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Tribuna:UN PASEO POR LA NUEVA YORK DE STIEGLITZ
Tribuna
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La ciudad y las nubes

Regreso por un instante a Nueva York para encontrarme con una ciudad desconocida, muy anterior a mis recuerdos, y sin embargo idéntica o, como diría Stieglitz, equivalente. La exposición Nueva York y el arte moderno: Alfred Stieglitz y su círculo (1905-1930), en el Reina Sofía, nos propone una visita a un momento y un lugar de capital importancia en la historia del arte moderno, un cruce de caminos entre una revolución iniciada a comienzos del siglo XX en Europa y su reflejo americano, que da lugar al nacimiento de Manhattan como ciudad referencia del arte moderno, pero que desborda finalmente, muy pronto en realidad, el ámbito de lo didáctico para convertirse en una experiencia íntima para aquellos que aún sueñan con ciudades, nubes y mujeres desnudas. Por una vez, no son Picasso, ni Brancusi, ni Kandisky, ni Duchamp quienes reclaman aquí nuestra atención, sino la delicada y virulenta mirada de Alfred Stieglitz sobre todas las cosas que fueron suyas. Lo que podría imaginarse a priori como un aprendizaje, toma así la forma de un descubrimiento. La información, valiosa, pero petrificada, cede ante la emoción, y son los pies de la mujer amada, Georgia O'Keefe, sus manos, la violencia y la dulzura de su cuerpo desnudo, los que mezclados con las calles que tantas veces, años después, he recorrido bajo idénticas nevadas o esa mirada a las nubes -robadas no sólo a Manhattan, sino a otras muchas ciudades del recuerdo o la imaginación, reunidas bajo el apropiado título de Equivalente-, las que configuran el poderoso retrato de un hombre y de un artista secesionista, revolucionario y enamorado.

No puedo sino agradecerle a Stieglitz este viaje a una Nueva York previa, a un tiempo no vivido

Enamoradas están también las imágenes de la emocionante película experimental Manhatta, realizada por Charles Sheeler y Paul Strand en 1920, que enreda el nacimiento de la ciudad que después conocería con los versos entre sabios y aniñados de Walt Whitman. Sucede a veces que, donde esperábamos encontrar algo extraviado, encontramos algo nuevo. Lo más sorprendente de esta muestra, y lo más valioso, es la manera en que los recuerdos vencen a la nostalgia, al paso del tiempo y a la muerte, para convertirse en la recuperación exacta de las emociones que los fijaron. Transformando lo ya perdido en momento continuo, en eterno comienzo.

Resulta intrigante contrastar estas imágenes, en la imaginación, con aquellas, posteriores, de Robert Frank, y encontrarse con una ciudad parecida y una sensación casi opuesta. Lo que en Frank parece siempre a punto de terminar, en Stieglitz se nos muestra siempre teñido por la euforia del comienzo. Un arte que nace, una ciudad que despierta, una mujer que aún nos ama y a la que hemos empezado a amar. No hay tristeza en estas fotografías de calles nevadas, ocultas bajo una niebla que siempre parece a punto de disiparse, o bajo una lluvia intensa proprimaveral, que pronto ha de parar. La tristeza tenemos que añadirla quienes ya sabemos que todas las cosas terminan, que todos los amores ceden al paso del tiempo, y que las ciudades siguen su camino sin contar con nosotros.

No es de extrañar que William Carlos Williams frecuentase los salones de Stieglitz. Tal vez pensaba en estas imágenes cuando escribió Imagino que los ángeles habrán olvidado... La memoria no será su ocupación. Tal vez sea ésta la clase de objetivismo que buscaba Stieglitz, al iniciar su Fotosecesión, en un intento de liberar la fotografía de las garras del pictorialismo y devolverle su identidad pura y su independencia perdida. Un intento que culmina con éxito en estas meticulosas instantáneas, que no se ocupan de la memoria sino de la luz primera que ilumina las cosas por primera vez.

Y sin embargo, como nos recuerda Williams, nosotros estamos llenos de recuerdos, de ahí que me resulte casi imposible no añadirle a esta ciudad el peso de los míos.

Me contó Enrique Vila-Matas que soñaba a menudo con Manhattan antes de haberla visitado y que la primera noche que pasó allí volvió a soñar lo mismo. En el sueño se veía de niño, jugando al fútbol entre rascacielos inventados. Su primera noche en la ciudad no ayudó a convertir aquellos rascacielos en edificios reales. De igual manera, la Nueva York que recuerdo y de la que ya he escrito, tal vez demasiado, sigue siendo la que imaginaba. Las fotografías de Stieglitz me la devuelven intacta. Teñida de la pureza de las cosas aún no vistas, y por el mismo sendero, el cuerpo de una mujer que es la suya y no la mía, me devuelve también el sueño previo a las mujeres reales, ese instante en el que se contempla ya de frente lo que aún no se posee.

La visita, en una mañana lluviosa y madrileña, a esta exposición, lluviosa y extranjera, me lleva de vuelta al valor que tienen las cosas a pesar de nosotros, contra nosotros, sin nosotros. A la belleza objetiva, al tiempo de lo ajeno, a las ciudades que amamos sin conocer y que después de haber conocido podemos seguir amando, siempre que seamos capaces de ignorar nuestra presencia, de borrar nuestras huellas, de acabar de una vez por todas con la tiranía de nuestros recuerdos.

No puedo sino agradecerle a Stieglitz este viaje a una Nueva York previa, a un tiempo no vivido, no puedo sino agradecerle que me haya arrebatado la tristeza de lo propio.

Entre la ciudad y las nubes, una mujer desconocida (la Georgia O'Keeffe que nos ignora), un amor nuevo en un tiempo ya lejano, pero aún no acabado.

Una vista de Nueva York fotografiada por Alfred Stieglitz.
Una vista de Nueva York fotografiada por Alfred Stieglitz.

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