El perdón y los pingüinos
¿Cómo podemos reparar el daño causado por la tortura? Es la pregunta a la que, por fin, se enfrenta la sociedad chilena a raíz del Informe sobre Prisión Política y Tortura que una comisión investigadora, encabezada por el obispo Valech, acaba de entregar al presidente Ricardo Lagos. Más de catorce años después de que Chile retornó a la democracia, un documento reconoce oficialmente, y de una vez por todas, los detalles de la aterradora y sistemática crueldad que se ejerció sobre miles y miles de indefensos cuerpos chilenos durante la dictadura (1973-1990) del general Augusto Pinochet.
No es la primera ocasión en que un relato de esta naturaleza estremece a mi país. Ya en 1991, otro Informe (llamado Rettig en honor al abogado que encabezó aquella investigación), había narrado, en forma maciza e inmisericorde, las desapariciones y ejecuciones que deshonraron a Chile en el tiempo de Pinochet. Si bien el Informe Rettig escandalizó a los chilenos, denunciando el quebranto moral de la patria, tuvo una triste limitación: sólo se refería a los muertos. Solamente a los que, por definición y para siempre, no pueden hablar.
¿Y yo?, clamaba Paulina Salas, la protagonista de La muerte y la doncella, la obra que, precisamente, escribí en 1990 y que estrenamos en Santiago en los días en que apareció el Informe Rettig. ¿Quién me escucha a mí?, preguntaba la ficticia Paulina Salas y preguntaban también las innumerables otras víctimas demasiado reales que contaminaban con su silencio y su dolor el aire de Chile.
Esa historia de la aguja en los ojos, de la mierda en la boca, de los electrodos en el pene y la vagina; esa historia del niño atormentado frente a la mamá y de la piel quemada y los huesos y los dedos y el ano y la oscuridad; esa historia, como mi obra teatral misma, no tenía cabida en el Chile que iniciaba una penosa transición a una democracia imperfecta donde el general Pinochet todavía comandaba el Ejército y sus secuaces dominaban el Senado y la Corte Suprema y la economía.
Pero ahora, a fines del año 2004, llegó la hora de que hablen los vivos y los apenas vivos y los plenamente sobrevivientes. Llegó la hora de que todos sepamos en forma fehaciente lo que pasó en el sótano que se situaba a la vuelta de la esquina de nuestro trabajo, lo que pasó detrás de las paredes de la casa por la que cruzábamos cada día. Llegó la hora de comprender el sufrimiento que sobrevino -y que sigue transcurriendo- en el interior invisible de tantos compatriotas ofendidos y olvidados.
Y llegó la hora, por lo tanto, de preguntarse sobre la reparación. Nada puede, sin duda, borrar el vejamen o la eterna degradación, pero ya el hecho de reconocer tales atropellos en forma pública ayuda a las víctimas a sentir un comienzo de consuelo, tal vez un atisbo de reivindicación, posiblemente reintegrarse a la comunidad mayor de un Chile que los había excluido.
Igualmente crucial, me parece, es la reacción del comandante en jefe del Ejército chileno, general Juan Emilio Cheyre, que aceptó la responsabilidad de su institución por el uso de la tortura sistemática. Su proclamación de que tales abusos a los derechos humanos jamás pueden justificarse, ni siquiera invocando la seguridad nacional, es particularmente relevante en el mundo de hoy, donde ha recrudecido precisamente la tortura como un método de lucha en la "guerra" contra el terrorismo. Es cierto que falta que las demás ramas de las Fuerzas Armadas de mi país lleven a cabo un reconocimiento similar. Y más que cierto que los civiles que sirvieron a la dictadura -como el hoy senador Sergio Fernández, otrora ministro del Interior de Pinochet, que permitió que miles de chilenos llegaran a los centros de tortura- se niegan obstinadamente a admitir que los militares sólo pudieron actuar de esa manera inhumana porque recibían el apoyo cotidiano de muchísimos ciudadanos, sea en el Gobierno, en la prensa, en el empresariado, en el poder judicial. Y dolorosamente cierto también que demasiados compatriotas míos no quieren recordar que nada hicieron para que tal plaga se detuviera, demasiados los que todavía no están dispuestos a autoacusarse: ¿Cuándo supe yo que se torturaba en Chile, en qué momento, en qué hora, cuál fecha definitiva? ¿Cuándo lo supe, en efecto, y qué hice yo con ese saber, eso que no era, después de todo, un secreto?
Debido a que aceptar la complicidad individual y colectiva en el daño producido es un paso necesario, pero nunca suficiente, en la búsqueda del perdón y el nunca más, es que la sociedad chilena, así como el Estado, se hallan hoy explorando los mecanismos legales y financieros para compensar a las víctimas, discutiendo si se precisan gestos simbólicos o más bien pecuniarios, si pensiones de gracia o auxilios médicos o monumentos públicos.
Aunque tal polémica me parece imprescindible, quisiera proponer, además, una reparación algo diferente, por mucho que haya quienes les parezca una sugerencia un poco extraña.
Por una rara coincidencia, el día mismo de noviembre en que el obispo Valech y sus comisionados estaban haciendo entrega de su informe al presidente Lagos, ese preciso miércoles 10 de noviembre me encontraba yo de vacaciones en Algarrobo, una playa chilena que queda a unos cien kilómetros de Santiago. Una de las razones de esta visita al balneario era para poder mostrarles a mis dos pequeñas nietas norteamericanas una isla salvaje que yo había frecuentado en mi juventud. En un remoto verano esplendoroso -tendría yo unos catorce años- había remado varias veces hasta esa isla con mis amigos y nos habíamos entretenido durante horas contemplando la vida, hábitos y amoríos de un grupo de pingüinos, una de las múltiples maravillas de un océano que deslumbró en forma tan permanente a un poeta como Pablo Neruda.
En este noviembre del 2004, sin embargo, no pude llegar hasta mi isla encantada ni tampoco comunicarme con los pingüinos. Ni siquiera me pude acercar con mis nietas.
Descubrí que un consorcio privado, la Cofradía Náutica del Pacífico (formada en su gran mayoría por ex oficiales navales liderados originalmente por el almirante Merino, miembro de la Junta bajo cuyos auspicios se torturó en buques de la Armada Chilena), se había apoderado de la punta de Algarrobo vecina a mi isla, a la que unieron a la costa por medio de un muro de rocas. Lo que condujo a un doble desastre ecológico: los pingüinos fueron exterminados por los roedores voraces que ahora podían cruzar hasta la península desprotegida, y la hermosa bahía de Algarrobo ya no tuvo una salida natural hacia el mar para los desechos humanos que en este momento se revuelven y estancan en las aguas puras y feroces donde yo solía zambullirme de adolescente.
¿Qué tiene que ver este asalto a la naturaleza y a los pingüinos con el Informe sobre la Tortura?
No es ésta la única vez en que, retornado del exilio, encontré que los militares habían sustraído de la tierra común de la patria un pedazo de Chile al que tenía yo libre y prístino acceso años atrás. He tenido idéntica experiencia en la cordillera cercana a Santiago. Y en los bosques profundos del sur de Chile. Y en una playa en Pisagua, en el norte del país. Interminablemente me topo con la pesadilla de una reja y alambradas y guardias que me advierten que esa comarca del territorio nacional ya no me pertenece a mí o a los otros millones de chilenos, sino que a una reducidísima caterva de militares o ex uniformados.
Ellos se apropiaron de esos bienes y terrenos que eran públicos debido justamente al terror que sembraron, debido a que nadie se atrevió a protestar por lo que habría que calificar de robo, secuestro, desaparición. Puesto que ahí estaban tan próximos, tan listos, los altillos y las picanas y los chacales y los simulacros de fusilamientos. Puesto que ahí estaba tan cerca el terror.
¿Cómo reparar el daño a un país torturado?
He aquí una manera clara, contundente, irrevocable, de mostrar verdadero arrepentimiento y buscar una reconciliación que no sea meramente retórica: que nos devuelvan la costa, los árboles, las montañas que se llevaron y que ahora esconden.
Yo les voy a creer a los que dicen que les duele lo que pasó en Chile el día en que los pingüinos puedan retornar a su isla mágica y tanto militares como civiles podamos bañarnos juntos en el mar nuevamente limpio de mi país amanecido.
Ariel Dorfman es escritor chileno. Su último libro es Memorias del desierto.
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