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Tribuna:LA ACADEMIA SUECA CONSAGRA UNA VOZ COMBATIVA Y RADICAL
Tribuna
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Una radical

En este país suele ocurrir que cuando alguien desconoce una cosa piensa que todo el mundo tiene que desconocerla, y a veces no es así. Tal parece el caso con la reciente ganadora del premio Nobel de Literatura, la austriaca Elfriede Jelinek, de quien en su momento, estoy hablando de los años 1992 y 1993, se publicaron tres de sus obras principales, que pasaron prácticamente desapercibidas por el público, y, lo que es aún peor, por la crítica.

Las tres obras en cuestión fueron Los excluidos, publicada en 1992 por Mondadori, no recuerdo en estos momentos dirigida por quién, y, en cambio, sí que me acuerdo de las dos obras que aparecieron al año siguiente, en 1993: La pianista, publicada por la ahora escritora Laura Freixas en la colección El Espejo de Tinta, colección que ella dirigía en Grijalbo-Mondadori, y El ansia, que contraté yo mismo, aunque no llegué a editar, en la extinta editorial Versal, que a la sazón había dejado de estar en Barcelona y había sido trasladada a Madrid por decisión de la dirección del Grupo Anaya. Por fortuna, los títulos que Versal había contratado cayeron bajo la tutela de Ediciones Cátedra, cuyo director de entonces, Gustavo Domínguez, tuvo a bien publicar, contando en el caso del libro que nos ocupa con el concurso de Carlos Fortea para su nada fácil traducción. Por ello, aunque a todos los efectos me considero editor de El ansia, Lust en alemán, el libro de Elfriede Jelinek que yo había leído en francés y en italiano, por razones que ya suelen ser recurrentes en el mundo editorial no fui el responsable de su edición final, ni redacté los textos de las solapas y de la contraportada, ni pude defender el libro en el momento de su aparición. Noblesse oblige.

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¿Qué nos movió a interesarnos en 1993 por una autora austriaca, desconocida del gran público y cuyas obras se caracterizaban por una escritura densa y dura? Seguramente su ruptura de moldes con la escritura feminista del momento, su apuesta transgresora por la literatura sin concesiones, su entronque con una radicalidad que tenía en aquellos momentos a otra figura austriaca como portaestandarte: la de Thomas Bernhard, un escritor que nos fascinaba desde que Alfaguara, a instancias si no recuerdo mal de Javier Marías, publicó Trastorno, una obra que ejerció la fuerza de su título en cierta comunidad lectora, y a la que luego vino a unirse el resto de su producción, ya repartida entre Alianza, Anagrama y Alfaguara.

En cierta medida, Jelinek se nos aparecía como una discípula aventajada de Bernhard, en su capacidad polémica y misántropa de abordar temas que incomodaran al lector, que lo desasosegaran, pero también con un importante acento lírico expresionista que le otorgaba una singularidad propia. No era, en última instancia, algo muy distinto de lo que había sido la gran tradición austriaca de crítica social que, como muy bien señala la Academia Sueca, parte de Johann Nepomuk Nestroy, Karl Kraus, Odon von Horvath, Elias Canetti hasta llegar a Bernhard, y a la que yo añadiría el nombre de una Ingeborg Bachman para señalar el marco de referencia en el que la autora galardonada se ha movido a lo largo de su obra. Se da el caso de que muchos de estos autores, y Jelinek en particular, cultivaron el género dramático, lo que sin duda contribuyó a que sus obras tuvieran una fuerte incidencia en los países de habla germánica, pero mucho menos en otros donde las traducciones teatrales no suelen abundar.

Después del silencio que se cernió sobre Jelinek en nuestro país, he de confesar que la he ido siguiendo en la distancia, en las breves incursiones que he podido realizar en su obra cuando ha sido traducida a algún idioma que me ha sido accesible o bien vía Internet, en alguna de las múltiples páginas que se ocupan de sus escritos y donde se recogen artículos o poemas traducidos a otro idioma que el alemán. Sólo recientemente, con la versión cinematográfica de La pianista, a mi juicio bastante bien conseguida, de otro cineasta controvertido, el también austriaco Michael Haneke, protagonizada por una inquietante Isabelle Huppert, la actualidad de Elfriede Jelinek volvía a tener actualidad en nuestro país.

En todo caso, como suele suceder en las ocasiones en que quien obtiene el Nobel no es un autor excesivamente traducido, cabe confiar en que a partir de ahora volveremos a tener acceso a la obra de una escritora que siempre ha sido fiel a sus principios, los de esa tradición que no transige con la amabilidad del texto, sino que opta siempre por el camino de lo más difícil, que muchas veces es también el camino más estimulante para el lector.

Antoni Munné es crítico y editor.

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