Alegría por el viejo vaquero
No, los Oscars no son más importantes que la Superbowl en Estados Unidos; sobre todo porque hay una sobresaturación de galas: los Oscars, los Grammy, los Globos de Oro, y no hay ojos que resistan tanto traje largo. El otro día aparecía un artículo en The New York Times en el que se decía que cada año los Oscars tienen menos espectadores. De cualquier forma, a pesar del arraigado antiamericanismo español, nosotros seguimos viendo la ceremonia; al fin y al cabo, la contemplación del glamour es la forma más distinguida de ver un programa de cotilleo. El cine también importa, pero menos. Yo confieso que aun admirando la belleza de los vestuarios de gala, siempre me parecen más atractivas las mujeres cuando se visten con una ropa menos impactante: menos maquillaje, menos de brillo, menos de palabra de honor; además, el hecho de verlas desfilar por la alfombra roja a la luz del día resulta cruel, porque ese tipo de estética precisa el encanto de las luces de la noche y, por supuesto, el glamour verdadero nace de la mirada de un director. Cate Blanchett estaba espectacular, pero su atractivo nunca superará el que nació del mimo de Scorsese. Para que la luz del día haga justicia a una estrella vestida de largo hay que ser una criatura tan furiosamente sexual como Scarlett Johansson, que, teñida de rubio artificial, es perturbadora, o poseer una cara virginal como la de Natalie Portman, por decir actrices que siempre me parecen hermosas vistas desde cualquier ángulo. Los hombres lo tienen más fácil, sus trajes les permiten más naturalidad. Algunos incluso van comiendo chicle, como DiCaprio, lo cual me parece una horterada imperdonable, porque el esmoquin y el chicle se llevan a matar. Pero las actrices norteamericanas son tan buenas actrices que no les hace falta ser arrebatadoramente bellas; al contrario, lo que choca es que vistas a diario podrían pasar completamente inadvertidas. De ahí deriva su fuerza.
Los Oscars, la gran fiesta del cine. Cómo verlos. Tal vez haya que encontrar un término medio entre ser un papanatas y despreciarlos. Cualquiera de las dos cosas parece infantil. Los premios de este año parecen haber sido otorgados por una especie de justicia poética. Clint Eastwood, el hombre que está contando, sin pretensiones demagógicas, sin la voluntad de ser didáctico, cómo es América, es admirado por sus compañeros. Sin alardear de medios técnicos, Eastwood, aquel vaquero que aprendió gran parte de lo que sabe de Sergio Leone, va directo al corazón, directo a contar una historia, y aunque parezca mentira, le cuesta más trabajo que a Scorsese, que se decanta por películas de alto presupuesto, conseguir el dinero. En esta gala cada premio tuvo su porqué: el de Hilary Swank ha sido indiscutible. Esta muchacha, atractiva, pero no escandalosamente guapa, tiene una fuerza y unas posibilidades expresivas que superan la interpretación de Blanchett, cuya imitación de Katharine Hepburn es enérgica y graciosa, aunque, a juicio de los críticos americanos y del mío propio, resultaba un tanto exagerada, y más bien en el género de la imitación que en el de la creación. Eastwood ha sido el ganador; Scorsese es el perdedor y lo suyo es una injusticia histórica, pero eso es difícil de subsanar: los premios que no le dieron cuando deberían sólo los conseguirá el día que vuelva a colocar la emoción por encima del impacto visual. Lo que estos Oscars dejan claro es que América sabe retratarse a sí misma: es cierto que se hacen muy malas películas, lógico en una industria tan grande, pero también lo es que cuando las hacen buenas son extraordinarias y que saben contar como nadie el alma de su sociedad. Dicen que Eastwood es conservador. No importa. Sus películas no lo son. La película que ha hecho no trata de boxeo, sino de pobreza y supervivencia. Los cineastas españoles que no admiren ese cine es que tienen los ojos cerrados. Amenábar los tiene abiertos y el público americano está viendo su película y discutiendo sobre ella; igual que Almodóvar, que no sólo es admirado, sino que se ha convertido en un punto de referencia. Me viene a la cabeza un recuerdo embarazoso: estos oídos míos escucharon hace meses a un director español decir en Nueva York a los periodistas (americanos y españoles): "Queremos que los americanos vean nuestras películas porque en ellas aparecen personajes reales". Muchos de los que estábamos allí sentimos vergüenza ajena, porque una cosa es hablar de la distribución o del apoyo económico y otra muy distinta no darse cuenta de que el cine americano es espejo, en muchas ocasiones, de la sociedad de la que nace. Y hay una lección que deberíamos aprender: lo que importa es que la historia, por encima de todo, esté bien contada. Ayer, en esa cuna de la superficialidad que es Hollywood, triunfó el viejo vaquero, el más sensible, el mejor retratista, una persona que hace poco ruido y trabaja mucho, un viejo que acumula talento cada año que pasa: Clint Eastwood. A mí personalmente su triunfo me llenó de alegría.
Babelia
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