La huella de los orígenes
La historia de la búsqueda de nuestros orígenes como especie se ha contado muchas veces, entre otros lugares, durante los últimos años, en nuestro país, en donde disciplinas como la arqueología, paleontología y antropología han florecido gracias al yacimiento de Atapuerca. Los autores de este nuevo libro también trabajan en Atapuerca, y uno de ellos, el responsable principal de la obra, José María Bermúdez de Castro, codirector de las excavaciones, hace poco más de dos años nos ofreció un libro magnífico: El chico de la Gran Dolina. En vista de tales antecedentes, la primera pregunta que surge es: ¿qué novedades aporta este libro?, ¿es realmente necesario?
Sobre si es necesario o no, es difícil pronunciarse, aunque habida cuenta de la repercusión social que desde hace años han tenido los hallazgos realizados en Atapuerca no está de más disponer de un instrumento, como es el presente libro, que permita a todos aquellos interesados conocer algunas de las técnicas, de los procedimientos, que utilizan los investigadores que se ocupan de reconstruir nuestro pasado. La cultura de un pueblo se nutre de conocimientos, de información, pero esa cultura será más sólida y fructífera si no se limita a lo superficial, a los resultados que otros obtienen, sino que también se difunden los mecanismos mediante los cuales se consiguen tales resultados. En lo que se refiere a la investigación científica, uno de los problemas históricos de nuestro país, ésta se verá facilitada si además de promover esa "primera cultura" que es el conocimiento de lo que la ciencia contemporánea nos enseña, se estimula un segundo nivel cultural en el que los métodos y procedimientos, el día a día del trabajo científico, toma un cierto protagonismo.
HIJOS DE UN TIEMPO PERDIDO
José María Bermúdez de Castro, Belén Márquez, Ana Mateos, María Martinón-Torres y Susana Sarmiento Ilustraciones de D. Álvarez
Crítica. Barcelona, 2004
361 páginas. 19,90 euros
En este aspecto, Hijos de un
tiempo perdido constituye un ejemplo. La mayor novedad que aporta -la primera pregunta que antes me formulaba- es lo mucho que enseñará a sus lectores sobre un buen número de apartados "técnicos" que son imprescindibles en la larga y compleja tarea que es reconstruir la historia de nuestros antepasados desde, al menos, que nos separamos de los chimpancés. Apartados como pueden ser cómo se datan los fósiles, establecen las modificaciones que el campo magnético de la Tierra ha sufrido a lo largo de su historia, o averiguan los cambios climáticos que han tenido lugar en el pasado y cómo se integra el conocimiento de tales cambios en los estudios antropológicos; estudios anatómicos de la locomoción bípeda al igual que de las variaciones en la dinámica del parto en distintas especies de homínidos, incluyendo la nuestra, Homo sapiens; o el análisis de las "huellas de uso" que permiten averiguar la utilidad que nuestros antepasados daban a las herramientas de piedra y de las marcas de cortes y fracturas intencionales en huesos.
Al mismo tiempo que se nos enseñan todos estos detalles, los autores de este texto nos llevan de la mano por mundos pretéritos que poseen la fascinación de todo aquello que, no obstante haberse perdido (aunque en este caso no totalmente), deja una huella tan profunda que no es posible comprender la realidad tal y como la observamos hoy sin su ayuda. Vegetación, fauna, clima, sedimentos, modos de vida de nuestros antepasados, diferencias anatómico-morfológicas, posibles orígenes del lenguaje, migraciones de poblaciones antiguas, tecnologías primitivas, nacimiento del arte y, por supuesto, variedades de especies de homínidos que nos precedieron pueblan las páginas de Hijos de un tiempo perdido. Páginas -es otro de los grandes atractivos de este libro- magníficamente y oportunamente ilustradas por Dionisio Álvarez. A señalar, por último, que aunque los hallazgos obtenidos en Atapuerca figuran de forma destacada en la narración de Bermúdez de Castro y sus colegas, no se nos escamotean, como otras veces se ha hecho, los descubrimientos llevados a cabo en otros importantes yacimientos, integrándolos en un armonioso conjunto. Y es que un síntoma de madurez científica es que la contemplación del árbol propio no obstaculice la visión del bosque.
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