Ciudades lentas
Hace un siglo redondo que las ciudades se convirtieron en velo-ciudades, y ahí empezó ese frenético baile de San Vito que hemos estado danzando todo el siglo pasado. Porque en el principio de aquel zapateado de modernidades, posmodernidades e hipermodernidades fue la velocidad metropolitana. Yo no puedo olvidar que el primer manifiesto vanguardista del siglo XX, que pronto cumplirá cien años, fue redactado en un tercer piso de Corso Venecia (en Milán), se titulaba Manifiesto futurista, lo publicó Le Figaro, y en sus prolegómenos, esto es lo que proclamaban Marinetti y tres jóvenes pintores milaneses (Boccioni, Carrá y Russolo): "Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza: la belleza de la velocidad". Los eruditos del futurismo no se han puesto de acuerdo y algunos sostienen que en el manifiesto original estaba escrito velocittà (velociudad), pero que el redactor de Le Figaro, poco dado al arte de las dobles consonantes italianas, lo tradujo por velocidad (velocità).
En cualquier caso, el primer manifiesto del siglo XX era un canto lírico a las ciudades veloces, las metrópolis apresuradas, el vértigo urbano de los automóviles ("esculturas más bellas que la Victoria de Samotracia"), el punto de vista de la ciudad desde un aeroplano Blériot, el ruido cotidiano de los motores y la agitación eléctrica de aquellas masas aceleradas de Ortega que se habían rebelado contra las élites lentas. Nunca hubo un manifiesto vanguardista más sincronizado con el espíritu del tiempo y con aquellas tecnologías que iban a determinar el futuro del globo. Y es que todo lo que nos ocupa y preocupa a principios de este siglo tiene aproximadamente un siglo de existencia. Hace un siglo redondo de los primeros rascacielos de Chicago (que fundaron la metrópoli vertical y el suburbio horizontal), del nacimiento del Ford-T, que inauguró de un solo tacazo el coche de masas, la cadena de montaje, el crédito al consumo y la velocidad urbana; también cumple siglo el Hollywood industrial, la domesticación del teléfono de Bell, la popularidad de la radio de Marconi y la colonización comercial de las ondas hertzianas, los vuelos regulares y los primeros conglomerados mediáticos. Es cierto que hace un siglo no existía Internet, pero ya estaban sentadas las bases del cableado telefónico global y de las ecuaciones informáticas que hicieron posible la Red. Y en cuanto a la televisión, de acuerdo; no hace un siglo de su existencia, sino bastantes más: sólo faltaba añadirle la tontería técnica del tubo catódico a aquel ingenioso invento de la pantalla mural en la caverna ideada por Platón.
Si recuerdo aquel manifiesto italiano de las metrópolis veloces, de la velocittà, que inauguró la vanguardia del siglo pasado, es porque considero que el manifiesto más revolucionario del siglo XXI también es italiano, y encima es la contrafigura geométrica del manifiesto futurista de Corso Venecia. Se trata del imparable movimiento llamado Cittàslow, o Slow Cities, que federa en estos momentos a más de cien ciudades en Europa, Japón, Brasil y Estados Unidos, y que, según el último Newsweek, está sentando las bases de la nueva revolución lenta que se avecina después de un siglo marcado por la velocidad, la aceleración y la hipervelocidad. Todo ocurrió en 1999, cuando Roma empezaba a estar invadida por los fast-food, concretamente el día que se abrió un gigantesco McDonald's en pleno casco antiguo. Entonces se creó espontáneamente en Italia el movimiento del Slow Food, que en pocos años adquiriría dimensiones globales y que hoy es punto de referencia, la nueva Guía Michelin, para todos aquellos que quieren comidas lentas, placenteras, sabrosas y civilizadas, con productos de la tierra, cuidados, biodiversos y ecológicos. El manifiesto de los ecogastrónomos (más de 100.000 adherentes en cinco continentes: www.slowfood.com) pronto se extendería a otras actividades antivelocidad, y así surgió Cittàslow, el también contagioso y fantástico movimiento de las ciudades lentas (www.slowcity.com), cuya capital actual es Orvieto, en Toscana, y cuyo logo de distinción a las puertas de la ciudad, un caracol, se está convirtiendo poco a poco en el semáforo planetario que distingue las ciudades lentas de las hiperveloces. Otro manifiesto revolucionario, ya digo, pero esta vez llevándoles la contraria en todo a aquellos futuristas veloces. Ahora, al cabo del siglo acelerado, la belleza es la lentezza.
Lo curioso es que en los bajos de aquel palazzo de Corso Venecia en el que Marinetti y sus pintores redactaron el manifiesto de la velocittà, justo allí, existe hoy la más importante tienda de delicatessen de Milán especializada en Slow Food y cuya principal cliente es Isabella Rosellini, una chica a la que le gusta despacio, y una comida sólo apta para saborear en esas ciudades lentas, tan antifuturistas que se han ganado a pulso el codiciado logo del caracol.
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