Barenboim devuelve a Madrid su emoción heroica con un concierto extraordinario
El director rinde homenaje a las víctimas del 11-M con la 'Tercera sinfonía' de Beethoven
Hubo silencio, calidez, calidad y una extraña mezcla de ambiente solemne y festivo. Daniel Barenboim triunfó ayer ante 6.000 personas que escucharon atónitas y encantadas las notas que el director de orquesta extrajo de la Staatskapelle de Berlín en la plaza Mayor de Madrid, donde sonó la Tercera sinfonía de Beethoven en homenaje a las 190 víctimas mortales de los atentados del 11 de marzo. Fue una noche de recuerdo vivo para quienes perdieron la vida, con la presencia de la reina Sofía, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, en las primeras filas. La emoción marcó una noche memorable, a la que no asistió Esperanza Aguirre.
No sonaron móviles cada dos por tres. Fue una explosión de delicadeza y riesgo
No hubo palabras casi: "No voy a hablar", dijo el músico cuando se subió al podio de la Plaza a las 22.35, cinco minutos después de que llegara la Reina acompañada de las autoridades, entre las que no estaba la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, que fue invitada y rechazó acudir. "La Orquesta y yo estamos muy emocionados por estar aquí. Es mejor para recordar a las víctimas y todo lo que pasó el 11 de marzo dejar hablar a la música", aseguró Barenboim.
Y vaya si lo hizo. Serían las 22.37 cuando alzó la batuta para dar paso al primer acorde. La plaza estaba en silencio. Todas las silla ocupadas, las 3.700 que se desplegaron y las de las terrazas de los bares, que no dejaron de hacer caja.
Una luz intensa iluminaba las 192 rosas blancas que presidían el escenario, una en memoria de cada víctima más los dos niños que no llegaron a nacer.
A esa hora, los efluvios de los perfumes caros de las butacas delanteras, acotadas para autoridades e invitados, entre los que había artistas como Miguel Bosé o Martirio y ministros como Miguel Ángel Moratinos, de Exteriores o María Jesús Sansegundo, de Educación, y por supuesto la esposa de Zapatero, Sonsoles Espinosa, amante declarada de la música, vencían ya al intenso olor a calamar frito que despedían bien a modo los bares.
El resultado era una extraña mezcla de rigidez protocolaria y fiesta mayor para el ciudadano que hacía del acontecimiento carne de noche especial.
La Staatskapelle tuvo que lidiar con el murmullo de las bandejas y las interferencias imprevistas de algunas sirenas próximas o de los acordeonistas que se colaban entre movimiento y movimiento, o en los pianísimos sin que ninguno de los tropecientos guardias que acordonaban la zona o los securatas con pinganillo les acallaran a tiempo.
El público estuvo impecable, jovial, entusiasta, feliz. No sonaron móviles, como suele ocurrir en el Real o el Auditorio, cada dos por tres; los niños -que los hubo y muchos- estuvieron calladitos como santos y los familiares de las víctimas, para los que se acotó una zona amplia a la izquierda del escenario, emocionadons por una experiencia intensa.
Barenboim demostró su genio, su desmesura superdotada para la música. Se presentó sin partitura, como siempre, pero exprimió los detalles más secretos de una de las obras claves de Beethoven, que creó para celebrar la nueva esperanza de la Revolución Francesa y sus máximas: Libertad, Igualdad y Fraternidad.
Fue una explosión de delicadeza y gravedad romántica que dejó patente lo difícil que es encontrar hoy en el mundo algo equiparable en calidad en ese repertorio a la Staatskapelle de Berlín.
Barenboim ofreció intensidad y riesgo exuberante en el primer movimiento, un Allegro con brio que duró casi 20 minutos; emoción y delicadeza extrema en la Marcha fúnebre, electricidad y energía de voltio mayor en el scherzo y precisión de excelencia en la parte final.
No falló Barenboim y la gente se lo agradecía con aplausos entre los movimientos espontáneos, sinceros, cercanos y refrescantes. Al terminar, más aplausos, muchos aplausos y los 6.000 espectadores en pie vitoreándole a él y a su orquesta supersónica.
El maestro depositó un ramo de flores junto a las rosas que personificaban a las víctimas, saludó a la Reina y las autoridades y se fue, sin cobrar pero dejando la huella de una noche que no tuvo precio.
Babelia
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