La Habana y sus voces
No hace tanto tiempo (si 20 años no son nada para una canción, ¿qué son para la historia de un país?) en La Habana era un riesgo real tener un ejemplar de Tres tristes tigres. Si te cogían con el libro aquél, aquello podía constituir una prueba de estar "vendido al enemigo" y terminar entre cualquier reja, no precisamente de filigrana colonial. El caso, que no el problema, es que G. Caín era ya un símbolo y el supuesto "enemigo" era un gran amigo de La Habana y valedor de sus muchas palabras. Probablemente el mejor emisario de un habla que se hace lengua y de una lengua, que son muchas músicas y que se han hecho una literatura potente y un estilo único; era GCI un escritor cubano, feliz en la infelicidad del exilio, que había escrito un libro maravilloso y definitivo que la generación criolla siguiente, sea por intuición, vocación o instinto de supervivencia estética (que se vuelve con facilidad ética en La Habana de entonces) blandió como bandera, como deseo máximo de expresión, como premio. Un libro que era muchísimo más que un libro. Era la idea de una literatura excelente en la calidad y en la libertad que contenía. Entre varios, teníamos entonces un ejemplar de Tres tristes tigres y casi ninguno de nosotros era habanero de nacimiento. En nuestra generación pasaba lo que en las anteriores: La Habana era un Moloch que nos engullía y nos digería con el cariño que puede hacerlo una ciudad que suena a maracas y huele a fritanga. Antes ya había sucedido: los mejores cantores de la ciudad eran "del interior": Guillermo, de Gibara; Severo Sarduy, de Cama-güey; Arenas, de Holguín. Habíamos sacrificado las tapas originales de Tres tristes tigres sustituyéndolas por otras de algún manual de economía política (quizá el de Nikitin), adscribiendo al libro de marras al eslogan que era el pan nuestro de cada día: "Disimula, disimula". Y lo leímos muchas veces, lo pegamos cientos, lo prestamos con cautela (había quien lo alquilaba dentro de la tétrica "bolsa negra" que ahora se ha vuelto verde, del mismo verde del dólar) y por fin un día hubo que quemarlo, antes de huir. Por suerte, nos aprendimos de memoria capítulos enteros. También nos dio la ventolera de buscar los lugares y las huellas de un humo que como humo que era, volaba. Esto sucedía en unos años en que ya Freddy, la estrella, la cantante, tampoco existía ni en discos, ni los neones magenta y verde de los clubes gozaban de su intermitencia, que era como su respiración. Y los otros libros antiguos de Guillermo, el de cuentos Así en la paz como en la guerra o el de cine, en las ediciones R de papel amarillento y tintas oscuras, eran también rarezas ocultas y cultas. Le imitábamos en un ingenuo juego de espejos y reflejos que nos ayudaba a buscar una Habana algo más próvida en secretos.
Babelia
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