de la dictadura no puede ser una clase de historia, un relato en el que todos estuviéramos de acuerdo. Un memorial que traiga al presente el recuerdo de la guerra, de la dictadura y del camino que recorrimos para liberarnos de su pesado fardo debe plantear preguntas, formular interrogantes, invitar a la reflexión despertando una inquietud sobre el pasado que no se cierre con una respuesta dogmática, como la que entraña una cruz sobre un caballo. Exigiría una arquitectura capaz de representar la quiebra de civilización que fue la guerra y los sufrimientos que costó recoser el roto: un memorial que hablara a las generaciones futuras de cómo una guerra de exterminio, partera de una dictadura implacablemente represora, pudo un día ser superada por una voluntad de reconciliación de la que fueron agentes los hijos de los vencedores y de los vencidos.

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