"Me ponía la pistola en la cabeza"
Cinco víctimas de la violencia machista relatan cómo lograron abandonar a sus maltratadores
"Sueño que estoy con él en una casa. Todo se llena de agua y yo me ahogo". María C., de 43 años, lleva un lustro lejos de su primer marido, pero él sigue en sus pesadillas: 18 años de golpes no se olvidan. A veces se despierta porque se ha orinado de miedo. La angustia continúa al abrir los ojos: teme volver a encontrarlo.
Con la mirada fija y a ratos vacía, María C. relata un rosario de palizas. "Siempre acababan igual: yo en posición fetal contra la pared y él pateándome. Se movían los cuadros de la vecina, pero nadie me ayudaba. Muchas veces me pegaba delante de los niños. Tiene pistola, por su trabajo. A veces me la ponía en la cabeza. El cañón está muy frío. Al llegar a casa yo le sacaba las balas a escondidas. Volvía a cargarlas antes de que se fuera".
"Estoy tranquila, aunque no he salido de la pesadilla. Él intentará encontrarme"
"Sigues viviendo así porque estás anulada. Eres dependiente y te sientes una mierda. Llegas a creer que has hecho algo para que te pase eso. Él me hacía sentirme inferior y me creí que lo era", explica María C. "La violencia impide pensar a la víctima, que sólo intenta minimizar las consecuencias", dice la psicoanalista Milagros Oregui, que ha tratado casos como el de María C. "Las víctimas asumen aquello de que quien bien te quiere te hará llorar y piensan: 'Me pega porque me quiere, me lo merezco'. Se autodesvalorizan y asumen una conducta masoquista que les hace aguantar. Las consecuencias emocionales aparecen a posteriori, como una neurosis traumática", añade Oriegui.
María C. se dio cuenta de que era una mujer maltratada al leer el libro Violencia contra la mujer, de Lidia Falcón. A partir de ese momento, empezó a estudiar con la ilusión de huir, pero aún tardó años en escapar, después de varias denuncias que "sólo sirvieron para que a él le condenaran a dos días de arresto y me diera más palizas". Así, "hasta que un día me di asco ante el espejo". Corría 1998. "Hablé con mis dos hijos y les dije: 'Me tengo que ir'. No encontré ayuda por ningún sitio. Me marché con una mano delante y otra detrás y tuve que dejar a los niños con su padre porque no podía mantenerlos. Me fui lejos, a trabajar en un almacén de fruta. Era un trabajo muy duro y tenía la espalda destrozada de las palizas. Sin embargo, el poder ganarme la vida me dio mucha fuerza. Al año siguiente, me marché a Madrid para buscar un empleo mejor". En esa ciudad encontró un trabajo como informática y una nueva pareja ("eso me ha ayudado a ver que no todos los hombres son iguales"). Pero su pesadilla sigue ahí.
"Todavía me quedan varias operaciones por las lesiones que me causó, entre otras la del tímpano que me reventó, y estoy con ayuda psicológica", detalla María C.Su psiquiatra le ha diagnosticado "neurosis traumática" debida a la "presión psíquica de vivir bajo una amenaza constante y a las secuelas que persisten debido a los malos tratos". La terapia, dolorosa, trata de convertir las vivencias humillantes en fortaleza.
"¡Ojalá contar todo esto sirva para que despierten otras mujeres que están como yo estuve!", dice María C. A ellas les ofrece las líneas que escribió uno de sus peores días: "No conozco a esa señora que llaman felicidad. Para mí la verdadera dicha sería la muerte. Una muerte sin dolor, sólo un dulce sueño (...) Ésa es mi felicidad, dejar de sufrir, no llorar nunca más (...) ¿Puedes llegar a pensar que no eres nada? Yo sí lo he pensado. Si fuera una verdadera mujer, entonces no habría llegado a donde he llegado, a caer en un pozo sin fondo del que difícilmente podré salir".
Salir, un verbo difícil de conjugar en el maltrato, coincide Raquel, una veinteañera con diploma universitario. "Sientes que todas las puertas están cerradas. Te odias a ti misma por lo que te ocurre y eso te anula. Eres un despojo humano", explica. Ella no salió sola: la sacó una amiga con un billete para poner kilómetros de por medio con su hijo en brazos. "De no ser por ella, yo me habría matado o me habría dejado ir. Sola no habría salido", reflexiona esta joven que pide silenciar su nombre real.
Raquel es una de las 28 mujeres que hallan atención y refugio en el centro de recuperación integral de la Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas. Su hijo es uno de los 34 que llenan de barullo un recinto en el que han vivido más de 400 mujeres desde que se fundó, hace 14 años, según detalla su directora, Ana María Pérez del Campo.
"Al principio él era un encanto, y la vida, un paraíso. Nos casamos. Cuando estaba embarazada de tres meses me dio la primera paliza. Me pegaba cuando el acoso psicológico no le surtía efecto, pero la mayoría de las veces ni siquiera necesitaba golpearme", relata Raquel. "Yo me sentía muy mal, pero no me consideraba una mujer maltratada. Tampoco tenía valor para contar a mi familia lo que me ocurría. Él me había hecho creer que nadie me quería, excepto él. Sentía que todas las puertas estaban cerradas. Tenía miedo, y el miedo no es buen amigo", añade.
"El maltrato psicológico me dañaba tanto que yo me autolesionaba. Me hacía cortes, dejaba de comer. Intenté suicidarme. Al final me convertí en una sombra de él, en una caricatura de mí misma, hecha a su imagen y semejanza. Además, era su criada. Cuando nació el niño también empezó a maltratarle a él. Ahora, cuando el crío ve a un hombre que se le parece, llora", relata Raquel.
Lejos de la violencia y con unos kilos más, se siente libre, "feliz a ratos". La terapia y el hecho de que las agresiones duraran relativamente poco tiempo juegan a su favor. "Las mujeres aguantamos esas situaciones por la educación que hemos recibido y que nos hace pensar que somos incompletas si no tenemos un hombre", reflexiona. "Seguro que voy a salir adelante. No quiero sentirme víctima de nada ni de nadie. Esto no va a marcar mi vida. Forma parte de mi pasado y algo de mi presente, pero no va a determinar mi futuro", concluye con énfasis.
Fuerza hay también en la mirada de Erika, otra mujer con nombre supuesto que ha encontrado apoyo en el mismo centro. Llegó después de que este verano su ex compañero, sobre el que pesaba una orden de alejamiento, fuera detenido al acercársele "con un hacha, una catana, un cuchillo, una navaja y un martillo". "Recibía maltrato de todo tipo. Era un sinvivir. Aguanté por pánico, porque no sabía adónde ir. Siete años. No me importaba mi vida. Si he tirado para adelante es por mis hijos. Por ellos, para salvarles, fui capaz de irme", relata esta artista. "Estoy tranquila, aunque no he salido de la pesadilla. Sé que él removerá cielo y tierra para encontrarme. Espero que no me pille".
También huye y se refugia Elena, otro nombre falso. "A los tres meses dejé de ser persona, por el maltrato psicológico continuado. Ha sido un secuestro emocional, una dependencia que me puso al borde de la muerte. Un día me decía que me quería mucho y al siguiente me ponía de vuelta y media. Llegué a creer que todo era por mi culpa", relata esta universitaria en la veintena. "Aunque estoy muy mal por lo que he pasado, me siento muy bien por haber sido capaz de salir", concluye con sonrisa triste.
Gesto parecido al de D., un ama de casa octogenaria con medio siglo de maltrato a la espalda. Cada tarde, dedica la poca vista que le dejan las cataratas a leer cuanto cae en sus manos en un centro de mayores. "Leo tanto para ver si encuentro un monstruo peor que el que fue mi marido", justifica. "¿Por qué aguanté tanto? Hija mía, porque aquello era como una droga", zanja.
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