El galope
Esto es la gala que se muerde la cola. Ya pueden ellos correr, y los pobrines bien que lo hicieron anoche, pero a la hora de los anuncios (que son lo más entretenido, sobre todo el de Campsa, con Fernando Tejero; y el de El Corte Inglés, con Belén Rueda pero con un buen guión; y el del cine español, con Antonio Resines y Jose Coronado), se quedan en dique seco y empezamos a bostezar. Quince minutos que reflejan la crudeza de la vida y que quien paga, manda.
Debo decir que resulta prácticamente imposible organizar la gala de los Goya sin que salga tan lenta y pesada como sentimos que es quienes la presenciamos. Este año fue rápida pero llena de lastre: porque lo entretenido es el talento, no la longitud (ver Lawrence de Arabia; el contenido, tanto como el formato). El ejemplo viviente de que la velocidad y el tocino pueden no tener nada que ver, pero deberían: lo primero es el formato, lo segundo, la sustancia.
Y estos Goya, amigos míos de mi corazón, han sido ramplones como la bondad de colegio. Entre las peticiones al presidente (lo de la crisis de efectos especiales, ¿tiene que ver con la erección?). No había malicia. Entendámonos: malicia en el espectáculo, no maldad en la intención. ¿Quiere ello decir que necesitamos a Pilar del Castillo para sacar un poco de punta al asunto? El cielo me libre de pensarlo. El cielo nos libre, asimismo, del regodeo bondadoso. A cierta edad, quien más, quien menos, tiene un principio de diabetes.
Y la gala rebosaba de autocomplacencia, y de una especie de castellanismo de guardarropía, y de también un catalanismo de Arniches (valga la contradicción), encarnado en la figura de Montserrat Caballé, tan animosa ella, y en el simpático guiño progre del cava y los brindis. Por no hablar de galleguismo políticamente correcto. Pero qué guay, goño (con g, señor corrector, si es que aún está vivo, a estas horas), que guay. Qué aburrimiento. ¿Por qué somos tan poco rompedores en las juergas? Quizá nos ocurre, anoche concretamente, porque sabemos el final. Todo el mundo estaba esperando la acumulación de premios a la película de Amenábar. Ni siquiera el Momento Adams de la noche (con Caballé, Alaska y Raphael: sin saber quién consideraba la Academia que era Morticia, aunque, en mi opinión, el cantante fue el mejor, por su sencillo clasicismo).
Estaba preguntándome qué había sido del alegre brindis de la fiesta (mientras contaba a los niños -maldición: un año más se nos desprecia a los estériles y las estérilas- e iba a ayudar a los iraquíes a hacer el recuento, porque no se decidían en el asunto del porcentaje), cuando, en pleno discurso de la presidenta, doña Mercedes Sampietro (que se vistió de fucsia pese a las instrucciones previas de no fundirse con el color básico del escenario, el sutil rojo), me pareció escuchar un sonido exótico. ¡Dios¡, me dije, es una queja, es un alarido de dolor. Me estoy volviendo loca, me añadí a lo dicho. No hacía más que ver premios a Mar adentro (Hable con él, que es como lo llama mi asistenta, no sé por qué), oigo alaridos como de película de Buñuel, incluido el del mejor actor de reparto, Celso Bugallo, quien dio las gracias, entre otros, a una tal Alejandra; espero que el armario no tuviera nada que ver con ello.
Llegada al momento en que Bibi Andersen salió a escena, fue cuando comprendí que no estoy loca. Era el caballo (debajo de Bibi) el que había proferido el alarido (o relincho). No eran los actores muertos. No era Ángel.
Mis mejores: Victoria Abril, deliciosa; Gala, estupendo, y Raphael, superdigno. Y la pareja Sardá-Trueba, que subió el nivel, como siempre.
ZP aguanta lo que le echen. Gracias sean dadas.
Babelia
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