Darfur no puede esperar
Palabrería aparte, no hay ningún indicio serio de que el Gobierno de Sudán haya adoptado medidas para detener el genocidio de Darfur, transcurrida la mitad del plazo dado el mes pasado por el Consejo de Seguridad, bajo amenaza difusa de sanciones, para que desarme a sus aliadas milicias árabes, ejecutoras de una limpieza étnica que viene de lejos. La ONU, pese a las promesas de Jartum, daba cuenta esta semana de renovados ataques de helicópteros sudaneses y de los Janjawid contra refugiados que intentaban escapar de la violencia. Y la organización Human Righs Watch acaba de denunciar que en lugar de perseguir a los mercenarios y detener a sus cabecillas, Jartum está integrando a parte de ellos en sus fuerzas de seguridad.
Poco cabe esperar en este contexto de las conversaciones de paz convocadas el día 23 en Nigeria por la Unión Africana (UA), a las que ni siquiera está confirmada la asistencia de todas las partes. Y mucho menos del simbólico envío este fin de semana de 150 soldados ruandeses a Darfur para proteger al centenar de observadores de la UA que tratan de calibrar la situación militar en la vasta región occidental sudanesa.
La mayor catástrofe humanitaria en marcha, en palabras de la ONU, cabalga en una de las regiones más olvidadas del planeta, cuatro meses después de que Kofi Annan advirtiera de los riesgos de genocidio si la comunidad internacional seguía dando la espalda. Si han muerto violentamente 50.000 personas, si un millón ha tenido que huir de sus chozas, lo peor está por venir en esta guerra del fin del mundo que utiliza como métodos, además del asesinato, la quema de viviendas y cosechas o la violación sistemática. En octubre, con barrizales por caminos, unos dos millones de personas dependerán para sobrevivir de la comida que llegue del exterior. En el mejor de los casos, estiman los expertos, más de 300.000 van a morir de hambre y enfermedades. Para asegurar una operación humanitaria de este calado, proteger convoyes y crear un entorno seguro en una zona del tamaño de Francia harían falta al menos 20.000 soldados, diez veces más de lo que la Unión Africana estaría dispuesta a enviar si Sudán lo autorizara, que no es el caso.
Sobre las atrocidades de Darfur, que comenzaron el año pasado, es especialmente ensordecedor el silencio de la Unión Europea. La UE está ocupada en debatir si se trata de un auténtico genocidio -como atestiguan quienes lo siguen padeciendo, las organizaciones humanitarias con acceso a la zona y el Congreso de EE UU- o sólo es "una matanza silenciosa de amplias proporciones".
No habrá solución milagrosa para una situación enquistada por décadas de violencia, desamparo y miseria en el país más grande de África. Pero resulta evidente la inutilidad de una negociación de buena fe con un régimen tan dividido y corrupto como el del presidente Omar al Bachir, caracterizado por años de abusos contra los derechos humanos -basado en argumentos de raza, seguridad, religión o ideología- y una interpretación sangrienta de la identidad sudanesa.
Lo que suceda en adelante en Darfur va a depender básicamente de la actitud occidental. EE UU y la UE pueden tener argumentos para no impulsar en estos momentos una intervención militar que pueda inflamar los ánimos árabes y resultar contraproducente en el incendiario clima iraquí. Pero es imprescindible que las democracias poderosas, abanderadas de derechos y libertades, presionen a Jartum de una manera creíble, utilizando la amenaza de sanciones contundentes, para forzar al menos su aceptación de fuerzas pacificadoras africanas, que por otra parte nunca llegarán si los países ricos no pagan por ellas y proporcionan la logística necesaria.
De lo contrario, la inevitable conclusión es que esta tragedia de proporciones bíblicas sucede porque Darfur está donde está, mas allá de los circuitos informativos y de los intereses estratégicos. Del otro lado de esa valla que separa el mundo de quienes tienen derechos, o algún derecho, de aquel otro cuyos habitantes, en el mejor de los casos, cuentan exclusivamente a efectos estadísticos.
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