Los países irreconocibles
a primera vez que viajé a los Estados Unidos tenía tan sólo un mes de edad, y allí pasé los siguientes once de mi vida. Luego, con cuatro años, volví a ser llevado, y muchos de mis recuerdos más antiguos proceden de esa estancia en New Haven, Connecticut. A lo largo de mi infancia y adolescencia, mi contacto con americanos fue permanente: iba a un colegio, el Estudio, mal visto por las autoridades franquistas -por heredero de la Institución Libre de Enseñanza- y por ello albergado en el edificio madrileño del Instituto de Boston, de modo que compartía pasillos y aulas con los estudiantes de Middlebury, Mary Baldwin, Bryn Mawr, Smith, Tulane y otras Universidades de los Estados Unidos. Para algunas de ellas dio clases durante lustros mi padre, a quien el franquismo impidió enseñar en la Universidad española, y también ocasionalmente mi madre. Como el resto de mi generación -los que íbamos al cine-, me eduqué en buena medida con las películas de John Wayne, Alan Ladd, Robert Taylor, Stewart Granger, James Stewart y Charlton Heston, por mencionar sólo a unos pocos. Hipócritas y tendenciosas o no -la infancia tiende a ser literal, esas consideraciones sólo vienen más tarde-, esas películas reflejaban en su conjunto un código de libertad y justicia, de proporcionalidad en los castigos, de rebeldía ante los poderosos y defensa de los más débiles. Al país real ya no volví hasta cumplidos los treinta, y siempre, en sus aduanas, me topé con problemas y malos modos por parte de sus autoridades. Pero me parecía más o menos cierto lo que tantas veces había oído decir a mi padre: cuesta entrar, pero una vez dentro, nadie allí se mete con lo que uno hace, aún menos con lo que opine o piense; ni la gente ni los gobernantes son entrometidos; mientras uno no cometa un delito, se siente enteramente libre. No hace falta recordar, además, que hasta 1975 nosotros vivíamos en una dictadura, así que era brutal el contraste.
Nunca tuve, así pues, nada global contra aquel país. Ahora hace unos quince años que no lo piso, y cada vez me apetece menos. Es más, no lo intentaré mientras siga en el poder George Bush Jr, y por ese motivo he anulado ya algún viaje. De la misma manera que jamás he ido ni iré a Cuba mientras Castro siga al frente, tampoco debo visitar su vecino del norte mientras perdure su actual Presidente. Ya sé que Bush ha sido elegido y que a Castro no hay posibilidad de "deselegirlo". Pero tampoco ignoro que, para que se dé un régimen dictatorial, policial o totalitario, no es preciso que se haya alcanzado el poder mediante un golpe de Estado, y la prueba máxima es siempre Hitler, que se convirtió en Canciller a través de pactos y elecciones, aunque no fueran muy limpios.
Yo he oído contar a personas ya ancianas su estupefacción al ver a Alemania entregada al nazismo. De pronto ese país se les hizo irreconocible, desmintiendo su larga tradición cultivada y civilizada. Algo parecido (ojalá no vaya a más) está sucediéndonos a muchos ahora con los Estados Unidos y con Gran Bretaña, lugar con el que aún tengo mayores vínculos. Aquí, Tony Blair ha afirmado que la seguridad está por encima de las libertades, y su Proyecto de Ley permitirá al Ministro del Interior "imponer cualquier precepto que juzgue necesario" para controlar a los sospechosos de terrorismo que no puedan ser llevados a juicio. Eso significa en la práctica que la policía podrá hacer con cualquiera lo que le venga en gana, sin pasar por juez alguno. En América es bien conocida la existencia del gulag de Guantánamo, y allí está aún vigente la Patriot Act (con peligro de renovarse), que, sin orden judicial previa, permite a la policía y a los Servicios Secretos los pinchazos telefónicos y cibernéticos, el acceso libre a los datos médicos, profesionales y financieros de cualquier individuo, el espionaje de los libros sacados de una biblioteca o comprados en las librerías, e insta a los ciudadanos a delatar a sus vecinos. En lo referente al trabajo, en 46 de los 50 Estados las empresas poseen amplias facultades jurídicas para estipular qué se permite o prohíbe a sus empleados, también fuera de horarios. Y ya se dan casos gravísimos, como el de una mujer de Alabama despedida por una pegatina de apoyo a Kerry en su coche, o el de trabajadores de la Weyco, en Michigan, que al negarse a las pruebas de nicotina o no superarlas, han sido puestos por sus jefes de inmediato en la calle.
¿Dónde están esos traicionados países, los Estados Unidos y Gran Bretaña, que ya no reconocemos? En el segundo, téngase en cuenta, ni siquiera se ha producido aún ningún atentado islamista, y ya están recortando las libertades "por si acaso". Nunca deberá uno cansarse de citar la frase de Henry Adams, patriota y prohombre americano, de hace casi un siglo: "Quienes quitan libertad en aras de la seguridad, no se merecen ni lo uno ni lo otro, ni libertad ni seguridad". Ni aquella otra aún más sabida de Edmund Burke, pensador irlandés del XVIII: "El único requisito necesario para que el mal se propague, es que los hombres buenos no hagan nada".
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