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Columna
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Colombia ubica a los paramilitares

Desde el 1 de julio existe en Colombia una zona de ubicación, en la que se concentran unos centenares de ex paramilitares -líderes, guardias de corps y auxiliares- para negociar la desmovilización y reinserción en la sociedad de un ejército privado que se ha distinguido por su capacidad para el secuestro y asesinato de ciudadanos inocentes, el comercio del narco y el combate contra la guerrilla, sobre todo de las FARC, antiguamente marxistas. De unos grupos estipendiados por el feudalismo agrario local para protegerse de las exacciones y crímenes de la guerrilla, esa fuerza se ha convertido en un poder autónomo, colaborador de hecho del Ejército, que ha desangrado tanto al país como el peor de los insurrectos.

El presidente Uribe fía grandemente en el éxito de esta operación, junto a los incipientes contactos con el segundo movimiento guerrillero, el ELN, para mantener sus altísimas cotas de popularidad en una Colombia que vuelve hoy a creer en algo, y hacer que prospere una enmienda constitucional que le permita ser reelegido en 2006 y liquidar, entonces, militarmente a las FARC. En 368 kilómetros cuadrados, departamento de Córdoba, municipio de Tierraalta, corregimiento de Santa Fe de Ralito, donde, en la imbatible habla del país, ha lugar el levantamiento geográfico de las órdenes de captura de la contra, puede decidirse en los próximos meses parte del futuro de Colombia.

El jefe del Estado ha convencido a la nación de que va en serio, que es posible derrotar a la guerrilla, que ya puede circular casi libremente por el país, que decrece la inminencia del secuestro, que mengua la tierra de la coca, que el delincuente común halla menor apoyo en las condiciones sociales para contaminar el excepcional vividero que debería ser Colombia. Y, sin embargo, todo ello reposa, de momento, sobre un gran equívoco, además de un misterio.

¿Qué ofrece Uribe a los que da el nombre de autodefensas? Si hay que creerle, tan sólo el peso de la ley, si acaso mitigada. Los que no tengan delitos graves sobre sus cabezas serán reincorporados a la sociedad, y los otros -la mayoría-, tratados con arreglo a algún planteamiento que les permita cumplir las penas con un tipo, a precisar, de privación de libertad; y, finalmente, ningún trato especial para los dirigentes -unas docenas- que, además de tener delitos graves que pesen sobre el lugar donde suela residir la conciencia, se hallan en muchos casos bajo petición de extradición norteamericana. Y está claro que si la generosidad con los primeros puede funcionar, ningún jefe o combatiente contraguerrillero va a entregarse si no se le garantiza que va a escapar a la extradición e incluso gozar de una libertad, en la práctica, plena. Si deponen las armas es para vivir al solaz de la riqueza amasada, y no entre rejas.

La clave de bóveda de todo ello -el equívoco- es un texto que se discute en un país de gramáticos y legistas, sobre cuya versión final, o, al menos, la que el poder quisiera ver consagrada, no hay forma de que Uribe dé una versión -el misterio- ni aproximada. La suposición más extendida entre los críticos del poder es que se va a un perdón general con apenas flecos legales para tapar las vergüenzas, y que varios millares de criminales van a volver a ser ciudadanos de pleno derecho. Todo lo cual conduciría a un fuerte agravio comparativo con la guerrilla del, probablemente desaparecido y ya sustituido, Manuel Marulanda, sin excluir, por otra parte, el pésimo efecto que causaría en las cancillerías y en una opinión europea de izquierda, que aún no se ha librado de alguna emoción favorable a los insurrectos de las FARC y del ELN.

Uribe ha sido, pese a todo, prudente. Jamás ha dicho que vaya a terminar con la guerrilla, pero sí ha permitido, y quizá alentado, que el paisanaje crea en la victoria a la vuelta de la esquina. Por ello, si es reelegido, cualquier cosa que no sea un acorralamiento decisivo del insurrecto sería un enorme fracaso. Y hoy, pese a todas las buenas noticias que el poder distribuye, no se percibe que las FARC estén cerca de rendirse. Por eso, muchos siguen pensando que el conflicto sólo puede tener una solución política. El perdón casi incondicional de los paras iría en contra de todo ello.

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