Católicos y socialdemócratas
Cuando uno contempla la realidad española del momento, no puede evitar cierto malestar ante el clima de confrontación más anímica que estrictamente política que se le ofrece inmediatamente. Desde nuestra participación en la guerra de Irak, las consiguientes movilizaciones, los dramáticos sucesos del 11-M y el consiguiente resultado electoral, España ha dado un vuelco no solamente gubernamental, porque también lo experimenta en los referentes cotidianos que determinan la vida de la sociedad civil, epicentro de una auténtica democracia.
En este contexto, que produce el malestar comentado, la socialdemocracia española, representada por el PSOE en el poder, adquiere un protagonismo decisivo para todos los españoles, y muy especialmente para quienes, siendo y sintiéndose plenamente católicos, apoyaron en las urnas el proyecto socialdemócrata como el mejor para vehicular sus preocupaciones de compromiso histórico precisamente en función de su opción creyente. De estos hombres y mujeres queremos tratar en estas líneas, conscientes de que se trata de un colectivo silencioso tanto en la Iglesia como en el mismo PSOE. Sin que necesariamente pertenezcan a grupos como Cristianos por el Socialismo o Cristianos en el PSOE, porque es un colectivo más difuminado pero no menos determinante en muchos instantes de la vida política.
El 'colectivo silencioso' de católicos y socialdemócratas está en el filo de la navaja
Estos hombres y mujeres viven una permanente tensión como miembros del cuerpo eclesial, que tiene sus reglas de juego, y en el mismo momento, miembros del cuerpo socialdemócrata, también con sus propias reglas. No optaron por el proyecto de José Luis Rodríguez Zapatero en virtud de un apriorismo de partido, como tal vez pueda darse en un militante típico, antes bien, y repetimos algo sustancial en este texto, porque tuvieron la percepción, tras examinar el programa electoral del PSOE, de que tal programa reflejaba mejor que los otros la transformación de la sociedad española en una sociedad sobre todo más justa, por más democrática, en la dimensión precisamente socio-económica. Les interesaba y les interesa la democracia de la riqueza, que es consustancial a cualquier proyecto socialdemócrata. Ésta es la última razón de su apoyo electoral al partido liderado por el leonés de talante renovador. Al respecto, no vale engañarse en estos momentos de llamativa exaltación gremialista.
Pero lo que constatan en estos primeros meses de Gobierno del PSOE es un paquete de medidas de naturaleza moral e ideológica que, sin poder evitarlo, les llama poderosamente la atención, golpea la cosmovisión de muchísimos españoles y, como resultado final, produce enorme reacción eclesial. No es que estén confusos ante la nueva situación, pero se preguntan, por lo menos, por la oportunidad de esta avalancha moral / ideológica que, en definitiva, produce un modelo de convivencia muy diferente en materias de alta sensibilidad. Puede ser que compartan algunas de estas medidas, pero lo importante de verdad es que experimentan dos reacciones complementarias si bien diferentes en sí mismas: de una parte, se interrogan por el tiempo de debate civil dedicado a tales modificaciones, y de otra, por la confrontación entre Iglesia católica y socialdemocracia en un momento necesitado de diálogo histórico entre ambos colectivos, superando distanciamientos antiguos que, sin embargo, parecen recuperar actualidad para perjuicio de todos. Se lo preguntan, les preocupa muy seriamente, y se ven abocados a una respuesta convincente.
Porque en medio de esta marabunta de decisiones que llegarán al Parlamento, perciben que aquella democracia económica, motivo último de su opción socialdemócrata, se diluye por completo: ellos y ellas esperaban que el PSOE en el poder intentara abordar cuanto antes todo lo relacionado con la pobreza persistente de una sexta parte de la sociedad española, con la remodelación de la fiscalidad en beneficio palpable de las clases más desfavorecidas, con el apoyo eficaz a la ancianidad e infancia, con la acogida humanitaria a la inmigración desesperada, con el apoyo a valores intelectuales y mediáticos nunca de partido, antes bien representativos del conjunto de la sociedad española, sin olvidar un posicionamiento internacional menos nominalista y mucho más solidario con las zonas objetivamente pobres del planeta. Y no ha sido así. Se ha preferido lo fácil a lo difícil, lo más agradable a lo más desagradable aunque, repetimos, pueda estarse de acuerdo con algunas de las medidas tomadas, entre las que destacan muy positivamente todas las referidas al maltrato femenino, auténtica lacra de nuestra sociedad. Pero el problema de verdad no es el acuerdo o el desacuerdo. El problema de verdad es haber dado prioridad a unas realidades en perjuicio de otras, y de esta manera, haber producido mucho desencanto, mucha tensión y, en fin, altas dosis de fractura social.
Y llegados aquí, alcanzamos el meollo de este texto. Está claro cuanto se viene discutiendo sobre la conveniencia del Estado laico y, por ello mismo, aconfesional, mientras no se extralimiten los conceptos utilizados en un ejercicio censurable de manipulación ideológica. Está no menos claro que los católicos deben plantearse cómo sostener el ser y el quehacer de la Iglesia católica, sin que tal cosa suponga olvido alguno de su inmensa aportación al bienestar ciudadano. También aparece como evidente que tal Iglesia no debe entrometerse en determinadas materias estrictamente temporales, mientras no se pretenda reducir la experiencia cristiana al ámbito meramente privado. Todo esto está claro y, para el colectivo al que vengo refiriéndome, no es materia de discusión. Pero otra cosa completamente diferente es abrir una brecha todavía mayor en las relaciones entre socialdemocracia española y el cuerpo eclesial español, de tal manera que, de hecho, la Iglesia católica se sienta golpeada en algunos de sus más preciados principios morales e ideológicos, hasta provocarse una reacción previamente sospechable. Ninguno de nosotros somos niños para escondernos que las cosas son como son y no valen explicaciones coyunturales a la hora de enfrentar cuestiones sustanciales de la vida social pero también política y, en definitiva, económica: tan molestas son las demonizaciones de la socialdemocracia desde ámbitos eclesiales, como esas otras demonizaciones de la Iglesia desde ámbitos socialdemócratas.
Católicos por apropiación madura de su identidad creyente y socialdemócratas por opción meditadísima, y nunca por ese apriorismo de partido que les resulta ajeno, se encuentran, en este preciso momento, en el filo de la navaja, donde puede que lleven años instalados, recibiendo críticas de unos y de otros, dado que no se han precipitado por el barranco de las obediencias ciegas, pues les parecen superadas desde el Vaticano II y no menos desde la Constitución de 1978. Si son críticos con la Iglesia católica, de cuya corporalidad forman parte misma, ¿cómo no van a serlo de un partido político, mucho más aleatorio para ellos y ellas que ese Pueblo de Dios que les confiere identidad última? Son críticos porque son evangélicos. Son críticos porque son demócratas. Y seguramente lo seguirán siendo. Pero con una certeza inamovible: llegada la ocasión (que probablemente nunca se dé) de elegir entre Iglesia católica y partido socialdemócrata, no lo dudarían un instante, por dolorosa que resultara la elección. De la misma forma que, por lo que parece, otros y otras harían lo contrario.
El colectivo silencioso del que escribíamos al comienzo se mueve en estas delicadísimas aguas, muy conscientes de que, aceptado desde una y otra parte, pudiera facilitar un diálogo fecundo porque asume ambos universos como una riqueza histórica, cuyas consecuencias está decidido a soportar con grave serenidad. Así pues, este colectivo silencioso, que hemos puesto sobre el papel público en un gesto de clarificación necesaria, se siente responsablemente satisfecho de su pertenencia a la Iglesia católica en toda su grandeza y en toda su limitación, a la vez que defiende su opción socialdemócrata en la medida que no le obligue a una pérdida sustancial de su identidad cristiana.
Mayor claridad es imposible, en beneficio de una sociedad, la española, que a todos interroga sobre nuestras verdaderas intenciones y concretos posicionamientos. Es decir, sobre nuestra entrega al bien común o, por el contrario, a intereses grupales siempre recortados y siempre un tanto espurios. España, en este momento, se merece unos ciudadanos y ciudadanas capaces de trabajar, desde un diálogo sincero, en beneficio de ese bien común, tanto desde el ámbito eclesial como desde el ámbito socialdemócrata. No hay que desesperar en tal intento.
Norberto Alcover es escritor y profesor universitario.
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