La crisis de Ucrania: ¿hacia una nueva guerra fría?
La autora sostiene que por primera vez tras la caída del muro de Berlín los intereses de Rusia y de Occidente se describen como claramente opuestos.
En los últimos años, los grandes medios de información, tanto de derechas como de izquierdas, vienen ofreciendo un tratamiento sorprendentemente uniforme de ciertos acontecimientos de la política internacional, como puede apreciarse estos días en el caso de Ucrania. Sin ningún atisbo de duda o análisis crítico, casi todos los medios españoles y de la Europa occidental ensalzan al candidato "prooccidental" y "reformador", Víktor Yúshenko, como el adalid de los valores democráticos frente al candidato "proruso" y "corrupto", Víktor Yanukóvich. Nadie parece apercibirse del extraordinario cambio de perspectiva que introduce esta aproximación a los hechos: por primera vez tras la caída del muro de Berlín los intereses de Rusia y Occidente se describen como claramente opuestos; por primera vez Rusia, que hace ya mucho tiempo que dejó de ser un país comunista, es presentada en el escenario internacional como un rival con oscuros designios autoritarios e imperiales. Todo parece indicar que el muro caído de Berlín está siendo sustituido por otro, invisible pero igualmente separador. Algunas consideraciones sobre el contexto histórico de Ucrania acaso puedan servir para que el lector español adquiera una mayor perspectiva a la hora de juzgar el actual conflicto, que no sólo enfrenta a las distintas facciones políticas del país, sino también a los grandes bloques geopolíticos en lo que parece una reedición de la guerra fría.
Nada indica que, apoyando a Yúshenko, Europa esté impulsando la democracia en Ucrania
Ucrania, cuyo nombre significa "país del extremo" o "de la frontera" (algo así como "Extremadura"), fue la cuna de la civilización de los eslavos del Este. Su capital, Kiev, conocida como "madre de las ciudades rusas", fue el centro del primer Estado ruso (la Rus de Kiev), que terminó sucumbiendo a los conquistadores mongoles en el siglo XIII, pocas décadas después de que el cisma religioso dividiera la cristiandad entre católicos y ortodoxos. A lo largo de todo ese periodo medieval, el país que incluía los territorios que hoy se reparten entre la Federación Rusa, Ucrania y Bielorrusia se llamaba Rusia. En el siglo XIV el Patriarcado de Constantinopla consideró la conveniencia de dividir la metropolia (arzobispado) de Rusia en dos obispados: uno en la región nororiental, que recibió el nombre de Gran Rusia, y el otro en la región suroccidental, que fue llamada Malorrusia, o Pequeña Rusia. Tras la conquista mongola, Malorrusia cayó en el poder de Lituania, cuya población era entonces mayoritariamente ortodoxa. Tras la unión dinástica con la católica Polonia (1385) comenzaron los intentos de conversión forzosa, lo que encendió el malestar de la población. En 1685, Bogdan Hmelnitski, jefe de los cosacos ucranios, firmó el acuerdo de reunificación con el zar de Rusia, con lo que los dos pueblos volvían a unirse "por los siglos de los siglos".
Sin embargo, la región más occidental, perteneciente al antiguo principado de Galitzia, siguió en el poder de Polonia y fue incorporada al Estado ruso mucho más tarde. Fue allí, en la ciudad de Brest, donde se firmó en 1596 la unión entre la Iglesia ucrania ortodoxa y el Pontificado, lo que dio origen a la denominada Iglesia Uniata. Esta unión eclesiástica no fue, sin embargo, aceptada mayoritariamente, de manera que los uniatas no superan actualmente el 10% de la población de Ucrania.
En la segunda mitad del siglo XIX surgió un movimiento nacionalista en Ucrania que reclamó por primera vez la lengua propia, considerada hasta entonces un dialecto del ruso (ésta era, por ejemplo, la opinión del gran escritor de origen ucranio Nicolás Gogol). Sin embargo, la verdadera ucranización del país no fue un mérito del movimiento nacionalista, sino del régimen comunista, que creó las nuevas fronteras de Ucrania y promocionó una política de desarrollo de la lengua y la cultura ucranias. Las autoridades soviéticas incorporaron a la nueva república federal la región llamada Novorrusia (Nueva Rusia), con el puerto de Odessa y la rica región hortofrutícola de Jerson; Stalin le cedió posteriormente la región industrial y proletaria de Yusovka (actual Donetsk, feudo electoral de Yanukóvich), y en 1954, Nikita Khruschev, que había sido el "dueño" de Ucrania durante la época estalinista, incorporó la península de Crimea. En la actualidad, de los 48 millones de habitantes de Ucrania, casi un 20% se considera de etnia rusa y más de la mitad declara que el ruso es su lengua materna, en una población donde la mezcla interétnica es enorme. Además, otros factores obligarán necesariamente a cualquier presidente ucranio a mantener buenas relaciones con el país vecino: en primer lugar, la casi absoluta dependencia de la economía ucrania del petróleo y el gas rusos.
Considerando todos estos vínculos entre ucranios y rusos, ¿tiene algún sentido la diferencia que opone en estos días a los dos candidatos a la presidencia? A pesar de la imagen que se está presentando de cada uno de ellos, lo cierto es que sus similitudes son impresionantes. Ambos proceden de la última generación de los dirigentes soviéticos y participaron de una forma muy activa en la política ucrania de los últimos años: el "prooccidental" Yúshenko fue primer ministro del Gobierno del presidente saliente, Leonid Kuchma, entre los años 1999 y 2001, mientras que su rival, Yanukóvich, lo fue entre 2002 y 2004. Ambos representan a grupos rivales de la nueva oligarquía económica: Yanukóvich está ligado al sector del transporte, mientras que la jefa de la campaña electoral de Yúshenko, Yulia Timoshenko, es conocida como la "princesa del gas" (y, por cierto, tiene procesos abiertos por delitos de corrupción y fraude).
Un examen atento de la trayectoria política de Yúshenko hace desaparecer cualquier ilusión sobre su compromiso con la renovación política y los valores democráticos. Por ejemplo, sus colaboradores cercanos defendieron el periódico Silski visti apelando a la libertad de expresión cuando fue clausurado por el Gobierno a causa de la publicación de artículos de carácter antisemita. Acerca de la denuncia del fraude electoral masivo, algunos observadores internacionales han apoyado tal reclamación, pero otros, como el British Helskinki Human Rights Group y la misión de la Comunidad de Estados Independientes, han denunciado también la coacción y el fraude en los feudos de Yúshenko. Sin duda, en Ucrania hay importantes problemas de corrupción (de los que no escapan Yúshenko y sus colaboradores), pero no más que en otros países del mundo donde elecciones de limpieza mucho más dudosa han sido rápidamente avaladas por la OSCE (como ha señalado el profesor Carlos Taibo haciendo referencia a Afganistán).
En cuanto al prooccidentalismo de Yúshenko, tal posicionamiento parece basarse en una circunstancia personal: su esposa es una ciudadana estadounidense que hasta hace cuatro años ocupó puestos de responsabilidad en el Departamento de Estado y en el Ministerio de Finanzas de EE UU. Tal vez allí pudo ella conocer la tesis de uno de los ideólogos del neoconservadurismo norteamericano, Zbigniew Brzezinski, quien en su libro The Grand Chessboard: American Primacy and Geostrategic Imperatives apunta que uno de los objetivos imperativos de la política exterior estadounidense es separar Ucrania de Rusia, lo cual debilitará a esta última y permitirá un mayor control sobre Europa.
El destino de la democracia ucrania es aún incierto, pero nada indica que, apoyando a Yúshenko, la Europa occidental esté impulsando la democracia, la libertad o la independencia de Ucrania, ni tampoco la seguridad y la paz en el continente.
Alga Novikova es investigadora del Centro de Estudios Rusos de la Universidad Autónoma de Madrid.
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