Un sello con gusto
El sello Península está, desde su origen, ligado a la memoria de una generación. Aquellos clásicos que aparecían en la segunda mitad de los sesenta en la colección Historia, Ciencia, Sociedad eran mucho más que utilísimas herramientas para el trabajo (y, en algún caso, para el combate político): eran también ventanas por las que asomarse a un paisaje ideológico, espiritual, teórico, del que en aquella época apenas nadie tenía noticia en este país. Libros, los primeros de la serie, de un blanco inmaculado que luego viraron -si no recuerdo mal, entrando en los setenta- al crema, coincidiendo con una cierta laxitud en la censura (acaso convenga recordar a los más jóvenes que, aunque lo parezca, Fraga no ha sido toda su vida presidente de la Xunta de Galicia) que permitía publicar otro tipo de autores y de temas, sin necesidad de la rígida coartada de los clásicos.
Vinieron luego proyectos tan interesantes como la serie Nexos, Textos Cardinales (dirigida por J. F. Yvars) o Ideas (codirigida por J. M. Castellet, J. Ramoneda y el mismo Yvars). Series de intencionalidad distinta (alguna más inequívocamente técnico-instrumental, otra más directamente ensayística), dirigidas a públicos diversos, pero siempre guiadas por el mismo principio de exigencia intelectual, combinada con una clara voluntad de proporcionar al lector las claves para entender lo que pasaba, y no sólo en materia de pensamiento. Los tiempos, efectivamente, estaban cambiando, y había que dar cuenta de la irrupción de perspectivas emergentes para nuevos lectores que se asomaban a los libros sin las urgencias ni los condicionamientos de las generaciones anteriores. Pensadores como Elster, Agamben, Patocka o Cacciari se dieron a conocer entre nosotros u obtuvieron un respaldo importante en ediciones elegantes y cuidadas que algunos conservamos en nuestras bibliotecas como un tesoro (ahora que a las editoriales parece haberles entrado una autodestructiva compulsión por descatalogar todo lo catalogado con el irrefutable argumento de los costos de almacenamiento).
Quizá alguna de estas obras en su momento no obtuvo del público el favor que, indudablemente, se merecía, pero habrá que decir -aunque sea por una sola vez y en voz baja- que no sería justo cargar por completo en la cuenta de la editorial el mal resultado, si es que lo hubo. A fin de cuentas, los lectores, al igual que los votantes, de cuando en cuando se equivocan. Ignoro si tales vicisitudes tuvieron que ver con los avatares posteriores de la editorial, pero, en todo caso, es de celebrar los renovados bríos con los que el sello ha recuperado la voluntad de estar presente en las librerías. Lo está haciendo probablemente de la única manera que hoy es posible, esto es, ensanchando el punto de mira, procurando atender a un espectro máximamente amplio de lectores, pero esforzándose, sobre todo, en hacer eso sin traicionar su espíritu fundacional. Sin perder el rasgo que lo convirtió en uno de los proyectos editoriales más atractivos del panorama de este país. Sin dejar de ser lo que siempre ha sido: un sello con gusto.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC.
Babelia
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