La cuna de la lengua
Un viaje al rincón donde se originó el castellano. Un recorrido a través de 1.000 años de historia hasta recalar en los monasterios de Suso y Yuso, entre cuyas paredes algún monje escribió las primeras palabras en nuestro idioma.
Elias Canetti, que nació en Rutschuk (Bulgaria), en el bajo Danubio, cuenta en La lengua absuelta, el primer tomo de su autobiografía, que las primeras canciones de su infancia fueron viejos romances españoles. Manzanicas coloradas las que vienen de Stambol, así terminaba una de esas canciones. Butica, era la tienda donde el abuelo y sus hijos pasaban el día; y cuando venía a verles un tío suyo, hermano mayor de su padre, se dirigía a él y, estirando su mano sobre su cabeza, le decía: Yo ti bendigo, Eliachu, amén. También recuerda que durante el parto de su hermano oyó gritar a su madre desde la puerta: ¡Madre mía querida! ¡Madre mía querida! El ladino o castellano antiguo fue una de las lenguas de Canetti. Tenía que ver con el pasado remoto de su familia. Eran sefardíes, y el español que hablaban desde la expulsión había evolucionado muy poco a través de los siglos. Los sefardíes, judíos creyentes para quienes la vida de la comunidad religiosa tenía un significado esencial, se consideraban judíos especiales, orgullosos y arrogantes, lo que según Canetti estaba estrechamente relacionado con su tradición española. Ese orgullo les había hecho conservar las palabras que guardaban la memoria de aquel lugar remoto que se habían visto forzados a abandonar y, tal vez, con esa memoria la ilusión del regreso.
En 'El hijo del acordeonista', la última novela del escritor vasco Bernardo Atxaga, uno de sus protagonistas, que vive en California con su familia, escribe palabras en euskera y las guarda en cajitas de cerillas que lleva a enterrar con sus hijas. Sabe que estas crecerán sin conocer esas palabras y quiere que recuerden a su padre llevándolas en sus manos, como el bien más precioso, dándoles a entender que uno de los grandes dones que recibimos al nacer son las palabras, pero que estas pueden morir si no somos suficientemente cuidadosos con ellas, aunque bastará con que alguien las recuerde para que vuelvan a renacer.
Un mundo sin resurrección es un mundo de fantasmas, y eso es el lenguaje: el arte que hace posible la resurrección. Este es el sentido de las páginas escritas por Elías Canetti y por Bernardo Atxaga. Ambos se refieren en sus libros a idiomas que sobreviven a duras penas, y a la estela de palabras que van dejando en el mundo. A las palabras, en suma, como restos de una gran ruina original, y al gesto del que las recoge y las guarda para que no se lleguen a perder. Un gesto que tiene el poder de devolver a las palabras, tantas veces gastadas por el uso, el esplendor y la rareza que tuvieron cuando fueron dichas por primera vez. Y en efecto, la emoción que nos produce leer expresiones como Kako la gallinica o ya está mejor en el texto de Canetti, u oraciones como elurru mara-mara ari du, que según el narrador de la novela de Atxaga se emplea en el País Vasco cuando nieva mansamente, no es muy diferente a la que sentimos cuando visitando el monasterio de Yuso, en la Alta Rioja, contemplamos en un viejo manuscrito las primeras palabras de que se tiene constancia escritas en castellano. "El que tienen dos lenguas tienen dos almas", dice un antiguo proverbio. Y eso es el alma, el frágil aleteo del lenguaje contra la muerte. Puede que los idiomas nunca sean más delicados por ello que cuando nacen o pueden morir.
El monasterio de Yuso (abajo) está situado en San Millán de la Cogolla, en las estribaciones de la sierra de la Demanda. Los densos bosques y las cerradas peñas que dan paso al río Najerilla (eso significa Nájera: entre peñas) se abren aquí dando lugar a un valle ancho, lleno de chopos, donde se cultivan cereales y remolacha. El pueblo de San Millán de la Cogolla nació alrededor del monasterio, o mejor dicho de los dos monasterios: el de Yuso y el de Suso, situados a un kilómetro de distancia. El monasterio de Suso (arriba) se encuentra en una zona de hayedos y rebollos, en las que hace años eran frecuentes los osos. Fue aquí cuando en el siglo XI los monjes escribieron una serie de anotaciones en latín, romance y euskera que comentaban o glosaban las partes más difíciles de entender de los antiguos códices. Se trata de las Glosas Emilianenses, en las que nos encontramos con la primera manifestación escrita de una lengua romance peninsular. Fue también, en este pequeño monasterio, donde Gonzalo de Berceo, dos siglos después, pasó gran parte de su vida y donde todavía puede verse el pequeño portalón donde, según se cuenta, escribía sus libros.
Este monasterio es el verdadero objetivo de este viaje hacia el origen del castellano. En realidad, se trata de una pequeña ermita. Fundado en el siglo V por San Millán, fue en principio una simple gruta excavada en la roca. El santo vivió en ella acompañado de otros eremitas y su sencilla vida cautivó a príncipes y reyes, por lo que a su muerte el lugar se transformó en un centro de peregrinación. En la época visigótica se construyó el primer templo, aprovechando una de las cuevas como ábside, y en el siglo X, tras la conquista cristiana de la zona, se levantó la iglesia mozárabe, que completada en los siglos siguientes con una arquitectura románica configura el monasterio actual. Gonzalo de Berceo pasó aquí gran parte de su vida, dedicado a la oración y a la escritura de sus libros. Unos libros que en principio no aspiraban ser sino adaptaciones de obras piadosas escritas en latín, de la biblioteca de su monasterio, pensadas para hacer bien al alma de sus contemporáneos. Gonzalo de Berceo adapta esas obras al fácil y expresivo sistema de la cuaderna vía para que todos participen de su eficacia moral. Es decir, que de la misma forma que el copista de las Glosas Emilianenses añade al texto latino palabras romances que puedan facilitar a lectores futuros su comprensión, Berceo se empeña en escribir sus libros en el romance castellano con que se entiende el pueblo. Pero Gonzalo de Berceo no se conforma con eso y recrea los originales latinos, pues quiere poner en una lengua que todos entiendan textos escritos en la lengua sabia, pero sobre todo llegar a conmover a quienes le escuchan, transmitiéndoles, más allá de una doctrina concreta, el asombro ante la belleza del mundo. Y para hacerlo se sirve de esa lengua romance que era ya dominio del pueblo y que alcanzaba su expresión más jubilosa en las canciones de los juglares. Se ha dicho que Berceo era un juglar a lo divino, dando a entender que aunque los temas de sus libros respondían a la doctrina cristiana su tono era muy diferente al de los textos en que los padres de la iglesia se dedicaban a adoctrinar a su pueblo, ya que se servía de expresiones propias de la literatura juglaresca. Y es precisamente ese sentimiento de cercanía, esa disposición amigable hacia los pequeños asuntos de la vida, el que hace que hoy le veneremos como el primero de nuestros poetas. Porque son los poetas los que ponen a prueba la lengua que hablamos, afinándola hasta hacerla capaz de responder a los más leves cambios del alma, ya que más allá de su valor utilitario las lenguas han nacido por encima de cualquier otra cosa para expresar el asombro de ser.
Recuerdo, a este respecto, que la primera palabra que pronunció nuestra hija fue la palabra pato. Acababa de cumplir un año y mi mujer y yo paseábamos con ella por el parque. Ya sabía andar y, en un movimiento inesperado, la niña se escapó de nuestras manos y se adentró velozmente en el jardín. Y entonces delante de ella apareció una criatura fabulosa, que después de detenerse un instante y de mirarla de una forma no demasiado amigable siguió impertérrita su camino. La niña la contempló fascinada mientras mi mujer y yo corríamos para salvarla del peligro. "Es un pato", le dijimos. No olvidó esa escena, y a la mañana siguiente lo primero que hizo al abrir los ojos fue pronunciar aquella palabra. Lo hizo sin un solo error, como si la palabra hubiera llegado a ella con la rotundidad con que lo había hecho la criatura del bosque. Y a partir de ese instante siempre que quería volver a verla repetía insistentemente aquella palabra, que en su pequeña mente era como un talismán que le abría la posibilidad del reencuentro. Es decir, que el lenguaje había surgido en ella, ¿no es siempre así?, del asombro, de la percepción del mundo como un lugar tan extravagante como lleno de inesperadas maravillas.
No creo que sea otra la tarea esencial de la poesía, situarnos cerca de lo que nace. Eso hacían los juglares, y por eso fueron ellos los que ayudaron a que el castellano adquiriera los mil matices que lo harían evolucionar hasta transformarse en una de las lenguas más habladas del planeta. En la novela de Atxaga se afirma que en la lengua vasca hay doscientas formas de nombrar a las mariposas, y Canetti nos recuerda cómo un pequeño grupo de judíos sefarditas seguía conservando, en el corazón de Europa, la memoria de su querida y remota lengua. Un poema chino relaciona los rasgos de la escritura con las huellas que un grupo de garzas deja en la arena tras levantar el vuelo. Esas grullas son el símbolo del alma. Nada que tenga que ver con la doctrina, sino con el soplo esquivo de la vida.
Un soplo que también se percibe en ese otro milagro de nuestra lengua naciente que fueron las jarchas. Las jarchas son los primeros textos literarios conservados en nuestro país en una lengua que no es el latín. Escritos en mozárabe, fueron incluidos por poetas árabes cultos, tal como las oían cantar al final de sus propios poemas (oaxacas). Suelen ser poemas de amor en que una muchacha expresa su inquietud ante la próxima llegada de su amante, o lamenta su abandono. La más antigua de todas dice así:
¡Tanto amare, tanto amare; / Habib, tanto amare! / Enfermaron olios nidios, / e dolen tan male (¡Tanto amar, tanto amar!; / ¡Amado, tanto amar! / Enfermaron (mis) ojos brillantes, / y duelen tanto).
Resulta conmovedor que los primeros poemas que se conservan en nuestro país en una lengua romance sean para expresar las zozobras del amor y estén puestos en boca de mujeres, como lo estarán las canciones de amigo, en la traición galaicoportuguesa, y gran parte de la poesía lírica de entonces, como dando a entender que ese mundo, el de la lírica pertenece al ámbito de la intimidad y el juego, a ese jardín cerrado del que siempre han sido las mujeres las más delicadas guardianas. Y será la expresión de esas mismas zozobras las que harán perdurable el arte de Gonzalo de Berceo y poco después el del Arcipreste de Hita, autor de El libro del buen amor, uno de los textos capitales de nuestra literatura de todos los tiempos. Es decir, que de la misma forma que los árabes cultos se deciden a incluir esas pequeñas canciones que son las jarchas en sus propios poemas, debido a la fascinación que les producen vérselas cantar a las muchachas en los pueblos, fueron los juglares los que, tomando las palabras de la gente llana, echaron las siete llaves al arte de los clérigos, continuador de una tradición latina extremadamente empobrecida, y dejándose conducir por el gusto vulgar crearon una nueva tradición popular en la lengua románica de los nuevos pueblos medievales.
En opinión de Ramón Menéndez Pidal sólo cuando ya estaba muy construida el habla vulgar fue cuando pudo haber clérigos que abandonaran el latín y escribieran en lengua romance. Las literaturas románicas no nacen pues de clérigos imitadores de la literatura latina medieval y de la antigüedad clásica, sino de los juglares que tienen que entretener, deleitar y dar consuelo a las gentes. "Sin duda", escribe Menéndez Pidal, "el placer recreativo que ahuyenta las tristezas del corazón es necesidad inexcusable del hombre, y lo es sobre todo el solaz del canto, imperativo eterno lo mismo en el descanso que en el trabajo, esos 'dulces cantares' (Libro del buen amor, 649) que aminoran las pesadumbres del alma, llegando hasta a paliar los dolores físicos del enfermo (según se dice en el Cancionero de Baena); y de ese solaz musical los juglares son los dispensadores profesionales".
Y es esto lo que hace de Gonzalo de Berceo el discreto monje del monasterio de Suso. Es verdad que escribe para adoctrinar, y que incluso se ha hablado del sentido económico de unos textos pensados para atraer hacia el monasterio a los peregrinos y ganar así sus limosnas, pero no lo es menos que más allá de estos cálculos elementales lo que late en él es la figura de un verdadero poeta, y es esto último lo que hace perdurable su canto. De forma que si las palabras aparecidas en los márgenes de las glosas daban cuenta de una lengua viva que se extendía lentamente por toda la zona, los poemas en cuaderna vía de Berceo, son la expresión clara de que esa lengua ya andaba por plazas, atrios y romerías, haciendo con sus aciertos que la humilde lengua vulgar se hiciera apta para ennoblecer la imaginación y la sensibilidad de los oyentes. Y esta es la razón del éxito de Berceo, cuyos libros, con diálogos rápidos, divertidos y de tonos populares, enseguida pasan a ser una de las lecturas preferidas de todos. Se trataba de libros para ser leídos, no para ser cantados, como pasaba con la poesía épica, pues entonces el pueblo era analfabeto y eran muy frecuentes las lecturas en grupo, que hasta la gente letrada, como se demuestra en un célebre capítulo del Quijote, muchas veces prefería escuchar a leer. Y había, como es lógico, que utilizar recursos para retener la atención de ese público tan diverso. Y en eso Berceo era un verdadero maestro. La gracia y eficacia en la expresión, sus observaciones personales, la ingenuidad y la acertada presentación de las distintas historias, dan a estos poemas un tono atractivo y simpático que sigue conservando el poder de encantar. Eso es justo lo que él mismo nos confiesa: que va a hacer una prosa en roman paladino, es decir, un poema en sencillo español porque no tiene suficiente ingenio para hacerlo en latín. Para terminar confesándonos que escucharle bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino. Lo que es lo mismo que decir que espera hablar a sus oyentes con sus mismas palabras y sus mismas emociones.
Y así sucede en la Vida de Santa Oria, en que una pobre monja sueña cómo tres vírgenes vienen a verla con las manos llenas de palomas y la llevan a visitar el cielo. Las escaleras por las que empiezan a ascender se transforman de pronto en un esbelto árbol por cuyas ramas ve desplazarse levemente a las tres vírgenes con las palomas en las manos. Estando en el árbol estas dueñas contadas / Sus palomas en manos alegres y pagadas. Y enseguida llegan al cielo que en todo se parece a un pueblecito cualquiera donde las gentes la salen a recibir como lo harían en el suyo. La poesía de Berceo es siempre cercana e ingenua, y nos ofrece un cuadro encantador y expresivo de lo que era la vida en los pueblos de entonces. Y será esa misma llaneza la que alimente y guíe el más famoso de sus libros los Milagros de Nuestra Señora, que dedica a hablar de su amor a la Virgen. El libro se abre con una introducción que constituye uno de los momentos más felices de la literatura castellana medieval. El poeta yendo de peregrinación se encuentra con un prado lleno de flores, surcado por arroyos y bordeado de árboles en cuyas ramas cantan innumerables aves. Y escribe:
Nunca trobé en sieglo logar tan deleitoso, / Nin sombra tan temprada, ni olor tan sabroso. / Descargué mi ropiella por yacer más vicioso, / Poséme a la sombra de un árbor fermoso. // Yaciendo a la sombra perdí todos cuidados, / Odí sonos de aves dulces e modulados: / Nuncua udieron omnes órganos más temprados, / Nin que formar pudiessen sones más acordados.
Y después de dar paso a una no demasiado interesante alegoría en que los arroyos son los cuatro evangelios y los cantos de las aves los sermones de los padres de la iglesia, pasa a narrarnos los milagros que justifican la escritura del libro. Y estas historias son ciertamente ejemplares, pues hablan de la devoción a la Virgen como mediadora entre el hombre y Dios, pero también son sorprendentes, por la indiscutible fe poética con que son narradas y su delicada cualidad terrenal. La historia del clérigo vicioso, resucitado por la Virgen para que sea enterrado en tierra sagrada, la del sacristán impúdico, la del clérigo borracho, la del hombre que vende por orgullo su alma al diablo, y, sobre todo, la de la abadesa encinta y la de la de la Virgen que celosa rapta a un labriego para evitar su boda, nos hablan de una Virgen caprichosa y encantadora, que cumple un papel amoral en el orden del mundo. Una Virgen a quien la lealtad que se la rinde vale más que toda justicia.
La Virgen es en estas historias una imagen para el ascetismo pero también un símbolo del gozo y la fertilidad, lo que ya ha quedado patente en la descripción del prado que aparece al comienzo del libro, florecido como la madre doncella. Es una idea que tiene que ver con el pensamiento del hombre medieval y su facilidad para transformar los fenómenos visibles de la naturaleza en significados espirituales. Pero la Virgen, como fuente de fertilidad, se asocia también con el regocijo y, por tanto, con las canciones, las danzas y las guirnaldas de flores: es decir, con la poesía. Y también es, por supuesto, la gran protectora de las mujeres y de los niños, ya que en la Edad Media el culto a la humanidad de Jesús y María la había transformado en una madre corriente, amable y tierna cuidando de su desvalido niño. Y será esa humanidad la responsable del sentimiento poético que impregna estas historias. Tienen que ver con la devoción de su autor pero sobre todo con la lengua en que se expresa esa devoción. Una lengua que apenas acaba de nacer y que le permite a Berceo instalarse en el mundo como no lo habría podido hacer con el latín rígido de los textos que albergaba la biblioteca de su monasterio. Y el encanto inolvidable de estos libros radica precisamente en el poder expresivo de esa lengua viva y su capacidad para expresar con ella la ternura y el colorido del mundo. Un lenguaje que se diría tocado por el mismo encanto que impregna estas historias de milagros y apariciones, y que es por otra parte el de todas las mujeres del mundo cuando dirigiéndose a sus niños pequeños, les hablan y cantan, con palabras que estos obviamente no pueden entender pero que tienen el poder supremo de transformarles en seres humanos. En una horripilante variación sobre este tema recurrente, una mujer da a luz una masa de carne muerta, pero la envuelve en un pañuelo y ora a la Virgen, en este caso de Montserrat, hasta que comienza a moverse y se convierte en un bonito bebé. O dicho de otra forma, será gracias a las palabras de esa oración y a la ingenua fe que expresan que surgirá el renovado milagro del orden y la vida, pues a estas alturas bien podemos ver en la figura de la Virgen que canta Gonzalo de Berceo uno de los nombres de la poesía. ¿Acaso no es el reino de la posibilidad el solo reino de ambas?
De forma que el viajero que llegue a estas tierras deberá pasarse por el monasterio de Yuso, que es conocido como El Escorial de La Rioja, y donde, entre otras cosas, podrá contemplar la capilla en que se guardan las arquetas de oro, plata y marfil, de San Millán y San Felices de Bilibio, una valiosa colección de cuadros de la escuela flamenca, y una copia facsímil de las Glosas Emilianenses; pero será sobre todo en el pequeño monasterio situado apenas un kilómetro más arriba, donde le aguarda la verdadera cita de su viaje. Aquí está el portalón donde Gonzalo de Berceo escribió sus libros, y aquí, cerrando los ojos, podrá viajar en el tiempo hasta situarse en esos momentos iniciales en que la lengua castellana empezó a adquirir el dulce poder de transformar el mundo en un jardín lleno de secretos. Nuestro idioma es hablado hoy por cuatrocientos millones de personas, y son frecuentes las preguntas acerca de lo que podemos hacer para conservarlo, y del papel que los medios de comunicación deben tener en tal tarea, pero lo que debería preocuparnos es qué hacer para que no se llegue a perder en boca de esos mismos hablantes la gracia que tuvo en su origen.
Chesterton dijo que lo más poético de una novela como Robinson Crusoe era la lista de objetos salvados del naufragio, y nos aconsejaba mirar el mundo como una lista así. Que hubiera árboles, que saliera el sol cada mañana, que hubiera dos sexos debía causarnos el mismo gozo que le había causado a Robinson rescatar del desastre dos rifles y un hacha. En los textos de Canetti y Atxaga se habla del lenguaje como del despojo romántico del barco de Crusoe. Berceo se sirvió de esa humilde lista para componer sus libros y creo que la mejor manera de defender nuestro idioma, todos los idiomas, es recuperar al hablarlos el sentimiento de gratitud y de asombro de Robinson salvado de las aguas. Puede que las palabras no sirvan para mucho, pero basta con que alguien, en cualquier lugar olvidado, las pronuncie con el temblor con que lo hicieron el discreto monje del monasterio de Suso o las muchachas que entonaban en las jarchas sus versos de amor y tristeza para que vuelvan a tener lugar en el mundo los milagros de la poesía: la única Señora a la que nos ha sido dado servir sin temor.
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